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Empaquetar 60 trozos de pollo por minuto: lo inhumano de las procesadoras avícolas en EEUU

Empleados en una procesadora de pollos estadounidense.

Camilo Sánchez

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Tania Álvarez perdió el sentido del olfato hace dos años. Quizá por tratarse de una mujer de pocas palabras, esta mexicana no se detiene en protestas ni aspavientos sobre aquel episodio. Por el contrario, afirma, su limitación es una forma de evadir las oleadas de vapores fétidos que se desprenden de las instalaciones de la procesadora de pollo Sanderson Farms, su lugar de trabajo en Bryan, una pequeña ciudad republicana del estado de Texas.

Allí se lavan, despluman, descuartizan, despiezan y empacan los pollos para ser vendidos en forma de alitas, pechugas o nuggets en cientos de restaurantes y almacenes de gran superficie como Wallmart. Para cumplir con la avalancha de pedidos, los empleados deben faenar en medio de un hostigamiento constante por parte de supervisores que, en el caso de Tania, le exigen tener destreza suficiente para empacar 60 trozos de carne de pollo por minuto. Es decir, uno por segundo; 3.600 en una hora; y más de 25.000 al día.

Tania cuenta que en junio del año pasado se lesionó un dedo. El médico le indicó que solo podía trabajar cuatro horas en la línea de empacado. El resto las debía cumplir en oficios livianos. Un estudio de 2012 indica que el 42% de los trabajadores del sector avícola estadounidense presenta un entumecimiento en las manos que se conoce como síndrome del túnel metacarpiano, según el Centro Nacional para la Salud Campesina. El dolor y la falta de fuerza limita incluso la acción de destapar una botella de agua. Pero Tania afirma que en la empresa “no cuidan a los lastimados”. “Tengo una compañera que empaca pechuga con la misma lesión. A ella le dijeron: 'Pues empaca cuatro horas con una mano, y las otras cuatro con la otra”, recuerda.

Para sostener el imperio de la industria avícola estadounidense, el mayor productor de carne de pollo en el mundo, hoy se emplea a 350.000 trabajadores. La mitad son mujeres. La mitad de ellos son latinos. Los demás provienen de Asia, África, o son estadounidenses sin apenas educación. También se suele reclutar presos.

Gente vulnerable a abusos laborales diarios, discriminación racial, problemas de salud crónicos y condiciones de precariedad. No en vano son empleos conocidos como los 3D: dirty (sucio), demanding (demandante) y dangereous (peligroso). Habría que sumar una D más: deshumanizador.

Sin tiempo para ir al baño

Un informe publicado en 2016 por la ONG Oxfam reveló que en múltiples empresas, especialmente en el medio-oeste y el sur del país, se les negaba a los empleados tiempo para ir al baño. En muchos casos, inclusive, debían usar pañales para no abandonar su tarea. La investigación resonó en la opinión publica y las cuatro grandes corporaciones, Tyson Foods, Pilgrim’s Pride, Perdue, Sanderson Farms y Koch Foods, que manejan el 60% del negocio, se comprometieron a solucionar el enredo. María García, compañera de Tania en Sanderson Farms, señala que cuatro años más tarde la situación en la planta de Texas es de “descontrol”.

Una mañana de enero de 2019, María pidió permiso a la supervisora, una afroamericana de temperamento tosco, para ir al baño. La respuesta fue “si te vas de la línea, mejor no regreses”. Como ya llevaba cinco años en la empresa y conocía los protocolos, se fue directamente a la enfermería y le explicó a la médica que necesitaba “una toalla femenina [una compresa] y una nota excusándola” porque la iban a despedir.

“Imagínate para una mujer que está en su mes, o embarazada, y que tenga que estar pasando por esa vergüenza. De hecho, ir al baño tiene un castigo. Las mentadas 'rayadas'. Cada vez que vas al baño sin permiso te dan una 'raya'. A las tres rayas te suspenden, a la cuarta pierdes el trabajo. Así es imposible hablar de derechos humanos”, remata la trabajadora nacida en San Luis Potosí (México).

