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Mi querido profesor de Francés

Concha Ramírez, en su casa de Dos Hermanas. / J. G.

Jorge Garret

En 1933, el coronel republicano Ángel Ramírez Rull, un hombre honrado y digno, padre de seis hijos, es destinado a Madrid para hacerse cargo del Distrito del Congreso. Su familia se instala en un piso alto del número 10 de la calle Isaac Peral, desde donde Conchita Ramírez alcanza a ver la Casa de Campo si pone de puntillas sus poco más de diez años. Conchita, como su hermana Julia, estudia en el Instituto Calderón de la Barca. Adora a su profesor de francés, un señor que viste traje de chaqueta oscuro y que aparenta más edad de la que tiene, sencillo en sus maneras, humilde, de semblante serio pero siempre amable. Algunos alumnos charlan con él después de clase, le preguntan por su obra, pero Conchita es demasiado tímida para hacerlo y además desconoce la valía de aquel hombre encantador que firma sus calificaciones como Antonio Machado Ruiz.

Los caminos del poeta y de su alumna menuda de ojos claros se entrelazan tras el fin del curso del 35/36, que sería también el de aquella República del Frente Popular. El golpista Franco avanza desde Melilla, tierra natal de Concha Ramírez, y la familia abandona el Madrid de las persianas bajadas y las calles oscuras, esa oscuridad tan grande, oscuridad y eco de cañonazos.

Valencia es su primer destino, como el de Machado, que también sigue ruta al norte. Valencia, primero; Cataluña, después; y, perdida toda esperanza, La Junquera, el paso hacia el exilio. Éste es el penúltimo viaje para el poeta sevillano, que fallecerá pocas semanas después en Colliouere tras pronunciar: “Adiós, madre”. Conchita Ramírez y su familia se marchan en tren sin destino conocido, al norte, a Suiza, a Rusia, qué saben ellos. Su padre, el coronel que había rechazado la advertencia del General Varela (“colabora con la derecha, siempre estarás defendido y favorecido”) porque había jurado fidelidad a la República, se despide de los suyos subido en una caja de madera. Es la última vez que Conchita le vería vestido con su uniforme militar. “Cada kilómetro nos separa más de la mártir España. ¿Qué pasará luego? ¿Se salvará nuestro padre? Adiós, padre”.

¡Les rouges!

Conchita escribe en su cuartilla un diario con líneas y párrafos muy juntos que parecen hileras de hormigas. “Miércoles 1 de febrero de 1939. Llegamos a una casa donde comimos patatas guisadas y leche, al terminar nos condujeron a la estación Bouleau-Perthus. Hacía mucho frío y sin embargo nos dejaron a la intemperie. Un hombre se acercó a nosotros y nos dijo que Companys había dormido sobre un montón de paja. Mamá respondió indignada que no era justo recibirnos de esta manera en Francia, a lo cual respondió con chufla: si vuestros maridos no hubieran huido, estaríais aún en vuestras casas”.

La alumna de Machado relata los días de incertidumbre y pena. Describe la comida, porque escasea. Francia no recibe a los expatriados con los brazos abiertos. Los niños de Maynal, a pocos kilómetros de la frontera con Suiza, se esconden al paso de los recién llegados: “¡Les rouges! ¡Les rouges!”.

“Domingo, 19 de febrero. El maestro ha venido, quería decirnos algo pero no sabía cómo empezar, al final se decidió y nos dijo que para contar con la simpatía del pueblo era necesario ir a misa. ¡Nosotros, que éramos católicos de toda la vida! En fin, fuimos a la Iglesia, y allí nos habían instalado cercados por una cuerda para separarnos del público. El cura, desde su púlpito, nos señalaba con el dedo, no sé todo lo que dijo pero sí comprendió que si Franco había ganado la guerra era porque Dios estaba con él. Varias veces repitió estas palabras”.

Una nueva vida

El coronel republicano Ángel Ramírez Rull, un hombre con influencia y recursos, consigue salir de España. Se instala en Burdeos y publica un anuncio en las reclamaciones de un periódico francés para buscar a su familia. Conchita y su madre no dan crédito al papel cuando una vecina corre azorada a mostrárselo. ¡Estaba vivo! La familia puede reencontrarse en Chambery solo unos meses después de aquella despedida de uniforme sobre el escalón de madera. Y es más de lo que el destino depararía a muchos españoles.

Conchita tardaría años en conocer la noticia de la muerte de su profesor de francés, cuando ya conocía bien sus poemas, aquellos caminos machadianos, los paseos físicos y también el que representa el gran viaje de la vida. Retomaba su vida adolescente en Burdeos y allí, poco después de cumplir 20 años, se había enamorado de Gabriel Torralba, un joven francés de padre español que también sufrió las calamidades de una Europa quebrada.

El joven Gaby fue un idealista de izquierdas que había tomado parte por la República durante la Guerra Civil, cuyo estallido le sorprendió en Barcelona por motivos de trabajo. En 1939 escapó de la España ya franquista pero un año después fue arrestado en Francia por policías de la brigada Poiserot como represalia por haber distribuido octavillas contra la ocupación alemana. Los fascistas estaban en casa. Gabriel Torralba pasó miserias en varias prisiones hasta recalar en Auschwist en 1942. Al llegar a su destino le marcaron con un número en el brazo: 46264. Conchita traducía al alemán las cartas que los padres del joven le enviaban al campo de concentración, en el que fue prisionero hasta el final de la Guerra. No es necesario contar nada más sobre ese lugar.

“Cuando florezca el almendro”

El domingo 31 de marzo de 1946, Conchita y Gaby se casaron en Francia. “Soy Madame Torralba y estoy casada con el hombre que he esperado con tanta constancia”, escribió ella en su diario. Tuvieron dos hijos. Aunque a Conchita su madre le decía cada año, puntual, “cuando florezca el almendro, ya estaremos en España”, ella no volvió a su verdadero hogar hasta 1979, cuarenta años después de haber subido a un tren en La Junquera.

Ahora, esta nonagenaria de modales exquisitos y magnífica lucidez vive sola en una urbanización de La Motilla, en Dos Hermanas, conduce un Fiat Panda, hace gimnasia, colabora con la Asociación Guerra-Exilio y Memoria Histórica de Andalucía (AGEMHA), y se afana con cariño en que sus nietos hablen francés. Hace siete años, publicó sus diarios juveniles bajo el título Diario de una niña exiliada, aunque no necesita echar mano del libro para recordar decenas de pasajes tan profundamente grabados en su memoria. El ensayista Eduardo Haro Tecglen, que fue su compañero de pupitre en aquel curso del 35/36 ante las lecciones de Antonio Machado, le escribió, a modo de prólogo: “Tú estás ahora en Sevilla, con la que soñabas. Tienes una hija con acento francés. Tienes dentro la guerra y la resistencia, el exilio y la república. Se habrán perdido las esperanzas, Conchita, pero no se ha perdido todo”. Que no se había perdido todo, eso le dijo.

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