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Siempre que escucho a Felipe González me hago las mismas preguntas. ¿Qué diría el joven Isidoro al Felipe de hoy? ¿Por qué ha envejecido tan mal? ¿Qué fue de ese político que llegó a la presidencia del Gobierno con el mayor respaldo social de la historia democrática? ¿Por qué desprecia a esa España progresista que en el pasado lo apoyó? ¿Fue siempre un cínico o es el tiempo el que lo transformó? 

Hace mucho que Felipe simboliza justo lo opuesto a todo lo que representaba. Como escribió Isaac Rosa, se ha convertido en una brújula inversa para toda la izquierda española: si él dice ‘norte’, la respuesta correcta está al sur. Siempre apunta hacia el lado equivocado, sobre cualquier tema, casi en cualquier debate o decisión. 

No espero mucho de Felipe, la verdad. Hace años que dejó clara su posición. Pero aún así, su entrevista de esta semana en ‘El Hormiguero’ me provocó un enorme estupor. También algo de lástima. Comparable a la que sentí al ver al fundador de Izquierda Unida Ramón Tamames defender la moción de censura de Vox.

Felipe González Márquez, hay que recordarlo, fue el presidente que firmó la entrada de España en la Unión Europea. Ha hecho cientos de discursos defendiendo la importancia de Europa, la necesidad de avanzar en esa dirección. Y el contexto de su entrevista en ‘El Hormiguero’ es importante. Ese desprecio hiriente contra todo el espacio progresista –no solo su partido– llegó solo unas horas antes de que arrancase la campaña de las elecciones europeas. Unos comicios donde Felipe debe saber lo que hay en juego; no va de Sánchez o de Feijóo. Está en cuestión algo mucho más importante: que la nueva Comisión bascule hacia la extrema derecha y ponga en peligro la Europa construida hasta hoy. 

De todo esto, Felipe no habló. Ni una palabra. Ni una sola crítica. Ni una sola reflexión. Todos sus dardos fueron en la otra dirección.

¿Qué fue del Felipe europeísta? ¿En qué consejo de administración se perdió? 

Su principal aportación a esta campaña electoral de las europeas lo retrata muy mal: en el momento álgido de los Meloni, Le Pen y Abascal, Felipe decidió emplear todos sus esfuerzos, toda su energía, en desacreditar a la izquierda en su conjunto. No solo cargó contra el PSOE y los dos presidentes progresistas que la ciudadanía ha llevado a La Moncloa después de él. También contra toda la izquierda española, vasca, gallega o catalana, del BNG hasta Sumar. Solo Salvador Illa se libró.

No hubo en ‘El Hormiguero’ ninguna crítica a la derecha por parte de Felipe. Ni una sola. Ni siquiera los mencionó. Al final de la entrevista, hizo un llamamiento genérico a “renovar el Consejo General del Poder Judicial”, pero ni siquiera en eso se atrevió a señalar al partido responsable de que lleve más de cinco años con el mandato caducado. 

Dato importante: este domingo el PP celebrará 2.000 días de bloqueo del CGPJ: 2.000 días –que se dice pronto– incumpliendo la Constitución. 

Pero volvamos a mi pregunta inicial: ¿por qué Felipe ha envejecido tan mal?

Siempre pongo un ejemplo para aquellos que, de forma injusta, hacen tabla rasa con esa generación. No todos pierden el rumbo como Felipe, Leguina, Guerra o Tamames. Esta semana estuve en la presentación del nuevo libro de Nicolás Sartorius, que te recomiendo. Porque hoy, con sus 86 años, sigue igual de lúcido y comprometido como lo estaba en 1962, cuando fundó Comisiones Obreras en la clandestinidad. 

Para los que olvidan quienes fueron hay siempre un mismo hilo conductor, anclado en dos puntos: la soberbia y el dinero. El ego narcisista –tan habitual en política– de quien considera que nada existía hasta que él llegó y que nada después de él será mejor. Y también la pasta. Desde el que se vende a Ayuso a cambio de un carguito en la Cámara de Cuentas de Madrid –y otro para su mujer– al que se ha hecho millonario, como hoy es Felipe, tras muchos años al servicio de las grandes empresas. 