De entre los centenares de trabajadores entrevistados para el trabajo de Oxfam, buena parte son refugiados centroamericanos, indocumentados con papeles falsos. No es el caso de Tania ni de María, que tienen sus papeles en regla. Las dos mexicanas, sin embargo, son madres solteras. No se pueden dar el lujo de renunciar.

Han tolerado todo porque en la “pollera” es donde mejor pagan (12-13 dólares la hora). Mejor que en el club de golf limpiando baños (7,25), o en el diario local repartiendo periódicos de casa en casa (8). Por eso resisten jornadas enteras enclaustradas a temperaturas que rondan los cuatro grados centígrados, entre máquinas que chirrían y vibran sin cesar y entre charcos de sangre, grasa y cantidades considerables de cloro y amonio que se utilizan para arrinconar las bacterias e infecciones.

Comer pollo fue, durante la primera mitad del siglo pasado, un hecho excepcional para la mayoría de la población mundial. Se trataba de un menú de lujo. Pero tras la Segunda Guerra Mundial se unieron varios factores que abarataron los costos de producción y propulsaron el consumo de esta proteína hasta niveles insospechados.

La historia del granjero californiano Charles Vantress y del profesor Robert Baker sirve para rastrear la increíble metamorfosis de esta ave. El primero halló, en 1951, el cruce perfecto para llegar a un modelo de pollo que se asemejaba más a un pavo, con pechugas más grandes, delgadas y carnosas, según las especificaciones delineadas por un grupo de científicos. Esto sucedió dentro del marco del concurso el Pollo del Futuro (The Chicken of Tomorrow). Vantress, además de llevarse el premio y un cheque por 5.000 dólares, dejó sentadas las bases fundacionales del tipo de pollo híbrido que hoy manda en el mercado.

El segundo actor clave, el profesor Baker, dio en 1963 con la fórmula mágica para disparar las ventas de un sector que ya para entonces contaba con excedentes en los corrales. Tras graduarse como agrónomo, Baker entró a trabajar en la Universidad de Cornell, la primera en desarrollar un departamento de ciencia avícola, en 1949. Diez años más tarde, las autoridades universitarias le encargaron la misión de impulsar productos que ayudaran a mejorar las ventas.

De sus primeros ensayos resultaron paquetes de pollo con pequeñas bolsas de salsa barbacoa para sugerir a los compradores una forma de adobarlo. Luego diseñó una máquina de uso industrial, que separaba la carne de pollo de los huesos del animal. Y en el año 63 salieron de su laboratorio los palitos de pollo, hoy conocidos mundialmente como nuggets.

Baker nunca patentó su creación. Por el contrario, la compartió durante décadas en boletines mensuales de la universidad, y no menos de 500 compañías de alimentos recibieron guías completas de diseño de empacado, recetas y técnicas de mercadeo de su creación.

Detrás de todo este afán por innovar y producir, en plena posguerra, se hallaba el descubrimiento y utilización de antibióticos como la penicilina. La industria alimentaria no tardó en explorar el terreno y los experimentos demostraron con rapidez que suministrando pequeñas dosis en la dieta animal se podían mejorar las condiciones de salud y estimular el peso en poco tiempo. Los efectos a largo plazo, o no se meditaron, o se miraron de soslayo.

Hoy se calcula que el 80% de la producción anual de antibióticos va a parar al sector agrario. Su función central no gira en torno a la salud humana, sino en engordar a la mayor cantidad de animales sanos en el menor tiempo posible, así como frenar infecciones y bacterias. El consumo de pollo ha crecido un 70% en los países de la OCDE en los últimos 30 años y el peso promedio de una de estas aves a los 56 días de nacer se ha duplicado desde 1957 hasta hoy. Comemos, en general, un animal diseñado en los laboratorios de grandes corporaciones, producido y distribuido de forma masiva para cumplir con la demanda.

El pollo, el ave más abundante del planeta

Tan masiva que el pollo doméstico se ha convertido en el ave más abundante del planeta. Con una población de 22.700 millones de ejemplares, supera por mucho a las más numerosas de las especies silvestres, como la quelea común (con 1.500 millones), el gorrión (500 millones) o la paloma (250 milllones).

