El día que nació la Luz
Afuera es de noche y el frío tiene esa forma antigua de recordarnos que el año, por estas fechas, parece encogerse. Dentro, sin embargo, todo insiste en lo contrario: luces, villancicos, cenas, brindis, campanas. En España la escena se repite con una liturgia paralela, la de las casas, que convive con la otra, la de los templos: la Misa del Gallo, el belén, el “hoy” de los evangelios pronunciado como si fuera literal. Cada diciembre, sin darnos cuenta, entramos en un tiempo distinto, como si el calendario se volviera relato.
Y es ahí, precisamente ahí, donde aparece el conflicto moderno. Porque en algún momento, entre el turrón y el dedo que se desliza por la pantalla del móvil, alguien suelta el eslogan: “La Navidad es una fiesta pagana reciclada”. Lo dice con seguridad, como quien revela un secreto prohibido. Y casi siempre remata igual: Sol Invictus, el 25 de diciembre, el solsticio, Roma. Puntos suspensivos. La sospecha queda sembrada: ¿hemos vivido siglos celebrando una ficción piadosa?
La historia real es más incómoda para los titulares, pero mucho más interesante para quien quiera mirar con calma. Y, si se observa bien, también más universal, no porque niegue el contexto cultural, sino porque lo abraza y se atreve a afirmar algo provocador: que una fecha puede ser verdadera sin ser un dato del registro civil.
Basta asomarse a cualquier búsqueda sobre Navidad para que broten las preguntas que parecen hechas para esta polémica: por qué Jesús nació antes de Cristo, si hubo una estrella, qué tiene que ver todo esto con el Sol Invictus. Es una constelación de dudas muy de nuestro tiempo: fe, ciencia, calendario y una sospecha permanente de trampa. Sin pretenderlo, funcionan como metáfora. La Navidad es ese punto donde convergen relatos y cálculos, símbolos y decisiones litúrgicas, astronomía y teología. Y la pregunta de fondo no es solo qué día nació Jesús, sino otra más corrosiva: si nos han contado una mentira piadosa.
La respuesta, si se sigue el rastro con paciencia, es más rara y más potente. No es mentira. Es liturgia. Y la liturgia no es decoración ni folclore. Es, para el cristianismo, una manera de decir la verdad.
Para entender por qué el 25 de diciembre existe como Navidad hay que viajar a un objeto aparentemente frío: un calendario. En el llamado Cronógrafo del año 354, una compilación romana preparada para un cristiano adinerado llamado Valentinus y asociada al calígrafo Filócalo, aparece una línea que, con el tiempo, se haría gigantesca: “VIII kalendas de enero nació Cristo en Belén de Judea”. Traducido: 25 de diciembre. El detalle que vuelve adicta esta historia es que, en ese mismo universo calendárico, el 25 de diciembre también figura como el Natalis Invicti, con juegos y carreras dedicados al sol invencible.
Así que sí, la Navidad cristiana y la atmósfera religiosa romana del sol comparten fecha en el siglo cuarto. Pero ahí es donde el eslogan simplifica demasiado. Porque compartir fecha no es lo mismo que copiar. Y la Iglesia antigua no era una agencia de marketing: era una comunidad que acababa de salir de persecuciones, que discutía cada palabra del Credo como si le fuera la vida en ello y que se tomaba el tiempo como un lenguaje sagrado.
Durante años han convivido dos grandes explicaciones. Una dice que la Iglesia puso la Navidad ese día para desplazar una fiesta pagana. La otra sostiene que la fecha nace de una lógica interna cristiana, que vincula la Encarnación con el 25 de marzo y, nueve meses después, sitúa el nacimiento el 25 de diciembre. El problema no es que una sea verdadera y la otra falsa. El problema es creer que la historia solo admite una causa. La vida rara vez funciona así. Hoy muchos estudios apuntan a una convergencia: el cristianismo del siglo cuarto vive en un mundo que habla en clave solar y estacional, pero también posee una tradición propia para pensar el tiempo desde la teología. En algún punto, ambas cosas se encuentran. La Iglesia no finge que el solsticio no existe. Lo relee. No lo adora. Lo interpreta.
Aquí entra una figura poco sospechosa de frivolidad: Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. En uno de sus libros más citados, “El espíritu de la liturgia”, dejó escrito que hoy resultan insostenibles las teorías que explican el 25 de diciembre solo como reacción al culto del sol invicto o a Mitra. No negaba el contexto cultural. Negaba el reduccionismo. Reducirlo todo a propaganda religiosa, venía a decir, es intelectualmente pobre. Lo decisivo no es una maniobra política, sino una conexión teológica: creación, cruz, encarnación, el tiempo leído como historia de salvación. Y en una catequesis de diciembre de 2009 lo expresó sin rodeos: cuando la Navidad tomó forma definitiva en el siglo cuarto y ocupó el lugar de la fiesta del Sol Invictus, lo que proclamó fue que Cristo es la victoria de la verdadera Luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. El Papa no negaba el cielo antiguo. Lo reclamaba como lenguaje cristiano.
