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Un fraude de 80 euros en democracia

Andrés Expósito

Toda idea debe ser actualizada, revisada continuamente con el paso de los tiempos, reorganizada en función de todo lo enhebrado e hilvanado desde la última vez, y sobre todo por la imperfección de la que nace y en la que basa todo sus obras el ser humano.

La democracia siempre fue una obra imperfecta e inacabada, y lo fue desde los tiempos de la Grecia Antigua, a quienes se les otorga la autoría de su origen, pero parece que no sopesamos los errores y las posibles mejoras en todo este tiempo, y proseguimos cargando el lastre de desigualdades importantes, y parece en ellas siempre quedan beneficiados los mismos. La justicia conformada bajo la pauta del sistema democrático en el que residimos, una vez más, convoca el teatro del absurdo, al decidir meter en la cárcel a un ciudadano, Alejandro Fernández, por pagar ochenta euros con una tarjeta que resultó ser falsa, independientemente de que toda estafa merezca su correspondiente castigo, pero absurdo y penoso al realizar cualquier comparativa en la realidad actual de estafas multimillonarias que brotan un día y otro en esta España nuestra.

Lo erróneo es el rigor, no el castigo, porque suponiendo ese fuera el conveniente castigo para la indicada infracción, ochenta euros, habría por otro lado que sopesar la ecuanimidad correspondiente para otros casos en función de los millones defraudados, o si estos provienen del erario público o privado, y al tiempo, a quién defraudan, que no es lo mismo tener a una sola persona como afectado del fraude, que a cientos de miles, de igual manera que no es la misma condena para quien comete un asesinato que para quien comete un genocidio.

Pero parece, en este teatro del absurdo, que a veces procura la justicia de la democracia en la que residimos, que lo grave y el delito no están en la acción realizada, sino en la capacidad económica o en la influencia social (política, deportiva, empresarial) del delincuente para marcar la diferencia. El rigor de la justicia debe abrigar y atender a la igualdad entre la mayoría de las personas que conforman una democracia, y así esta pueda sostener su idea de convivencia social, en ningún caso, atentar contra sí misma al promover demagógicamente tan brutal diferencia.

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