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Otro Dylan es posible

Bob Dylan ha vuelto a Granada este miércoles 17 años después de su primera visita.

Enrique Alcina

Bob Dylan, con la fresquita. “Música en los cafés, revolución en el aire”. Bob Dylan vuelve a Andalucía, con el pasado pegado a sus talones. Brilla el sol ajusticiado “early in the morning” en Granada y Córdoba. El señor sabe que ha tenido que pagar lo suyo para seguir adelante, tocar fondo y volver a intentarlo. Juguemos con un par de piezas que suenan estos días en la gira interminable del juglar: “Tangled up in blue” y “Simple twist of fate”.

Atrapados en el eco de las palabras huecas y en permanente porfía con los bruscos giros del destino. Dylan viene a vernos, maqueón y siempre joven, a sus 74 años. La primera vez que cantó en España tenía 43 años, así que no podemos fardar de haber intimado con el trovador con carita de Errejón, razón de más para descartar topicazos y leyendas de cartón piedra. Dylan no llega para reverdecer presuntos laureles, ni a copiar y pegar clásicos de su historial, ni siquiera viene a presentar su último disco. No hagan caso a los wikipédicos. Dylan viene a vernos, ¿sabes cómo te digo?

“Siempre hemos sentido lo mismo, pero desde un punto de vista diferente”. El poeta que no quiso erigirse en voz de generaciones a ambos siglos de la carretera suele pasear de incógnito por las ciudades que asoman. ¿Qué pintaría Bob en la Alhambra o la Mezquita? Un tipo escueto tocado, pelo de estropajo, mirada esdrújula, rimas en los bolsillos, capaz de sentarse en un parque a la caída de la tarde, a la vera de su otro yo, chispazos de soledad mutua.

Cuentan que el cantante equidistante, a veces, se deja querer por alguna familia desconocida y comparte charla y café con gente que nunca volverá a decir jamás. Dylan no es el único que huye de tal modo de la maldita fama, incluida la mala fama de huraño. El eterno Frank Zappa relata en sus memorias que, una noche en Estocolmo, un chaval le pidió, tras la función, que le acompañase a su casa. Era el cumpleaños de su hermano chico y le hacía mucha ilusión que Frank Zappa trepase por la enredadera hasta encaramarse en su ventana y darle un susto de muerte. Dicho y hecho. Lo pasaron de miedo.

Así que vaya con mil ojos, al loro, mire bien cuando arroje una moneda en la taza de un ciego, sepa que las ventanas abiertas de par en par producen un vacío enorme y que hay personas inciertas que sostienen que es pecado saber y sentir demasiado. Las canciones de Dylan caminan como almas gemelas. Unas nacieron en primavera y otras demasiado tarde, fuera de tiempo. Dylan no recurre a los años sesenta, arrima al público a cierto desconcierto con nuevas canciones y canciones que parecen nuevas. Dylan no tiene arreglo, por así decirlo, sino un monumental repertorio en desacuerdo. No obstante, tal vez para contentar a los maestros de lengua y literatura, admite aún en voz alta un montón de preguntas sin respuesta. El viento canta con él entre líneas.

Nuestro amigo Bob ama a Picasso y a Lorca. El mundo ya no vende pañuelos. Poeta en Nueva York, pintor en París, rockero en Granada. Estos días no serán cualquiera cosa. Dylan conoce al dedillo los tiempos de ruptura. Los andaluces recordamos con precisión algunos de sus versos claroscuros, sus mejores y sus peores noches: la lección que impartió en Málaga en el 99, el fiasco de Sevilla en el 91, el blues por bulerías en Jerez de la Frontera, hace siete años. Otro Dylan es posible.

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