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El cornudo

Iñaki Ochoa de Olza

Está de moda lo del revisionismo histórico —vaya palabrota—. ¿De qué se trata el invento? Pues definido de modo ligero, lo suyo parece ser escribir un libro (se supone que después de investigar concienzudamente los hechos) en el que se defienda la explosiva teoría que venga al caso, con el denominador común de que en tales libros se pretende demostrar que la historia oficial escrita de las conquistas de las grandes cimas de la tierra era y es, como los Reyes Magos, mentira cochina. Nada nuevo, todos salvo cuatro cándidos sabemos la verdad verdadera. Así, por ejemplo, un tal David Roberts publicó hace ya unos años un libro titulado True Summit en el que sostiene que Maurice Herzog, el héroe francés del Annapurna, no era en realidad tal héroe, sino más bien un fulano más oscuro que la capa de Batman, que manipuló a conciencia los diarios de expedición de sus compañeros y moldeó la realidad a su antojo. Como si no estuviera más claro que el agua, viendo la brillante carrera política que el pájaro ha desarrollado después, y comprobando que además es miembro destacado de una de las mayores mafias del mundo, el Comité Olímpico Internacional. Otro periodista, llamado Richard Sale, ha reescrito la historia de la primera ascensión al Broad Peak. Resulta que la cosa no fue ningún éxito de convivencia, precisamente. Además, los que cardaron la lana y llevaron el peso de la escalada, Schmuck y Wintersteller, no fueron quienes ganaron la fama. Ésta, bien al contrario, recayó en Hermann Buhl y Kurt Diemberger. Pero basta leer un libro precioso pero falso como Judas escrito por éste último, El nudo infinito, para darse cuenta de la cruda realidad. En tal escrito, Kurt Diemberger asegura que la culpa de la tragedia de 1.986 en el K2 fue del cha-cha-cha, del gobierno o de la sociedad. De cualquiera menos suya, claro. El caso más cachondo e increíble es el de un señor que se llama Max von Kienlin, alemán y como su propio nombre indica, noble. El señor Von Kienlin fue compañero de los hermanos Günther y Reinhold Messner en la pared sur del Nanga Parbat, en 1.970. Compañero hasta el campo base, se entiende, puesto que luego la pared y la cima se la curraron los dos hermanos, mientras una docena de heróes germánicos miraban. Nadie volvería a subir por esa pared hasta 35 años después. Los Messner lo arriesgaron todo en la bajada por la vertiente opuesta y el menor, Günther, murió sepultado por una avalancha cuando ya casi habían escapado. Reinhold firmó allí el primero de dieciocho ochomiles y el comienzo de su leyenda. El tal Von Kienlin defiende en su libro, ahora retirado por orden de un juez, la peregrina teoría de que Messner decidió bajar por la otra vertiente cegado por la ambición alpinística, monetaria y de reconocimiento, y que abandonó a su hermano Günther a propósito. Cualquiera que haya subido al Nanga, o cualquiera que tenga un hermano y un corazón, sabe que esto es imposible. ¿Qué sucedió de verdad? Pues lo cierto es que la mujer de Max von Kienlin, de nombre Úrsula Demeter —joder, ¡qué apellido!—, se largó con Messner después de la expedición, e incluso se casó con él. Ay Señor, a ver si va a resultar que los alemanes también fornican... Qué le vamos a hacer Max, no se lo tome usted tan a pecho. Además recuerde que eso se lava, llegado el caso. Y recuerde que de cualquier forma, los cuernos sólo duelen al salir. Después adornan un huevo.

Columna publicada en el número 37 de Campobase (Marzo 2007).

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