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La emergencia climática exige el consenso de todos

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La ciencia lleva años advirtiéndolo y hoy los datos ya no dejan espacio para la duda: España se está calentando, y lo hace a un ritmo preocupante. Desde 1961 hasta 2024, la temperatura media del país ha aumentado 1,69 °C. No es un dato aislado. Once de los años más calurosos de toda la serie histórica se concentran en lo que llevamos de siglo. 

El cambio climático ha dejado de ser una abstracción para convertirse en una experiencia cotidiana. El verano se ha alargado 55 días, el calor extremo se ha normalizado y los episodios de riesgo se repiten con una frecuencia cada vez mayor. Todos conservamos aún muy presente el recuerdo de la devastadora DANA de Valencia, un ejemplo claro de cómo el calentamiento global ya impacta directamente en nuestras vidas. 

En el Mediterráneo, además, el calentamiento avanza un 20% más rápido que la media global, tal y como señalan organismos de referencia como el IPCC. Si no se corrige el actual escenario de altas emisiones, las previsiones apuntan a un aumento de la temperatura de entre 3,7 °C y 5,6 °C a finales de siglo, acompañado de una subida del nivel del mar que podría situarse entre 63 y 102 centímetros. En otras palabras: el problema no es futuro, es presente, y se agrava rápidamente. 

Este proceso no implica solo más calor, sino una alteración profunda del clima que ya está redefiniendo nuestro territorio. Las proyecciones indican que, de aquí a 2050, las precipitaciones medias podrían reducirse entre un 14% y un 20%, aumentando la frecuencia y duración de las sequías. Al mismo tiempo, se acentúa una paradoja cada vez más evidente: mientras llueve menos en términos generales, los episodios de lluvias extremas son más frecuentes e intensos. Cada vez es más habitual que precipitaciones superiores a 60 milímetros en un solo día descarguen con violencia, concentrando el agua en pocas horas y multiplicando los daños. El resultado es un país más vulnerable, con mayor riesgo para las personas, las infraestructuras y la economía. 

Las consecuencias de esta nueva realidad climática ya están siendo devastadoras. En apenas cinco años, los episodios de lluvias torrenciales y DANAs han aumentado un 15%, y la superficie afectada por incendios forestales se ha disparado un 80%. Solo en 2025, el fuego arrasó más de 383.000 hectáreas y alcanzó a 440 municipios. 

Y es doloroso, pero necesario, recordar el balance humano de estos fenómenos. La DANA de octubre de 2024 dejó 238 víctimas mortales y registros históricos como los más de 770 litros por metro cuadrado caídos en 24 horas en Turís, en la provincia de Valencia. No son cifras frías: son vidas truncadas y comunidades enteras golpeadas. 

El impacto humano y económico de los eventos climáticos extremos es grave y persistente. Más de 20.000 personas han perdido la vida a causa de estos fenómenos y, entre 1980 y 2024, España se ha convertido en el país de la Unión Europea con mayor mortalidad asociada a ellos, con 113.627 víctimas. 

Las pérdidas económicas acumuladas en ese mismo periodo alcanzan los 119.000 millones de euros. El sector agrario pierde cada año cerca del 6% del valor de su producción y solo en 2025 los daños se estimaron en 12.000 millones de euros. A todo ello se suman riesgos crecientes de inundaciones costeras, erosión del litoral, daños en infraestructuras críticas y amenazas directas a sectores estratégicos como el turismo. Y aquí, en Canarias, eso deberíamos tenerlo muy presente.  

Todos estos datos forman parte del texto con el que el Gobierno de España ha presentado recientemente la necesidad de un Pacto de Estado frente a la emergencia climática. Se trata de una llamada al consenso en un momento especialmente complejo para alcanzarlo, pero en el que este asunto debería quedar fuera de toda duda y confrontación política. 

El cambio climático no entiende de ideologías ni de ciclos electorales. Los riesgos asociados forman un sistema interconectado que exige respuestas coordinadas, políticas públicas coherentes y una visión de largo plazo. Precisamente por eso, la emergencia climática debería convertirse en el terreno común de un Pacto de Estado amplio, estable y duradero, para protegernos mejor el presente y garantizar un futuro habitable para las próximas generaciones. 

