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África dialoga con Biden

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El mandato del anterior presidente norteamericano, Donald Trump, supuso para las relaciones entre África y los Estados Unidos no solo una especie de ‘congelación’, sino todo un retroceso. Algunos líderes africanos aún recuerdan cómo el excéntrico presidente, sin duda el mayor responsable de la crisis democrática y del descrédito de la política en que vive sumido el mundo en estos tiempos convulsos, calificó de ‘agujeros de mierda’ a países centroamericanos como Haití o los del continente africano al referirse al origen de muchos de los migrantes que intentaban acceder a los Estados Unidos. 

Mientras todo eso sucedía, y con los fondos de cooperación norteamericanos rebajados a su mínima expresión, China y Rusia avanzaban en el continente africanos con estrategias muy diferentes, pero en ambos casos efectivas.  

China lo hacía desde el punto de vista económico, convirtiéndose en el gran prestamista y principal acreedor del continente africano, o apostando por la construcción de infraestructuras a cambio de recursos naturales. Lo pudimos comprobar hace muy pocos días, cuando la Comunidad de Estados de África Occidental (CEDEAO), el organismo que agrupa a nuestros países vecinos, puso la primera piedra de una flamante nueva sede en Abuya (Nigeria) que será construida por los chinos y entregada ‘llave en mano’ a modo de regalo. 

Rusia, por su parte, ha apostado por la cooperación militar, bien con la venta de armas o con la presencia de soldados, propios o ‘subcontratados’ a este ejército ruso paralelo que es el Grupo Wagner, que tanto conocen en países como Mali o la República Centroafricana. La presencia rusa, además, explota claramente el objetivo de la política exterior de Putin: mermar tanto como se pueda a la Unión Europea o a las llamadas democracias liberales, pero eso casi que merece otro artículo aparte.  

Rusos y chinos tenían claro desde hace años que África está en el centro del mapa geopolítico mundial, y que tanto por su enorme riqueza en recursos naturales (desde petróleo y gas a madera, pasando por oro, diamantes, cobalto, litio o el ansiado coltán para los móviles) como por su potencial demográfico (recuerden que ahora en el mundo hay un africano de cada 6 habitantes y que en 2100 serán uno de cada tres) hay que trabajar muy a fondo la diplomacia y afianzar los intereses a futuro.  

La victoria demócrata de Joe Biden conllevó un reajuste casi de 180 grados de la política exterior. La prueba está siendo estos días en Washington, donde los norteamericanos se han vestido de gala y empleado a fondo para recibir hasta a 40 jefes de Estado africanos y, como acertadamente titulaba este pasado miércoles el periódico El País, ‘cortejar’ a África para que los Estados Unidos vuelvan a ser un socio fundamental y recuperen ese prestigio que tenían como socio prioritario con muchos de los países africanos. 

Estos, obviamente, se dejan querer por Biden, sabedores de que en estos momentos son ellos los que tienen la mejor mano de cartas de toda la partida. Están en el centro del mapa, y pueden aliarse con quien quieran, con total libertad, para hacer negocios y procurar, cada uno a su manera, el desarrollo de sus países y, con ello, la mejor calidad de vida de sus ciudadanos. 

Una de las principales demandas africanas es plenamente geopolítica: la mayor, constante y asegurada presencia de África en los grandes órganos de decisión internacional. Uno de ellos es el G-20, el del grupo de los países más ricos del mundo, a los que Biden ha dicho estar dispuesto a asegurar un asiento africano. También para el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, los africanos no quieren uno, sino dos puestos permanentes, sabiendo además que muchos de los conflictos que ahí se dirimen se producen en su territorio y que el sistema vigente de reparto de esos puestos data de 1946, cuando aún casi todo el continente estaba colonizado.  

Macky Sall, presidente de nuestra vecina Senegal y ahora presidente de turno de la Unión Africana, señalaba este martes en una entrevista con The New York Times que pese a la inmensidad del continente, pese a sus 1.400 millones de habitantes y su PIB conjunto de 2.700 millones de dólares, “África sigue estando en la periferia”. “A la hora de decidir el destino del mundo, debe haber más espacio para África”, añadía.  

Al continente africano, además, la cumbre le llega en un momento clave, en una encrucijada. Por un lado, el apremio al que someten varios factores negativos. El Cuerno de África (en especial Somalia), y el Sahel viven una terrible hambruna de la que les he hablado insistentemente en anteriores artículos, en la que los efectos de la emergencia climática (cuatro años seguidos de estaciones de lluvias sin lluvias) se suceden con terribles, cortas y dañinas inundaciones que erosionan el poco suelo fértil que queda en zonas con calores extremos.  

A la emergencia alimentaria se le suma el componente securitario, del que los norteamericanos están muy pendientes por el auge del yihadismo en puntos como el Sahel, el norte de Nigeria o Somalia, y que amenaza con extenderse hacia los países costeros de África Occidental. El descontento social (agravado por terribles datos de inflación a causa del encarecimiento de materias primas) y el hambre son, a la postre, el mejor de los reclutadores para estos yihadistas, que como nos ha contado en ocasiones la periodista Beatriz Mesa, son primero bandidos y narcotraficantes antes que fundamentalistas religiosos. Es decir, que el dinero es lo que les mueve.  

Por el lado positivo de esta encrucijada, empiezan a aflorar las primeras noticias positivas alrededor de la puesta en marcha de la Zona de Libre Comercio Africana, la AfCFTA (por sus siglas en inglés), la que se convertirá en la zona comercial más grande del planeta y que tiene como gran objetivo incrementar el comercio intraafricano. Si ahora en Europa el 67% de lo que se produce acaba en algún país europeo, el 60% de lo que se produce en Asia acaba en países asiáticos, o el 46% de lo que se produce en el continente americano acaba en algún país americano, en África ese dato es solo del 15%. Y esa cifra sigue situando al continente, como lamenta el presidente senegalés, en la periferia.  

Ya hay, por ejemplo, empresas keniatas llevando a Ghana baterías de vehículos con el sello made in Kenia (la condición esencial para entrar en la rebaja de aranceles de la nueva zona comercial es que se pueda acreditar que son productos africanos). Poco a poco, pues, empezaremos a ver casos de productos africanos moviéndose libremente (esto aún con comillas, porque lo que hay inicialmente es una reducción progresiva de los aranceles), algo que tiene que ir aparejado con una mejora de las facilidades logísticas (y por lo tanto de las infraestructuras, tanto de carreteras y puertos como, muy importante, energéticas). En estos avances, sin duda, Estados Unidos debería también ir jugando un papel cada vez más relevante, y sobre todo respetar el hecho de que, pese a los acuerdos de comercio que ya existan con el continente (el llamado acuerdo AGOA, nacido en el mandato de Bill Clinton), los africanos procuran incrementar su comercio intraafricano, y eso debe ser apoyado y fortalecido por los norteamericanos.

 Porque una de las principales moralejas que nos deja este análisis del panorama geopolítico africano es que la antigua relación entre partes ha cambiado completamente. Ahora no se trata de decirle a los africanos vamos a ayudarles con esto, esto y esto. Lo que ocurre ahora, y en cierta manera los africanos lo han aprendido y practicado a base de tratar con chinos, rusos, turcos y hasta brasileños, es que las conversaciones deben empezar de otra manera: ¿Cómo podemos ayudarles? ¿Cómo podemos serles útiles para su desarrollo? Y ese ejercicio de humildad, de tratar realmente de igual a tu contraparte, será muy interesante comprobar si es algo que pondrán en práctica los norteamericanos en el continente africano. 

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