Muéstrate o desaparece: la nueva ley del algoritmo
Hace unos días, una artista canaria decidió parar.
No hacer nada heroico, solo parar.
Y claro, el mundo se volvió loco.
Porque parece que, si alguien con un poco de visibilidad se detiene, el universo entero necesita una rueda de prensa para saber por qué.
En cuestión de horas, las redes ardieron, los titulares crecieron como setas y las teorías se multiplicaron.
Hasta que ella misma tuvo que explicarlo.
No porque quisiera, sino porque el silencio, en este tiempo nuestro, ya no se interpreta: se sospecha.
Vivimos en una época tan extraña que si no hablas, alguien se inventa tu historia; y si hablas, alguien te acusa de contarlo todo.
Y así andamos, atrapados en esta tragicomedia digital donde el descanso es una performance y la calma necesita subtítulos.
La psicología, que a veces es menos fría de lo que parece, lo tiene claro: existe algo llamado tercer derecho asertivo, y dice que tenemos derecho a no dar explicaciones.
No justificar por qué estamos cansados, tristes o hartos.
No traducir nuestras emociones para que encajen en el algoritmo.
Pero, claro, el algoritmo no ha leído psicología.
Hoy, mostrar se ha vuelto una especie de deber cívico.
Si no publicas, no existes.
Si no sonríes, preocupas.
Si no opinas, decepcionas.
Y si paras… bueno, ahí sí que te metes en un lío.
Y aquí es donde entra el protagonista de esta historia: el nuevo Leviatán.
Sí, ese viejo monstruo que Thomas Hobbes inventó en el siglo XVII para mantener a raya el caos humano.
Solo que ahora el caos tiene Wi-Fi.
Este Leviatán ya no lleva corona ni espada.
Ahora vive en las pantallas, sonríe con emojis y se alimenta de likes.
No gobierna con miedo, sino con atención.
No impone castigos, impone visibilidad.
Nos dice: “Muéstrate o desaparece.”
Y nosotros, obedientes, posteamos hasta nuestras dudas.
Es un monstruo curioso: no ruge, notifica.
Y su truco maestro es hacernos sentir que todo esto lo elegimos nosotros.
Que compartir es libertad, cuando en realidad es una forma muy elegante de vigilancia voluntaria.
Nos tiene tan bien entrenados que ya no necesita vigilarnos: nos vigilamos solitos.
La ciencia lleva tiempo advirtiéndolo, pero parece que nadie quiere leer los pies de página.
Un estudio en Frontiers in Public Health (Hussain & Griffiths, 2020) encontró que el uso intensivo de redes sociales se asocia con depresión, ansiedad y soledad.
Otro, en la American Economic Review (Braghieri, Levy & Makarin, 2022), descubrió que la llegada de Facebook a las universidades estadounidenses aumentó los casos de depresión grave en un 7% y los de ansiedad en un 20%.
Y un metaanálisis en el Journal of Medical Internet Research (Ye et al., 2023) concluyó que incluso sin exceso de tiempo de uso, la dependencia emocional hacia las redes deteriora el bienestar psicológico.
Así que sí, el Leviatán no solo roba tiempo, también roba salud mental.
Y lo hace con una sonrisa amable y una notificación de “te echamos de menos”.
Cada vez que alguien decide parar y tiene que explicarlo, el monstruo gana un poco más de terreno.
Y nosotros perdemos un trocito de silencio interior.
Ese lugar donde uno puede escucharse sin tener que emitirlo.
Lo paradójico es que Hobbes pensaba que el Leviatán mantenía el orden.
Pero ahora, el caos es él.
Un caos luminoso, lleno de filtros y motivación de autoayuda, que nos dice cómo sentir, cómo descansar y hasta cómo sufrir.
Quizás haya llegado la hora de bajarle el volumen.
De mirar menos hacia afuera y un poco más hacia dentro.
De recordar que el derecho a callar no es desinterés, sino autocuidado.
Y que la privacidad no es una trinchera, es un jardín que uno riega cuando el ruido de fuera se vuelve insoportable.
No hace falta ganar al monstruo.
Solo dejar de alimentarlo.
Dejar de ofrecerle nuestra calma disfrazada de contenido.
Porque lo privado no es miedo, es raíz.
Y cuidar esa raíz —aunque el Leviatán insista en iluminarlo todo— sigue siendo la forma más honesta de libertad que nos queda.
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