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Poetas en La Paz

Poetas en La Paz

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Hace honor a su nombre este parque de La Paz. Una loma suave frente al Canal que, vista sobre plano, parece el yacimiento de un mineral verde. Chopos, álamos y pinos agrupados por su afinidad de especie parchean de sombra la pendiente. Por encima de la arboleda que acompaña el curso del agua se levantan las grúas que traerán nuevos edificios. En frente, la vieja fábrica de Alumalsa es hoy apenas un recuerdo. El día es claro y se divisan hasta las cosas que ya no existen.

Un barrio surgido del sacrificio

Durante los años cincuenta la emigración rural se fue asentando en los extrarradios por falta de vivienda en zonas más próximas a la ciudad. Ni el fracasado plan urbanístico de 1943, ni la llamada “operación suburbios” diez años después, lograron poner freno al desastre habitacional. Quienes llegaban a Zaragoza en busca de oportunidades se veían abocados a levantar con sus propias manos precarias viviendas de apenas 60 metros cuadrados. Se crearon así varias zonas suburbiales, una de ellas en el barrio de La Paz, entre el Canal Imperial y la zona este de Torrero.

Recuerdan los primeros pobladores cómo a principios de 1955 sus gestiones ante el Ayuntamiento para dotar de agua y luz al incipiente vecindario acabaron en amenazas de multa por obrar sin licencia, una escena que parece sacada de la novela “La piqueta”, de Antonio Ferres. Aunque el Plan General de Ordenación Urbana de 1957 legalizó las situaciones de hecho creadas con las construcciones espontáneas, no solucionó las carencias de abastecimiento: la luz comenzó a llegar a partir de 1955, pero el agua no lo haría hasta 1967. Aún hoy, si pasean por ciertas calles como Fray Elías, Emilio Lasala o Zamora pueden contemplarse algunas de estas casitas de adobe, memoria de un barrio que nació y creció con sufrimiento.

Pese a todo, un núcleo aún mayor de penuria surgió con el asentamiento de chabolas por parte de familias gitanas en el actual parque de la Paz y cercanías de las calles de Valladolid y Balaguer. Las condiciones de vida resultaban aún más precarias, pues además de falta de luz, tan sólo disponían de una fuente donde abastecerse de agua. Era lo que se conocía, y se recuerda aún en Zaragoza, como Las Graveras. Allí tuvo lugar un acontecimiento que conmovió a la ciudad.

Muerte en las Graveras

La opinión pública era plenamente conocedora de la situación que se vivía en aquellas covachas. Un artículo del escritor Pedro Arnal Cavero, publicado el 18 de diciembre de 1954 en Heraldo y titulado “Aquellos chico de las graveras”, la describe así: “pasan la noche sobre harapos, sobre asquerosos sacos con esparto y hojas de mazorcas de maíz”. Por supuesto, no era un artículo crítico, sino una apelación a la caridad de los lectores para consumo navideño: “Si tienes un poco de corazón, de misericordia, de amor a la ciudad y al hermano pobre…”. Por entonces menudeaban anuncios donde se daba cuenta de donativos y actividades lúdicas para “Los chicos de las graveras”. Un suceso vino a confirmar sus terribles condiciones de vida.

El poeta Ildefonso-Manuel Gil nos lo cuenta así: “Una familia- madre y varios hijos- que careciendo de domicilio vivía en las graveras, cuevas del suburbio zaragozano, murió aplastada por un corrimiento de tierras; sucedió en la noche, mientras dormían. Eran los días de Navidad.”

No hace falta añadir más. El poeta de Paniza se sirvió de este brutal episodio para componer un conjunto de poemas titulado “Las Graveras”, publicado en 1961.

Nuestra culpa es dejarnos vivir

En la mejor tradición de la poesía social, Ildefonso-Manuel traza un implacable alegato contra aquella sociedad falsaria y desigual que permite tales enclaves de miseria:

La noche se perfila y a lo lejos / la ciudad es un halo de luz, rumor y ruido / confusos, una mano / cerrada duramente, unas palabras / que a nada comprometen- Patria, Hermano-, / un mundo donde viven / gentes del otro lado / de la vida: señoras elegantes / que vuelven de la iglesia (…)/ uniformes erguidos en las puertas de los Bancos; / tiendas, escaparates…”

Hay en toda la composición una lucidez crítica que no se deja vencer por la rabia:

No tenemos derecho / ni tú ni yo ni nadie / a hacer del hambre ajena una bandera./ Y no nos justifican / la limosna alargada con los dedos / ni el gesto condolido en el hombro. / Seguimos siendo cómplices / aunque nuestra palabra, verso o mitin, / iracunda se alce. Nuestra culpa es dejarnos vivir”.

