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Los expertos en Salud Pública José Martínez Olmos, Daniel López-Acuña y Alberto Infante Campos analizan las medidas clave para hacer frente a la pandemia de coronavirus.

La gobernanza sanitaria se resquebraja mientras se estanca el descenso de la incidencia

Vacunas contra la COVID-19 de Pfizer.

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A pesar del innegable progreso en la vacunación que ha alcanzado por fin un ritmo de aplicación de 400 a 500.000 dosis diarias, que es lo que necesitamos como velocidad de crucero para alcanzar de un 70 a un 80% de la población cubierta con la pauta completa al final del verano, la semana que acaba de finalizar no nos permite ser optimistas. Así, algunos desarrollos de la dinámica de la pandemia y de la acción institucional para luchar contra ella no han sido positivos y, como consecuencia, su control en España ha sufrido varios reveses de los que es urgente recuperarse.

En primer lugar, hay que señalar sin ambages que el descenso de la incidencia se ha estancado, lo cual es preocupante. En los últimos días la incidencia media acumulada de 14 días ha tendido a mantenerse en el mismo nivel y hay signos de incremento de la incidencia media acumulada de 7 días en varias comunidades autónomas. De hecho, durante las últimas dos semanas el descenso de la incidencia a 14 días ha sido muy lento (de alrededor del 5%) cuando otros países europeos como Francia y Alemania, que tenían incidencias mayores que España, han conseguido descensos más pronunciados (de alrededor del 25%) y hoy se sitúan por debajo de la incidencia de España. 

No podemos olvidarnos, además, de que este frenazo se ha producido tras terminar el estado de alarma hace casi un mes, con el consiguiente incremento de la movilidad al cesar los cierres perimetrales autonómicos, y un incremento en la interacción social al relajarse las medidas orientadas a disminuir la interacción social, cuando aún teníamos una incidencia diez veces mayor que la que había el verano pasado.

A día de hoy la incidencia se sitúa en torno a los 118 casos por cien mil habitantes en los últimos 14 días; es una incidencia que, si se descuenta la población inmunizada por haber pasado la enfermedad o por haber sido vacunada, es decir, si se calculase sobre la base de la población realmente susceptible, nos daría cifras algo más del doble que esas. En la actualidad, los contagios se dan primariamente entre la población más joven que aún no ha desarrollado la inmunidad frente al virus; es decir, entre la gran mayoría de la población menor de 50 años.

Por tanto, la incidencia promedio para todas las edades nos informa cada vez menos sobre lo que realmente está sucediendo, ya que se diluye con la inclusión en los cálculos de la población no susceptible. Esto hace que estemos subestimando la magnitud del problema en la población de 15 a 50 años que en muchas comunidades autónomas muestra claros incrementos en las cifras de incidencia acumulada de 7 días en los grupos de edad más jóvenes. En pocas palabras, estamos ante una dinámica de contagios que se produce fundamentalmente en el segmento de población que aún no está vacunado, el cual tardará semanas si no meses en estarlo, y que está más expuesta a las interacciones sociales en eventos masivos, ocio nocturno o actividades lúdicas desprotegidas.

Recordemos, asimismo, que la incidencia global es el resultado de dinámicas epidemiológicas diferentes que resultan en niveles de transmisión comunitaria muy distintos entre las comunidades autónomas.  

Así, como resultado de la aplicación de medidas de control de la transmisión más exigentes y sostenidas, un reducido grupo de comunidades (Comunidad Valenciana, Murcia, Baleares) han venido presentando incidencias en torno a los 50 casos por cien mil habitantes o incluso menores, si bien ninguna de ellas está en los 25 casos planteados como objetivo cuando el Gobierno decretó el último estado de alarma. En el otro extremo, se sitúan varias comunidades (La Rioja, País Vasco, Andalucía, Madrid) que presentan incidencias superiores a 150 casos. Y, lo que es aún más preocupante, algunas comunidades y ciudades autónomas han experimentado leves repuntes de la incidencia en los últimos días.

Uno de los resultados de este estancamiento de la incidencia global acumulada ha sido que el Gobierno del Reino Unido mantuvo esta semana a España (y a muchos otros destinos turísticos en la Unión Europea) en el nivel ámbar de su escala de riesgo y, por tanto, seguirá exigiendo que sus residentes que viajen a nuestro país deban realizarse al menos tres PCR y deban guardar cuarentena a su regreso, lo que, sin duda, tendrá un impacto negativo sobre la llegada del turismo británico porque, en la práctica, supone un freno a la salida de sus ciudadanos de nuestro país. 