Un grupo de científicos británicos publicó en diciembre en la revista Royal Society Open Science un estudio donde plantean que los huesos de pollo enterrados a lo largo de la historia son una evidencia más del llamado Antropoceno, la época geológica propuesta por una parte de la comunidad científica como aquella marcada por los impactos de la especie humana en el planeta. Al igual que ocurre con los rastros de plástico, residuos radiactivos o cemento, los restos de pollo desenterrados en yacimientos arqueológicos desde la época de los romanos muestran también cómo los humanos han cambiado la Tierra. En este caso, agigantando el tamaño de esta ave y multiplicando su consumo hasta convertirlo en el ave más abundante de la biosfera.

Basilio Castro es un guatemalteco que trabaja en el Centro de Trabajadores del Oeste de Carolina del Norte. Vive en Morganton, pequeña localidad que se expande en las estribaciones de la imponente Cordillera Azul y uno de los puntos más aguerridos en la lucha por los derechos laborales. Cuenta que desde la llegada del presidente Trump “a la gente le cuesta alzar la voz ante una injusticia”.

Explica que es una situación paradójica, puesto que las grandes empresas de alimentos, en general alineadas con las políticas republicanas, necesitan mano de obra barata e inmigrantes desenterados de sus derechos y dispuestos a aceptar trabajos pesados y repetitivos. Sin embargo, las trabas migratorias del presidente Trump han difundido el miedo y dificultan el proceso de reclutar gente. Basilio se sintió “descorazonado” cuando a mediados de agosto vio en los telediarios cómo los agentes del Servicio de Inmigración (ICE) retenían a 680 empleados de siete procesadoras en el estado de Mississippi. La mayoría fueron liberados, pero la zozobra quedó marcada tras la redada más grande que se recuerde en diez años, según la cadena CNBC.

EEUU es el país con mayor consumo de pollo en el mundo: con un promedio de 49,8 kilos por persona en 2018. Eso se traduce en un negocio que vendió 95.000 millones de dólares el año pasado. Resulta, además, una proteína barata y crujiente, que genera más confianza en los médicos que, por ejemplo, la carne bovina. Solo así se entiende que la producción haya crecido un 30% en los últimos 20 años. En paralelo, sin embargo, la industrialización ha desembocado en una pauperización de las condiciones de los empleados y de las aves, hacinadas en granjas industriales y sobrecargadas de antibióticos.

Basilio es heredero de una tradición de resistencia. Lo han precedido refugiados Maya guatemaltecos que, huyendo de la violencia política y de dictaduras de décadas pasadas, han instaurado desde los años 90 un pulso de hierro con la empresa Case Farms, uno de los lugares más peligrosos para trabajar en Estados Unidos, según estadísticas de la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional (OSHA, según sus siglas en inglés). La corporación recibió en 2015 multas por dos millones de dólares por infringir normas de seguridad laboral.

Las directivas de Case Farms varían su estrategia de vez en cuando. Como la capacidad de asociación de los guatemaltecos y sus manifestaciones cada vez más recurrentes incomodaban, empezaron a reclutar refugiados birmanos. Luego llegaron nepalíes expulsados de Bután. La llegada de foráneos ya está incorporada a la vida de los vecinos de Morganton. Como afirma Basilio Castro, los “patrones” se sirven del revoltijo de idiomas y dialectos para que no haya comunicación en la línea. Para que no haya forma de organizarse.

Tras las denuncias de Oxfam sobre la prohibición de ir al baño y otros reportajes publicados en The New Yorker o ProPublica, donde se evidenciaba distintas vejaciones, surgió algo de interés por parte de multinacionales como Tyson Foods, acaso la más poderosa con una plantilla de más de 100.000 trabajadores, para sentarse a la mesa y negociar programas de buenas prácticas, que incluían medidas como mejora de sueldos y el compromiso de reducir los accidentes laborales.