En el PSOE varios recuerdan también el caso de Alfonso Guerra. Que, a diferencia de Felipe, fue al principio discreto en sus críticas. Aunque su respeto por los líderes socialistas que vinieron después se terminó cuando Pedro Sánchez le relevó de la presidencia de la Fundación Pablo Iglesias y el partido dejó de pagar un Audi que tenía a su disposición y un piso en el centro de Madrid donde Guerra ni siquiera vivía –lo hacía en Sevilla–, pero sí usaba su familia. 

Y luego hay otra cuestión, al margen de la soberbia y el dinero. Es la nostalgia, como síntoma de los defectos de la memoria.

Es humano. A todos nos pasa. La memoria es menos fiable de lo que solemos creer. Y con los años, reinventamos el pasado para que cuadre mejor con nuestro presente: reconstruimos nuestra historia y recordamos de forma incompleta lo que realmente ocurrió. Haz la prueba, si guardas un diario o notas escritas de algún momento importante de tu vida. Normalmente cuando confrontas los recuerdos con la realidad nunca suele ser exactamente igual a cómo pensabas.

La nostalgia, para la memoria, es un peligro aún mayor. Porque nos lleva a distorsionar aún más aquellos momentos en los que fuimos más felices; a borrar lo malo y a exagerar lo bueno. Suele pasar con nuestra infancia o nuestra juventud. Y, en el caso de los políticos, con sus años de poder. La nostalgia los lleva a un olvido selectivo, evidente para cualquier simple espectador.

¿Cómo es posible, por ejemplo, que Felipe González se deje utilizar por la misma derecha que lo insultaba cuando estaba en La Moncloa? ¿Ha olvidado todo lo que esta misma prensa conservadora que hoy lo adula decía entonces sobre él? ¿Recuerda el expresidente al “sindicato del crimen”: esa operación mediática para tumbar a su gobierno a cualquier precio que Luis María Anson años después confesó? ¿O es acaso un ingenuo, que cree que la máquina del fango solo se usó contra él?

Y esa derecha que hoy elogia a Felipe mientras sigue despreciando a Zapatero, ¿recuerdan la historia? Porque el primero salió del Gobierno tras Filesa, Roldán, los GAL y con medio Ministerio del Interior entrando en prisión. Mientras que el segundo, Zapatero, puede presumir de haber acabado con ETA sin recurrir al terrorismo de Estado y también de presidir el único Gobierno de la historia reciente sin ningún ministro condenado o procesado por corrupción. 

Es una constante, además. La derecha les juzga por lo que suponen en el presente, no por lo que fueron o hicieron en el pasado. El único líder bueno de izquierdas es el que ya no molesta: aquel que está muerto o ya no está en el poder. Los elogios y reconocimientos a Julio Anguita llegaron cuando se retiró. Los piropos de la derecha a Rubalcaba, cuando falleció. 

Dentro de unos años, estoy seguro, la misma derecha que hoy insulta a los líderes de la izquierda actual los pondrá como ejemplo a seguir. Y seguro que habrá de todo: quienes mantengan su coherencia y sus principios, como Zapatero o Sartorius, y quienes no.

Lo dejo aquí por hoy. Te deseo un buen fin de semana, y que tanto tu pasado como tu presente te permitan dormir bien.

Un abrazo,

Ignacio Escolar

Siempre que escucho a Felipe González me hago las mismas preguntas. ¿Qué diría el joven Isidoro al Felipe de hoy? ¿Por qué ha envejecido tan mal? ¿Qué fue de ese político que llegó a la presidencia del Gobierno con el mayor respaldo social de la historia democrática? ¿Por qué desprecia a esa España progresista que en el pasado lo apoyó? ¿Fue siempre un cínico o es el tiempo el que lo transformó? 

Hace mucho que Felipe simboliza justo lo opuesto a todo lo que representaba. Como escribió Isaac Rosa, se ha convertido en una brújula inversa para toda la izquierda española: si él dice ‘norte’, la respuesta correcta está al sur. Siempre apunta hacia el lado equivocado, sobre cualquier tema, casi en cualquier debate o decisión.