Esta decisión será revisada dentro de tres semanas, por lo que aquellas autoridades y agentes económicos deseosos de reactivar la temporada turística en nuestro país deberían, lógicamente, trabajar con el mayor ahínco para aplicar todas aquellas medidas conducentes a disminuir de forma sustancial y rápida la incidencia global de la pandemia. En este sentido, que unas pocas comunidades ya lo hayan logrado apenas servirá de algo si otras, algunas de ellas además muy pobladas, no lo hacen y contribuyen de esa forma a mantener la incidencia global acumulada en cifras tan altas como las actuales. Las comunidades con altas incidencias de manera sostenida desde casi toda la pandemia, y sobre todo las que se han resistido a medidas rigurosas de control de la infección como es el caso de Madrid, han sido y son insolidarias con las que han trabajado duro para estar en bajos niveles de incidencia. Y es precisamente en este contexto donde hay que situar los otros dos elementos que, desde nuestro punto de vista, han caracterizado esta semana de tropiezos desde el punto de vista del control de la pandemia en España.

El primero de ellos ha sido la sentencia del Tribunal Supremo dejando sin efecto los toques de queda y las limitaciones de los horarios de la hostelería y el ocio nocturno establecidos en su día por el Gobierno balear. Esta sentencia repite una doctrina ya conocida según la cual solo bajo un estado de alarma es posible limitar derechos fundamentales de los ciudadanos con carácter general y duración indeterminada. Según el Tribunal Supremo la legislación actual solo permite restringir esos derechos en casos puntuales, con una limitación temporal precisa y muy bien justificada. 

La consecuencia lógica de esta sentencia debería ser iniciar una reflexión profunda sobre las modificaciones legales necesarias para hacer frente en el futuro a situaciones parecidas a la actual y a otras que, por razones de salud pública, puedan exigir una limitación de esos derechos. Para llegar a buen término, esta reflexión requeriría un clima de sosiego que facilitara un amplio consenso político, dos circunstancias, por desgracia, ausentes con demasiada frecuencia a lo largo de la pandemia. Claramente los ordenamientos legales autonómicos no bastan aun si cuentan con el refrendo de los respectivos tribunales superiores de justicia. Y en consecuencia quedamos inermes jurídicamente para hacer lo que hay que hacer desde un punto de vista epidemiológico y las decisiones y los ordenamientos jurídicos resultan a todas luces insuficientes para afrontar emergencias sanitarias de carácter pandémico que reclaman medidas de excepción.

Y el segundo elemento es el acuerdo de declaración de actuaciones coordinadas de salud pública adoptado por el Consejo Interterritorial en su reunión del pasado miércoles y publicado en el BOE en forma de resolución el sábado 5 de junio. Este acuerdo establece con carácter general un conjunto de medidas no farmacológicas para la contención de la transmisión del virus, las cuales varían en función de una serie de parámetros con base en los cuales se definen varios niveles de riesgo. En realidad, se trata de una adaptación del anterior “semáforo”, que a su vez había sido revisado el pasado mes de marzo, y cuya mayor novedad es la pretensión del Ministerio de Sanidad de que sea de “obligado cumplimiento” para todas las comunidades autónomas.

Esta última pretensión ha desatado, como era de esperar, una nueva polémica política. Al menos 7 comunidades autónomas (Andalucía, País Vasco, Madrid, Cataluña, Castilla y León, Galicia y Murcia), todas ellas con gobiernos de distinto signo al del Gobierno central, se han opuesto a esa obligatoriedad. Por ejemplo, el Gobierno de la Comunidad de Madrid ha argumentado que para que las medidas sean obligatorias deberían haberse adoptado por consenso y que ello equivale a la unanimidad y ha anunciado que las recurrirá en cuanto se publiquen. Por su parte, los gobiernos de Cataluña y País Vasco han denunciado “invasión de competencias” y han declarado que no las aplicarán.

