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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Fausto

Iñaki Ochoa de Olza

El sol picante y hermoso de Kathmandu me devuelve a la vida poco a poco, tras haberlas pasado canutas en una expedición de las buenas. Bueno, creo que es el sol, sí, pero también deben influir lo suyo, me temo, las chicas, el jabón, los helados y la visita de la octogenaria y cada vez más simpática Liz Hawley, cosas todas ellas que nos reconcilian con la vida a la vez que nos recuerdan que una vez más hemos sobrevivido, que podemos volver a vivir, que se nos concede otro año de camino, o al menos seis meses, para cometer los mismos errores y fechorías de siempre. O incluso para enmendarlos, que de todo habrá por ahí. Me siento en la terraza del Northfield Café y me dedico a pensar por unos instantes, relajante actividad a la que suelo dedicar todos los días un rato, si la lluvia o la autoridad competente no lo impiden. Hoy cumplo 40 años, aunque se me nota más bien poco. Se me nota bastante más la resaca de ayer, porque estuvimos de fiesta hasta las tantas, y estas ya no son edades para ciertas cosas... Serán breves los momentos de mi introspección, instantes en los que agradezco sereno el regalo que supone seguir siendo libre, seguir haciendo caso a mi intuición y a las roncas llamadas de mi corazón. “¡Iñaki!”, grita alguien desde una mesa cercana, interrumpiendo mi digno “mirar de ombligo”. Cuando me vuelvo lo primero que veo es su larga barba canosa, que alcanza tal longitud que para si la quisiera el propio mago Merlín. Una piedra tibetana bellísima cuelga de su cuello. En su rostro se ilumina una sonrisa al menos 40 años más joven que él, el guiño travieso de alguien que continúa siendo un niño pícaro, sin duda. Es mi viejo amigo Fausto de Stefani, un italiano inteligente y romántico que lleva más años que casi ninguno de nosotros en esto de escalar montañas grandes. En esto y en otras cosas, y ha sobrevivido a todo. Su llamada me hace sonreir, a la mierda la introspección y los pensamientos, y que vivan los amigos. Fausto, un alpinista de primera que ha escalado todos los ochomiles, ama la vida y las mujeres. Tiene un aspecto inmejorable, que dista mucho de lo que su pasaporte indica; 56 años. Está mucho más delgado que hace unos años, se le ve en forma. Pronto nos sentamos juntos y puedo disfrutar de su inteligente conversación, privilegio nunca suficientemente agradecido, especialmente entre algunos de mis colegas himalayistas. Fausto viene del Lhotse, y está realmente espantado de cómo se denigra todas las primaveras la montaña más alta del mundo, su vecino Everest. Me explica, y me deja mudo de admiración, cómo ha recaudado en los últimos años 1 millón de euros para su escuela en las proximidades de Kathmandú, donde hay escolarizados ya 800 niños huérfanos. Hablando del egoísmo del deportista de elite. “¿Sabes, Iñaki? Después de tantos años, me quedan solamente muchas dudas, y apenas unas cuantas certezas. La más importante de estas es que el alpinismo no cuenta, no importa nada. Lo único que importa de verdad es cuánto has amado y cuánto te han amado”, me dice mirándome fijamente a los ojos. Los suyos brillan con pasión, con verdad, con corazón. “Fausto, eres grande”, le digo. Alguien con esa pedazo de barba sólo puede tener razón, mucha razón. Me despido contento, porque en una hora de tranquila cháchara he aprendido más que en todo el año 1979, cuando cursé 7º de EGB.

Columna publicada en el número 41 de Campobase (Julio 2007).

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