La lucha contra el acoso sexual

Elizabeth Gedmark, abogada e investigadora de la organización A Better Balance, señala desde Nashville (Tennessee) que ha habido algunos adelantos, como una batería de leyes, aprobada en 27 estados, para reforzar la lucha contra el acoso sexual y la discriminación por embarazo en la industria alimentaria. “Es evidente que la opinión pública y los medios se centran en los casos de acoso en lugares como Hollywood o Manhattan. Y a eso se suma que muchas trabajadoras tienen miedo y no hablan, un hecho que se ha acentuado bajo esta Administración. Pero es fundamental que conozcan sus derechos, que reciban educación en este sentido, y que comprendan que son situaciones que jamás van a ser toleradas”, afirma la abogada.

Las cosas en Bryan (Texas), sin embargo, marchan a un ritmo diferente. Según María García, la situación en Sanderson Farms no ha ido a mejor en los últimos tiempos. Explica que hay jóvenes de 20 años que entran a la empresa en estado de total “sumisión e indefensión”. Los superiores se aprovechan de su posición. A cambio de darles un permiso para salir temprano, o ir a ver a sus hijos en caso de cualquier emergencia, la moneda de cambio es “algún favor sexual”, apunta Clara Morales, integrante de un centro de trabajadores en Texas.

“Es muy normal que estés en la línea”, añade María García, “y pase el supervisor y te suelte comentarios como 'estas trabajando mucho, te estas matando. Si quieres pasa por mi despacho, yo te ayudo'. Eso no viene gratis. Luego te piden tu número y todo da pie para un jueguito abusivo”.

Los mecanismos de vigilancia del Departamento de Agricultura de Estados Unidos han sido ineficaces. Así es que para las compañías, que inyectan sumas de dinero importantes en campañas políticas y grupos de presión en el Congreso, ha sido fácil hallar rendijas y esquivar los controles. Leah Varsano, investigadora de Oxfam, sostiene que los directivos de las corporaciones están “bastante divorciados” de la situación real en las plantas. Por eso suele rondar el secretismo en torno al sector. No es un mundo que se caracterice por su transparencia. De hecho, para las investigaciones que ha realizado la ONG en los últimos años, ningún permiso para ingresar en sus instalaciones les ha sido otorgado.

En la misma línea, el rigor en los protocolos sanitarios ha menguado. Leah Varsano afirma que en los registros de los inspectores del Departamento de Agricultura se encuentran semanalmente, y a veces a diario, “reportes de carcasas de aves podridas en el suelo de algunas plantas, zancudos y caos”. María García, la mexicana de San Luis de Potosí, añade que en Sanderson Farms los encargados lograron disminuir, de dos a seis, el número de inspectores del Departamento de Agricultura asignados por ley para supervisar al final de la línea. “Obviamente lo que te estas llevando a la boca no es seguro”, afirma, “eso sin contar el pollo que se cae al suelo y los supervisores, en contra de la política de la empresa, te obligan a echarlo de nuevo a la línea”.

Tanto María como Tania anhelan regresar algún día a México. Por lo pronto, Tania disfruta de los otoños en Texas y María disfruta de sus tres hijos. Las dos participaron en octubre de 2018 en una protesta frente a las instalaciones de Sanderson Farms para frenar los casos de hostigamiento sexual. Cuentan que participaron unas 50 personas. Que había algo de miedo. Un compañero se disfrazó para evitar represalias. E incluso a la reportera del diario local La voz hispana se le prohibió cubrir la nota “porque sus jefes no querían meterse en problemas con una empresa que se anuncia en sus páginas”.

En febrero de 2019 hubo otra manifestación. Cuenta que surtió efecto, que desde entonces han contado con más tiempo para ir al baño. María García tiene conocimiento de que también hubo un llamado a los supervisores para informarles de que en adelante habría cero tolerancia con los casos de acoso sexual. Pero María es realista. Tiene dudas de que los encargados de la compañía los “vean como seres humanos, o como simples números, o robots, como lo quieras poner”. Pero suspira, hace una pausa y recuerda de nuevo la mañana de otoño en que salió a hacer ruido para defender sus derechos: “Tenías que ver la cara de los supervisores ese día”, afirma con entusiasmo, “el mero jefe de la planta andaba como la pantera rosa, con mucha precaución, con cara de ¿qué está pasando acá?”.

Este reportaje ha sido publicado en el N20 de la revista Ballena Blanca. Puedes ver más sobre este proyecto periodístico aquíaquí

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