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Caso Fiscal General: Arrieta, Del Moral y Berdugo parecen prejuzgar
La participación del magistrado del Tribunal Supremo Antonio del Moral García en la decisión de condenar al fiscal general del Estado el 20 de noviembre de 2025 plantea una quiebra de la imparcialidad objetiva en términos que exceden con mucho los pagos por ponencias conocidos durante las deliberaciones. Lo que emerge al analizar en conjunto los datos publicados por elDiario.es es una red estable, sostenida y acumulativa de relaciones académicas, institucionales y económicas entre el magistrado y las acusaciones. Esa red genera un prejuzgamiento objetivo incompatible con el artículo 24.2 CE y activa plenamente las causas de recusación de los artículos 219 y 223 LOPJ.
El fallo del 20 de noviembre de 2025 se anunció sin sentencia escrita. El propio Tribunal admitió que «la sentencia, pendiente de redacción, surtirá efectos». Una sentencia inexistente materialmente no puede desplegar efectos jurídicos sin vulnerar el artículo 120.3 CE, que exige motivación escrita. Ese solo hecho ya constituía una anomalía procesal grave que situaba el procedimiento en una zona de indeterminación jurídica inaceptable. Pero la anomalía se agravó cuando trascendió que tres de los magistrados del tribunal —Martínez Arrieta, Del Moral y Berdugo— habían cobrado del ICAM (Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid) por impartir clases entre el 17 y el 19 de noviembre, en plena deliberación. Y el ICAM no era un simple organizador académico: era acusación popular y había sido el primero en presentar querella en marzo de 2024. El juicio quedó visto para sentencia el 14 de noviembre y el fallo se publicó el 20. En esos seis días, tres de los siete magistrados que votarían la condena mantuvieron una relación económica activa con una de las acusaciones.
Lo conocido posteriormente demuestra que aquellos pagos fueron apenas la expresión más visible de una relación mucho más profunda. Del Moral codirigió durante años las tesis doctorales de dos abogados acusadores: Gabriel Rodríguez-Ramos Ladaria, acusación particular de Alberto González Amador, y Álvaro Bernad Sánchez, abogado de la acusación popular de la Asociación Profesional e Independiente de Fiscales (APIF). La tesis de Rodríguez-Ramos, de más de 600 páginas, se defendió el 15 de octubre de 2024, el mismo día en que la Sala de Admisión —de la que forma parte Del Moral— abrió formalmente la causa contra el Fiscal General. La tesis de Bernad versaba sobre cuestiones procesales penales directamente vinculadas con las discutidas en este procedimiento.
La dirección de una tesis doctoral no es una colaboración formal: son años de trabajo conjunto, reuniones periódicas, orientación metodológica y formación intelectual personalizada. Es una relación de mentoría que crea afinidad técnica, confianza profesional y conocimiento recíproco profundo. Del Moral no solo conocía a estos acusadores; había intervenido directamente en su formación jurídica avanzada. Y, posteriormente, como juez, evaluó argumentos doctrinales y procesales cuyo desarrollo él mismo había influido. Ese es el núcleo del praefudicium: no prejuzgar el fondo del asunto, sino llegar al proceso con una valoración previa —técnica, personal e intelectual— de quienes comparecen como parte acusadora.
A ello se suma un reconocimiento institucional de gran relevancia. El 31 de enero de 2025, Del Moral recibió el VII Premio Altodo del ICAM en un acto presidido por el decano del colegio. El galardón se entregó apenas diez meses después de que el ICAM presentara la querella contra el fiscal general. Cuando el decano premiaba a Del Moral, el ICAM ya era acusación popular en un procedimiento que previsiblemente llegaría al Supremo. La secuencia temporal muestra una proximidad institucional incompatible con la apariencia de neutralidad: nueve meses después, Del Moral votaría a favor de la condena por un delito cuya persecución estaba siendo impulsada por la misma institución que le había premiado.