Pero hay también ternura. Una compasión que posa la mirada especialmente sobre los niños, de cuya inocencia algunos pretenden apropiarse hipócritamente:

Los niños, esos niños, no están muertos, / se han dormido en la noche… / No han muerto. Es necesario / que estén aún dormidos y que sueñen. / Es necesario, para que nosotros / podamos disculparnos la sonrisa”.

El crítico Gil Comín Gargallo publica el 18 de junio de 1961 una reseña del poemario en el diario católico “El Noticiero”. En ella destaca la “irritante desigualdad social”, como si de un engorroso hormigueo se tratara, que tilda de “anticristiana” y fruto de la “adversidad y la desgracia”. Para el crítico, los “tremendos cinturones” donde se ubican las cuevas de las graveras constituyen el verdadero establo de Belén. Soslaya, claro, pronunciarse sobre responsabilidades que el poeta sin embargo sí señala.

En este sentido, llama la atención la similitud del severo juicio de Ildefonso-Manuel con el que escribiera apenas unos años después Juan Gil-Albert en “Drama patrio”: “Esta religiosidad chocante, convivía con una moral ciudadana, sobre todo en lo económico, de baja factura (…) hombres que hacían rebosar las iglesias y que conducían a la vez sus negocios desaprensivamente.

En 1962 Ildefonso-Manuel, que había sufrido prisión al inicio de la guerra, logra por fin abandonar España.  Un exilio largamente anhelado. Otros poetas quedaron para dar testimonio del país que dejaba.

La misma clase social

Voces en el tramo final de la avenida de San José. Es de noche y podemos imaginar poca luz en las aceras. Son los oscuros años de los 25 Años de Paz. Vienen de merendar, de chatear por las tabernas de San Pablo, de discutir de poesía en cierto café de la calle Requeté Aragonés. Se detienen en el zig-zag que forma la cuesta de Morón. Es la esquina para las despedidas.

Julio Antonio, Guillermo y Raimundo: los Gómez, Gúdel y Salas de los que murmuran en silencio las bibliotecas y recuerda, cada vez menos, la memoria de esta ciudad. Los evoco frente al lavadero de la Balseta lanzando el último vaho de palabras como una señal de humo. Charran de “abstracciones y concreciones”, como recordará años más tarde Guillermo Gúdel. Finalmente se despiden.

Es probable que de regreso a lo cotidiano tras estas parrandas, Raimundo Salas se diera de bruces con los versos de su poema “Los gitanos”:

Iban por la vereda los gitanos (…) / camino de su cueva oscura, de su hoguera apagada, / apenas perceptible, / irreal.

Además de retratar el aspecto misérrimo de aquellos parajes y su contraste con otras edificaciones, Salas da testimonio en su poema la comunión de clase entre payos y gitanos que conviven en la misma zona. La mayor parte de aquellos gitanos asentados en las Graveras trabajaban entonces en la carga y descarga de mercancías en el mercado de Lanuza, por lo que se levantaban a las 4 ó 5 de la mañana:

A su izquierda casas de ladrillo, paraíso / inaccesible para ellos, esperanza / de hombres de tez oscura, pero honrados / productores, peones de albañil, jornaleros del hambre. / Construían con barro y latas viejas su esperanza, su patria, / sus anhelos./ Al barrio lo llamaban el barrio de la Paz.

De regreso a casa, me vienen a la cabeza las últimas estadísticas según las cuales quedan aún en Zaragoza 26 chabolas donde malviven 90 personas. La desigualdad y la pobreza aumentan cada día consecuencia de una crisis que es la naturaleza misma del sistema, de un mundo- como decía el poeta Pasolini- “que quita el pan a los pobres, y a los poetas la paz”. 

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