Desde mi posición y mi experiencia, no puedo sino mostrar mi apoyo más decidido a la necesidad de este gran acuerdo. Son muchos los años que llevo defendiendo la urgencia de actuar frente al cambio climático. En 2017 publiqué una monografía titulada ‘Frenar el cambio climático. Una aportación y 101 propuestas’, fruto del trabajo realizado por la Comisión Mixta Congreso-Senado integrada por 60 parlamentarios de las Cortes Generales españolas. El trabajo realizado y los estudios científicos aportados compusieron este libro al que hago referencia. Y muchas de aquellas propuestas coinciden hoy con los acuerdos necesarios que deberían integrarse en este Pacto de Estado. 

La nueva propuesta se estructura en 15 ejes de actuación. Estos abarcan desde la aplicación del conocimiento científico y el refuerzo de la resiliencia hídrica frente a inundaciones y sequías, hasta la aceleración de la transición ecológica, la promoción de una cultura cívica de prevención y la lucha contra la desinformación climática. 

Y si España es el país de Europa que mayor impacto recibe del cambio climático, África es, sin duda, el continente del planeta que afronta el escenario más adverso. A pesar de ser responsable de no más del 4% de las emisiones mundiales de CO₂, es el continente que se está calentando más rápido que el promedio global. La Organización Meteorológica Mundial ha señalado que la década 2014–2024 ha sido la más cálida registrada en África en toda su historia. 

El cambio climático afecta a cada aspecto del desarrollo socioeconómico del continente africano, agravando el hambre, la inseguridad y los desplazamientos forzados. África ya sufre eventos meteorológicos extremos, estrés hídrico y reducciones en la producción de alimentos, factores que alimentan la migración y la inestabilidad regional. 

En el Cuerno de África, por ejemplo, más de un millón de personas fueron desplazadas en solo seis meses debido a la combinación de sequía y conflictos agravados por el clima. En países como Senegal, hemos conocido recientemente cómo la disminución de las lluvias y el aumento de las temperaturas han secado las tierras de pastoreo, intensificando tensiones históricas entre agricultores y pastores nómadas en su búsqueda de alimento para sus rebaños. 

Ante estos datos irrefutables, resulta comprensible la incredulidad con la que muchos africanos observan la falta de avances reales hacia la justicia climática. Es decir, hacia un sistema que naturalice el hecho de que quienes más sufren las consecuencias sean compensados por quienes más contaminan. El cierre de la COP30 en Belém, Brasil, fue decepcionante para los intereses africanos, especialmente en materia de financiación climática. 

La cumbre concluyó con un acuerdo frágil, sin una hoja de ruta vinculante ni plazos claros para la eliminación progresiva de los combustibles fósiles, limitándose a referencias genéricas al consenso alcanzado en la COP28. Esta falta de ambición es global y nos interpela: recuerden también que, recientemente, la Unión Europea no ha sido capaz de fijar 2035 como el año límite para la fabricación de vehículos con motores de combustión, lo que implica que aún podremos seguir comprando coches que quemen gasolina. 

A pesar de los desafíos y las decepciones en el ámbito internacional, no quiero cerrar este artículo desde el pesimismo. África cuenta con un potencial extraordinario para liderar un futuro energético más sostenible. 

El continente posee el 60% de los mejores recursos solares del mundo, aunque apenas representa el 1% de la capacidad solar instalada a nivel global. Se prevé que la energía solar se convierta en la fuente más competitiva en África para 2030. Además, África dispone de un enorme potencial para la producción de hidrógeno verde gracias a sus abundantes recursos renovables, con proyectos ya en marcha en países como Egipto, Mauritania y Sudáfrica. 

El apoyo a la transición energética africana es una prioridad estratégica, y España, con su experiencia en energía solar, eólica e hidroeléctrica, puede desempeñar un papel clave en la promoción de una transición inclusiva y sostenible.  

Con este mensaje de esperanza quiero cerrar estas líneas, desearles unas Felices Fiestas y una feliz entrada de año. Volveremos a mediados de enero, con energía renovada y posiblemente algún kilo de más, para seguir hablándoles de África y de cuestiones como la de hoy que, creo, deberían ocuparnos a todos un poco más. 

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