El tercer vértice de esta red es económico y procesal a la vez. Del Moral coordinó y dirigió un curso del ICAM entre el 14 y el 25 de noviembre de 2025, impartiendo cuatro horas de clase el 17 de noviembre y percibiendo 630 euros —360 por docencia y 270 por coordinación— mientras el tribunal deliberaba. Pero no fue el único. Martínez Arrieta, presidente del tribunal, impartió su ponencia en el mismo curso del ICAM el día 18 de noviembre —cobrando 180 euros por dos horas— y cerró su intervención con una declaración reveladora ante los asistentes: “Y con esto, señores, concluyo, que tengo que poner la sentencia del fiscal general”. La frase, pronunciada en la sede del ICAM —acusación popular en el procedimiento—, quebraba doblemente el deber de reserva: confirmaba públicamente que él mismo redactaría la sentencia. A la vez que deslizaba subrepticiamente el cambio de ponente (se conoció públicamente el simbólico 20N): oficialmente, la magistrada Susana Polo seguía siendo la designada, que proponía la absolución. Afectando a la reserva de la deliberación. Berdugo, el tercer magistrado, cobró 360 euros por su ponencia del día 19. Así, tres de los siete magistrados que votaron la condena percibieron un total de 1.170 euros del ICAM en plena deliberación, afectando no solo la apariencia de neutralidad económica, sino también —en el caso de Arrieta— el secreto del proceso deliberativo.
Analizadas por separado, estas relaciones podrían suscitar debate. Analizadas en conjunto, constituyen una quiebra inequívoca de la imparcialidad objetiva. No son contactos puntuales: son una red orgánica, prolongada en el tiempo, que acumula influencias académicas (tesis), afinidades institucionales (premio), vínculos económicos (pagos durante la deliberación) y declaraciones intempestivas, en un interregno deliberativo, del magistrado que asumió en segundo término la ponencia de la sentencia, en la sede de una de las partes. La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos —casos Piersack y De Cubber— ha anulado sentencias por relaciones previas entre jueces y acusadores incluso sin necesidad de acreditar parcialidad subjetiva. El estándar es claro: basta con que un observador razonable pueda dudar de la neutralidad del tribunal. En este caso, el observador razonable no tiene que dudar: tiene que constatar. Constatar que un magistrado dirigió la formación doctoral de dos acusadores, fue premiado por la institución acusadora durante la tramitación de la causa, y cobró de esa misma institución mientras deliberaba. Constatar que el presidente del tribunal deslizó el resultado de las deliberaciones ante representantes de una institución acusadora, sin comunicación pública formal y a todas las partes. Constatar que tres magistrados percibieron pagos de una acusación en plena deliberación. Esta concatenación no genera dudas razonables: genera certeza objetiva de que la apariencia de imparcialidad fue destruida.
El artículo 219 LOPJ recoge causas tasadas de recusación plenamente aplicables. El apartado 9 («tener pleito pendiente con alguna de las partes») se proyecta aquí sobre la relación institucional entre el juez y quien ejerce la acción penal. El apartado 16 («tener interés directo o indirecto») se actualiza plenamente: interés académico (tesis), institucional (premio) y económico (pagos). Y, más allá de tales causas tasadas, el derecho fundamental a un juez imparcial consagrado en el artículo 24.2 CE impone una interpretación siempre favorable a la protección de ese derecho esencial. El elemento procesal clave es que la sentencia no está redactada. Ese reconocimiento oficial del propio Tribunal sitúa el procedimiento en un estado procesal abierto a efectos de recusación. El artículo 223.1 LOPJ exige promoverla «tan pronto como se tenga conocimiento de la causa». La revelación pública de estos datos entre el 25 y el 27 de noviembre de 2024 sitúa el momento procesal en el presente. La recusación es viable y jurídicamente exigible.
