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Joaquín Galarza, el comandante. Un hombre tranquilo

José Francisco Henríquez

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Joaquín Galarza, el comandante. Un hombre tranquilo.

Le acompañé en treinta viajes a donde agotaba su gran pasión, África. En suma, más de un año. Una mili, Kenia, Tanzania, Zambia y Zimbabue, Sudáfrica, Botswana, Uganda y Namibia.

Esto le valió dos sobrenombres, el gran papa y el gran gorila blanco. El primero, consecuencia de la costumbre de los nativos de llamarnos “papa, papa”. Claro, él era el gran papa. Y el gran gorila blanco, por su grandeza acicalada por el color de su pelo.

Como dijo Azaña, esto le gustaría oírlo a su padre, vivía en la zona templada del espíritu donde no se aclimatan ni la mística ni el fanatismo y que resulta ser la zona donde la razón y la experiencia incubaban su sabiduría.

Era un hombre cortado de un paño de gran espesor. Solo una vez, en Sudáfrica tras escuchar después de la cena relatos espeluznantes del apartheid, ya entonces superado, y conectando con su condición de víctima de lejanos acontecimientos se adentró en la noche. Sin gota de rencor. Pero dio apenas tres pasos hacia el fin de la noche.

Hombre hecho a sí mismo, muchos lo dicen pero pocos los son realmente, hechos a sí mismos solo con la ayuda de su madre, contaba con fascinación y sin nostalgia anécdotas vividas en la España del blanco y negro. Recuerdo una antológica: le pidió alguien que desde el Puerto fuera a Triana para hacer un recado. Para ahorrarse el dinero caminó y a la vuelta tuvo como recompensa un cigarro puro. Como había ahorrado se fue al cine a fumarse el puro entre enormes mareos.

Hombre de diseño individual pero no vertical, no podía ser de otra manera, nunca salió de su boca un desprecio para otro, acaso solo en forma de ironía.

Embelesado con sus cuatro hijas, ese sentimiento lo compartió con los nietos que doblaban en número. Era para él una faena inquietante regalar souvenirs cuatro veces repetidos. Llegué hasta a extremarle con su predilección de entre sus cuatro hijas. Obtuve una foto-finish que nunca compartiré con nadie.

Tenía pocos defectos, que diría Serrat, pero si los tenía los bien utilizaban para que brillaran más que la propia virtud.

Vayan dos anécdotas convividas: una noche, en las cataratas Victoria, tocaba un pianista. Como me tenía por su intérprete me pidió que solicitara dos canciones al músico, Las hojas muertas y Los paraguas de Cherburgo. Esta vez sí había nostalgia, imaginé que por su novia Rosa Mari. El pianista se encogió de hombros. Pero a los diez minutos sonó de la parte del piano Los paraguas de Cherburgo sin que ninguno de los dos levantara el pulgar.

Desapercibido un Fin de Año

Pasaba yo el Fin de Año con mi mujer y el resto de la familia en Cong, un lugar de Irlanda que tengo por el más bonito de Europa. Ante la mitomanía circundante, carteles, televisión y referencias permanentes le llamé: “Oye, comandante ¿hay una película, es de un boxeador, The quiet man? Coño, dímelo en español, algo así como El hombre tranquilo. Claro, El hombre tranquilo , una gran película.

Una vez fallecido le puse un mensaje a su nieto David:

David no soy creyente pero temo que tu abuelo esté con mi mujer y hablen mal de mí.

Joaquín Galarza. Un hombre tranquilo. Irrepetible.

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