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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Cuatro de once (domingo)

Cuatro de once (domingo).

Román Delgado

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Señoras y señores, esto va para largo. Ahora entienden por qué yo me refería a (la primera) cuarentena con ese recurso estilístico de poner paréntesis. Lo sabía pero no quería darlo por hecho por si llegaba a meter la gamba. Cuando los puse, solo era una posibilidad. Pero ya se los quito para siempre pues este primer confinamiento de quince días ahora queda bautizado como el primero de los dos asegurados (los partidos de este país van a apoyar la prórroga en el Congreso). Llegaremos a disfrutar por decreto de un mes de vacaciones, gracias al estado de alarma, algo que, visto lo visto, no solo nadie cuestiona sino que es necesario, crucial, de vida o muerte.

Hoy ha sido un domingo cagón, muy diferente. Que si me he dado un vuelta… Sí, y no ha sido sencillo: un policía local casi me sanciona y me mandó a guardar la distancia de seguridad y un militar joven y educado también me dio el alto y luego me dijo “siga, siga” tras enseñarle uno de esos papeles mágicos de los que quitan multas.

Ha sido un día de cague total pero ya me he vuelto arriba. Salí con un sol y una brisa desconcertantes, sin nadie por estas vías calladas del centro, y cuando regresé al undécimo el astro rey ya se había perdido, como si simulara jugar al escondite, para dar paso a la punta de lanza de esa borrasca que amenaza con traer en sus sacos con nubes agua, mucha agua. Así lo aseguran los que predicen el tiempo y más de un periodista aficionado a mirar todo el rato el comportamiento de la atmósfera.

Fue ver los cristales metamorfoseados por el agua llovida y acordarme a la vez de qué sería del maquinista de la pica-pica si el barranco de Santos empezara a correr como hace tiempo que no lo hace. Pensé en el trabajo ya hecho por ese hombre y en todo el esfuerzo desplegado, que, si se diera el caso, ya no serviría de nada. Una gran putada que solo podría confirmar tras su recorrido de mañana temprana por la autopista del norte, ya libre de ristras de vehículos, de tráfico de tortuga y quizá repleta de agentes de las fuerzas del orden. Tengo el corazón dividido: por un lado, quiero que el tiempo lluvioso no lo deje en cuadros y, por otro, deseo que el lecho de la cuenca vuelva a convertirse en un basurero de arena y cantos rodados de infinitos tamaños. No quiero adelantar acontecimientos, pero este otro diluvio, el de la lluvia intensa y prolongada, no nos vendría nada mal, nada mal. Ojalá llueva esta forma de riqueza.

Ahora mismo las nubes circulan de oeste a este, como siempre ocurre con las borrascas del Atlántico que terminan tocándonos los sentimientos. Ese es el barrido que esta también hará, pero quizá la intensidad, el fogonazo de su lluvia, deba esperar a este lunes al mediodía. Eso dicen algunos meteorólogos y avezados comunicadores.

Mañana veremos quién gana aquel pulso: si el maquinista que a mí me parece que viene todos los días desde La Victoria o yo mismo, que estoy en uno de los pocos undécimos de Duggi y lo saludo durante jornadas laborales diseñadas en exclusiva para él. Lo hago desde el ventanal sur de esta vivienda que fuera de protección oficial, junto a la calle que da nombre al barrio.

Hemos alcanzado las siete de la tarde y toca aplaudir. Por eso paro de escribir. Me sumo al agradecimiento tan merecido y tan unánime. ¡Esperen un momento, por favor! (…). Hace frío y la ventana de la parte oeste no permite estar tan expuesto con las palmas al aire. Cancelo, me voy al lado sur y la cosa mejora. Ahí aguanto más. La ciudad despierta y se hace notar: vive un momento de nada. En cambio, la gente del estadio Heliodoro Rodríguez López esta vez no puso música y se agradece lo que ustedes no se imaginan. Esto empieza a ser siempre lo mismo y no me quiero desesperar. Escucho coches que tocan la bocina a modo de celebración, aunque no hay nada que celebrar sino que lamentar. Ese ruido me transporta al pasado, a una de las victorias del derbi en la cancha de San Sebastián.