Si la recusación prospera, no basta la anulación del fallo. La afectación a la imparcialidad objetiva contamina todo el proceso decisorio. El único remedio constitucionalmente exigible es la repetición íntegra del juicio oral ante un tribunal totalmente distinto. Así lo reclama la lógica procesal y la doctrina europea: cuando la apariencia de neutralidad se ha perdido, la validez del juicio entero queda destruida. No se trata de corregir un defecto puntual: se trata de reconocer que el procedimiento estuvo viciado desde que magistrados con vínculos objetivos con las acusaciones participaron en él.
Pero hay un efecto político-institucional previo a cualquier depuración jurídica: la renuncia del Fiscal General del Estado el 24 de noviembre de 2025. Esa dimisión —formalmente voluntaria, materialmente inevitable— constituye la culminación del objetivo político que las acusaciones, y los actores que las promovieron, perseguían desde marzo de 2024. La oposición de derecha y ultraderecha no necesitaba una sentencia firme: necesitaba un fallo judicial de culpabilidad exprés que condicionara de inmediato el devenir político, y lo consiguió. La dimisión se ha producido no por una condena motivada —que aún no existe—, sino por la apariencia de parcialidad derivada de esta red de relaciones. Es la victoria política del prejuzgamiento: el objetivo se alcanzó antes de que los mecanismos jurídicos pudieran activarse. El Tribunal Supremo, al permitir la concurrencia de vínculos que comprometían la imparcialidad objetiva, dejó que la finalidad política se consumara sin resistencia institucional efectiva. El daño reputacional, institucional y político ya está hecho. La renuncia es irreversible.
Por ello, la recusación no es ahora solo un mecanismo de depuración del proceso: es el único instrumento capaz de fijar jurídicamente que el procedimiento que condujo a la renuncia estaba viciado desde su origen. La concatenación de vínculos entre Del Moral y las acusaciones, sumada a la actuación imprudente de Arrieta, constituye un patrón de influencia incompatible con el artículo 24.2 CE. Y la ausencia de sentencia redactada activa la posibilidad de actuar ahora, conforme al artículo 223 LOPJ. El tiempo, sin embargo, corre a favor de la consolidación del efecto político y en contra de su corrección jurídica. Cada día que pasa sin que se active la recusación consolida la apariencia de legitimidad de un procedimiento objetivamente viciado. El ordenamiento ofrece los remedios. Corresponde a quienes están legitimados decidir si los activan antes de que la victoria del prejuzgamiento quede definitivamente fijada.
Y, aun así, incluso si nada se corrige ya, lo esencial permanece: lo que ha sucedido debe ser nombrado, documentado y señalado sin concesiones. Porque la justicia sin imparcialidad no es justicia; es poder. Y cuando el poder se disfraza de jurisdicción, señalarlo no es una opción: es una obligación democrática, jurídica e histórica. Lo que aquí se ha documentado no es un conjunto de irregularidades menores susceptibles de justificación contextual. Es una red sistemática de vínculos que destruyó la apariencia de imparcialidad exigida constitucionalmente. Es la revelación pública del secreto de las deliberaciones ante una parte acusadora. Es la percepción de pagos económicos de esa misma parte durante el proceso deliberativo. Es, en definitiva, la subordinación de las garantías procesales a un objetivo político que se consumó antes de que el Derecho pudiera reaccionar.
Que esto haya sucedido en el Tribunal Supremo, órgano custodio de la legalidad, agrava la lesión institucional. Que haya tenido como consecuencia la renuncia del Fiscal General del Estado consolida el daño político. Que pueda quedar sin corrección jurídica perpetúa la impunidad del prejuzgamiento. Por eso, independientemente de que los mecanismos procesales se activen o no, la función de este análisis es fijar en el registro histórico y jurídico la naturaleza de lo ocurrido. Porque cuando las instituciones fallan, queda la palabra. Y cuando la palabra nombra con precisión, se convierte en el único dique posible frente a la normalización de lo inaceptable.
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