Buena parte de las críticas han tenido que ver con la supuesta “inoportunidad” de la iniciativa, y arguyen que la incidencia acumulada promedio es la más baja desde el pasado mes de agosto, la vacunación prosigue a buen ritmo (a razón de casi 400.000 dosis diarias) y la práctica totalidad de comunidades autónomas están avanzando en sus planes de desescalada. Pero, en nuestra perspectiva, estas son afirmaciones descontextualizadas que niegan la importancia de adoptar en las próximas semanas medidas no farmacológicas para poder llegar a los umbrales de incidencia de menos de 25 por cien mil que son los que hay que fijar como objetivo para garantizar una razonable seguridad sanitaria.

De hecho, nosotros ya señalamos en su momento que ese “semáforo” con los niveles de riesgo y las medidas de contención adecuadas a cada uno de ellos debería de haberse incluido en el decreto que el pasado mes de octubre estableció el anterior estado de alarma. Si se hubiera hecho así, en lugar de mantenerlo, en lo que fue un error del anterior ministro de Sanidad, como un conjunto de meras “recomendaciones”, la iniciativa se habría entendido mejor y, lo que es más importante, se habrían evitado muchas de las situaciones que contribuyeron a la segunda, tercera y cuarta oleadas de la pandemia con sus tremendas consecuencias en términos de sufrimiento y muertes evitables.

Una forma de haber evitado al menos una parte de la polémica habría sido recurrir al artículo 65.2 de la Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud, que faculta a la ministra de Sanidad para dictar órdenes de coordinación a propuesta del Consejo Interterritorial, en cuyo caso ya no sería indispensable el consenso y bastaría con la mayoría. 

Por si fuera poco, la resolución de la Secretaría de Estado de Sanidad que da conocimiento de los acuerdos del Consejo, publicada en el BOE del sábado día 5, incluye una cláusula señalando que “las medidas previstas para los niveles de alerta 1 a 4” pueden adaptarse y contextualizarse a cada comunidad autónoma y cada territorio según la evolución de la situación epidemiológica. Curiosamente esto es interpretado por el PSE, socio del PNV en el Gobierno del País Vasco, como un reconocimiento de las competencias autonómicas en asuntos como la fijación autonómica de las condiciones de funcionamiento de la hostelería y la restauración. Lo que introduce ambigüedades adicionales sobre su aplicación que permitirían casi cualquier tipo de interpretación.

En todo caso, sin perjuicio de los aspectos jurídicos y políticos antes mencionados, el Ministerio no ha sido lo bastante contundente sobre la importancia actual de esta iniciativa. Debería haber insistido en que, por muy bien que vaya la evolución de la pandemia, tan solo con la vacunación no frenaremos la transmisión comunitaria del virus con la rapidez requerida para asegurar un verano con la suficiente seguridad sanitaria y con una recuperación sustancial del turismo. Para lograrlo seguirán haciendo falta, además, las medidas no farmacológicas que se han demostrado eficaces y que ya conocemos. Y los planes de desescalada (o su eventual reversión) deben ajustarse a criterios objetivos, previamente establecidos y con suficiente fundamentación de salud pública.

Abonar de forma explícita o implícita la idea de que la pandemia ya está vencida, establecer una carrera para ver quién elimina cuanto antes todas las limitaciones y restricciones o la obligatoriedad del uso de la mascarilla, es un error que puede tener serias consecuencias. Ciertamente, estamos mucho mejor que hace solo unas pocas semanas. Pero sigue quedando bastante tarea por delante que requiere desalentar e impedir agregaciones descontroladas de personas que, además de suponer un riesgo de contagio para ellas mismas, facilitan que el virus siga mutando y pueda producir una variante que escape a la acción protectora de las vacunas.

Pese a las críticas y matizaciones que se le puedan hacer, el semáforo y las medidas acordadas por el Consejo Interterritorial deberían ser un antídoto contra ese riesgo. Por ello, no se debería dar por perdida la posibilidad de generar un amplio consenso entre el Gobierno y las comunidades autónomas. Ello requiere un trabajo dirigido a generar acuerdos que debería nutrirse también de las aportaciones técnicas que, desde ámbitos profesionales expertos, se podrían solicitar desde el propio Consejo Interterritorial. La confrontación, la descoordinación y la incoherencia, el que cada comunidad actúe “por libre”, no deberían ser una opción en estos momentos. En ese escenario nadie ganaría y perderíamos todos.

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