Me quedan varias horas bien contadas para cerrar los ojos e intentar descansar y no sé cómo me voy a entretener hasta que ese momento me atrape. A veces cuesta más de la cuenta. No podrá ser estando alongado a las ventanas del ala sur de este undécimo, que abajo no hay nada ni nadie, y mucho menos agua, que lo que ha caído de este cielo gris es de risa, de carcajada pura: no da ni para levantar las papas de media estación que han quedado tuertas tras el último temporal de viento. ¡Fuerte desgracia, dios mío! A ver si mañana esta borrasca no nos toma más el pelo. Y lo sentiré por mi amigo de La Victoria, o de donde proceda.

Seguro que tendrá suerte… Se la merece, como todos nosotros, que debemos permanecer intramuros hasta el 13 de abril si todo va como debe ir y no sabemos si será así o de otra manera o si esto cambia y la cosa se pone más o menos fea y todos nos desquiciamos algo más y ya no vamos a saber a dónde iremos a llegar porque es normal que terminemos un poco descolocados con todo esto. Qué le vamos a hacer. No nos habíamos visto en otra igual. Ayer, por ejemplo, me asustaron los lamentos de Italia, que con todas sus muertes con sello asesino del Covid-19 ya convierten este momento en el segundo más crítico después de las sangrientas consecuencias de la II Guerra Mundial.

Así está el patio, amigos. Hablando de patios, no dejo de acordarme de la fijación que tenían conmigo los dos que descansaban ayer, sábado, en la miniplaza y lo único que hacían era tirar el metro para poder elevar el muro en que tropezara el famosísimo Covid-19. ¿Qué pensaban esa gente?

No sé por qué pero los domingos son para mí los días más difíciles e impertinentes de esta cuarentena: falla el principal deporte nacional, el baloncesto, las actividades de nuestros chicos y chicas, las salidas a veces al guachinche, aquella cita para entonarse y resolver el mundo con los de siempre, la terraza de los vietnamitas, la escandalera continua de los dominicanos justo al lado y la cita del mediodía con David y la gente que él ha sembrado en unos metros a la redonda.

El tono hoy es distinto, que uno siempre no está igual. Mi abuelo siempre decía que los perros, sus podencos de caza, “son como uno, que no siempre está igual”. Y era verdad, una verdad incuestionable. Hoy no estoy para gracietas, pero sí confío en que mañana, tras este cuarto día de once del primer cautiverio, la cosa cambie para bien, no 360 grados, que diría el mago, sino 90, 120 o quizá 180. Este último ángulo sería muy bienvenido, tanto más si vuelvo a contar con mis referencias más obsesivas: la máquina pica-pica, con su victoriero o de donde sea el hombre, la piscina que recuerda un mejor vivir y los encuevados que ya hace mucho tiempo que no se pasean por el lecho del castigado barranco.

Tampoco estaría mal un pequeño paseo por exigencia de los estómagos del undécimo, o un abrir y cerrar la puerta que da a la calle aunque solo sea para decir hola, aquí estoy, soy yo. Necesito ver gente y todo el mundo está escondido y en silencio. También hoy los de al lado. Se nota que es domingo, un domingo vestido de domingo de los que más odio. Quiero que llegue nuestro peculiar día cinco, lunes. Disculpen las molestias, pero ya lo decía mi abuelo: “Uno no siempre está igual”.

Salud y sigan descontando días como quien no quiere la cosa. Esta es ahora nuestra principal rutina. Por cierto, ya llueve con fuerza y no son las ocho de la noche. ¡Pobre maquinista de la pica-pica y su mañana!

Todo apunta a que el lunes será distinto dentro de esta normalidad tan apabullante. 

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