Si el 25 de diciembre es el día del nacimiento, cabe preguntarse por el comienzo real de la historia. Para el cristianismo, el gran punto cero no es el parto, sino la Encarnación: el momento en que, según el evangelio de Lucas, el ángel Gabriel anuncia a María, una muchacha de una aldea sin épica, que concebirá por obra del Espíritu. No es un adorno navideño. Es una afirmación nuclear del credo: se encarnó y se hizo hombre. En la tradición antigua, esa Encarnación se vinculó simbólicamente al 25 de marzo. Y aquí aparece la matemática sagrada: nueve meses después, 25 de diciembre. No como una ecografía histórica, sino como una manera de decir que Dios entra en el tiempo con un orden que no es caprichoso. Por eso la Navidad es, antes que nada, una fiesta litúrgica. No pretende ser el acta del nacimiento, sino la proclamación de su sentido.
Ahora bien, que el 25 de diciembre sea teológicamente elocuente no significa que sea la fecha histórica real. Los evangelios no dan día ni mes. Y cuando los investigadores intentan triangular el momento con datos históricos y astronómicos, lo máximo que obtienen son rangos y probabilidades. Los relatos sitúan el nacimiento bajo Herodes el Grande, cuya muerte se suele colocar en torno al año 4 antes de Cristo, aunque el debate sigue abierto. De ahí que muchos estudios hablen de un nacimiento anterior al año 1. El argumento de los pastores al raso sugiere estaciones más templadas, pero no sentencia nada. Y la famosa estrella de Belén ha sido interpretada como cometa, nova, conjunción planetaria o signo astrológico. Hay hipótesis para todos los gustos, desde fenómenos visibles hasta lecturas simbólicas centradas en Júpiter, como han explicado incluso astrónomos del Observatorio Vaticano. Conclusión: no hay consenso. La ciencia no confirma un 25 de diciembre astronómico. Si hubo un anclaje histórico, probablemente se mueve en un rango de años y quizá de estaciones que no coinciden con la fecha litúrgica.
Entonces, ¿la Navidad es falsa? Depende de qué entendamos por verdad. Si la verdad es la fecha exacta del parto, la Navidad no puede garantizarla. Pero si la verdad es el sentido del acontecimiento, la Navidad lo proclama con una precisión que la historia no puede dar: Dios entra en la noche del mundo. Y aquí el simbolismo del solsticio deja de ser sospechoso para volverse profundo. El 25 de diciembre cae en el corazón del invierno cultural europeo, cuando las horas de luz parecen mínimas y el año da sensación de agotamiento. La liturgia mira ese paisaje y dice: justo aquí. No porque el sol sea un dios, sino porque la creación puede ser un alfabeto. La luz brilla en las tinieblas.
Benedicto XVI lo dijo sin complejos: al desplazar al Sol Invictus, la Navidad proclamó otra cosa, la victoria de la Luz verdadera. Es una afirmación polémica, sí, porque implica que el cristianismo no se limita a copiar símbolos del mundo, sino que los reinterpreta y los somete a una confesión escandalosa: el Infinito cabe en un niño, la omnipotencia se deja tocar, la eternidad aprende a respirar.
Por eso la discusión sobre el 25 de diciembre suele ponerse tensa. Muchos sienten que, si no es histórico, es fraude. Pero la tradición cristiana, cuando está sana, nunca trató el calendario como un expediente policial. Lo trató como un poema. Quizá por eso el debate dice más de nosotros que de Roma. Queremos datos y desconfiamos de símbolos. Y, sin embargo, seguimos encendiendo luces cuando la noche gana terreno. Incluso quien duda sigue buscando una estrella, algún rastro físico que justifique la emoción.
La Navidad, en cambio, se atreve a otra apuesta: que la fecha no es un candado, sino una puerta. Que el 25 de diciembre no pretende ganar un concurso de exactitud, sino sostener una intuición central del cristianismo: Dios ha entrado en la historia y eso cambia el modo de mirar el tiempo. Así que la próxima vez que alguien diga que la Navidad es un reciclaje pagano, la respuesta no tiene por qué ser defensiva. Puede ser, incluso, periodística: sí, hay convergencias, sí, el calendario romano está ahí, pero lo interesante no es el préstamo, sino la transformación. En el mismo día en que Roma celebraba al invicto, los cristianos se atrevieron a afirmar que el invicto real no era el sol, sino un recién nacido. Y esa, con o sin estrella, sigue siendo una de las ideas más provocadoras que se han dicho sobre el mundo.
0