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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

La vida que queremos vivir

Raúl Gay

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En la última novela de Javier Marías, Berta Isla, uno de los personajes critica a otro que desee “elegir su vida”. Y lo hace apelando a la Historia, recordando que durante siglos, muy pocas personas han podido escoger lo que querían hacer con sus años de vida, a qué actividad dedicarse para obtener sustento, con quien casarse incluso. La vida de una persona estaba predeterminada por la sociedad, era casi imposible cambiar de escala, subir en ese ascensor social a otras capas y poder llevar una vida mejor.

Hasta inicios del siglo XX, en España, esto era así. Nacías y morías en tu pueblo, o cerca. Antes, quien tenía varios hijos e hijas los repartía entre el Ejército y la Iglesia y estos eran los afortunados, a veces. Sólo tras la Primera Guerra Mundial y, en mayor medida, tras la Segunda, ha existido en Europa un verdadero cambio, en el que una persona podía nacer en una familia de pocos recursos y ascender.

De ahí que el repetido mantra de que la generación de jóvenes de hoy es la primera que va a vivir peor que sus padres sea un poco tramposo. Durante siglos, salvo excepciones, no había diferencia en la calidad de vida de unos padres y sus hijos. Incluso en 2019 existen lugares donde esto sigue siendo así, o donde la mejora entre generaciones sólo comienza a notarse en estos momentos.

Lo que sí es cierto es que este avance en Occidente corre el peligro de quedarse en un paréntesis en la Historia. Que una vez llegado a cierto punto de prosperidad, de seguridad, de bienestar social, no haya nada más que un muro alto y grueso, imposible de atravesar. Un muro inexistente o invisible para aquellas personas que ya son ricas y se han enriquecido todavía más durante los 10 últimos años, pero presente en el día a día de millones de personas.

Ciertos datos apuntan a esta hipótesis. El periodista y ensayista Esteban Hernández (uno de los mejores analistas económicos del momento, en mi opinión) recordaba en un artículo: “Más de 46.000 trabajadores aeroportuarios de los EE UU y de sus familias viven por debajo del umbral de pobreza. Son el 7 % de los empleos que las compañías de los aeropuertos generan. (...) Una buena parte de estos trabajadores no pueden pagar una vivienda adecuada: a un 37 % el alquiler les come buena parte de sus ingresos y un 5 % vive en casas sin suficientes habitaciones para proporcionar privacidad y un espacio adecuado para la vida familiar. (...) Estos datos resultan sorprendentes, aseguran en el informe, porque hace apenas una generación, la aviación contaba con abundantes empleados de clase media, a menudo articulados a través de la representación sindical, para los que las situaciones de necesidad apenas existían. Eran empleos que permitían ganarse decentemente la vida. Y sorprende aún más porque, mientras tanto, las ganancias de la industria aérea se han disparado: de 10.700 millones de dólares en 2013 a 38.000 millones en 2017. Los salarios anuales de los ejecutivos han aumentado mucho más que los salarios de los empleados”

España no se libra de esta precarización. Según un informe de la OCDE, es el séptimo país del mundo en el que hay más trabajadores pobres, un 15 %. Los sueldos son bajos y los bienes y servicios básicos (alquiler, luz, agua…) cada vez más caros. Mientras, aquellas personas que declaran patrimonios superiores a los 30 millones de euros casi se han triplicado desde 2006.

Obviamente, algo falla.

Es imposible resumir en una columna todas las causas de esta situación, pero sí es posible decir que si seguimos por este camino no vamos mejorar. Aquellos que defienden la reducción de impuestos lo hacen para los que más tienen (como ha ocurrido en Aragón con el impuesto de sucesiones); aquellos que hablan de libre mercado en realidad dejan a los trabajadores a merced de las multinacionales como Uber, que son depredadoras y no aportan ningún bien a la sociedad; aquellos que defienden las externalizaciones y privatizaciones sólo debilitan al Estado, la única defensa frente al capitalismo voraz.

Lo bueno es que, poco a poco, más gente se da cuenta. Un amigo mío, muy de derechas, me escribía esta semana el siguiente WhatsApp: “Con Podemos tenía muchas diferencias, pero también me he dado cuenta que lo contrario quiere un libre mercado neoliberal, desmantelando todo el servicio público a favor del ciudadano para pagar sueldos de 800 euros”.

¿Podrán nuestros hijos e hijas elegir su vida o se verán obligadas a un trabajo agotador que sólo permite sobrevivir? Depende de nosotros, de nuestra resistencia a la extrema derecha y a una forma perversa de entender la economía; depende de nuestras propuestas, de explicarlas con claridad a la ciudadanía y demostrar que son viables y más humanas.

Hay esperanza.

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