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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La mayor de todas las blasfemias

Moby-Dick es una novela del escritor Herman Melville publicada en 1851 que narra la travesía del barco ballenero Pequod.

Marcos Pereda

¿Alguna vez les ha tocado hacer alguna tarea de bricolaje? Algo sencillo, no se piensen, tipo poner una alcayata o montar una balda de Ikea (de ahí para arriba supongo que entra en el terreno de la ingeniería, al menos desde mi punto de vista). Si han tenido que pasar por ese trance, que seguro que sí, habrán sentido, en un momento de imprevisión absoluta, cómo el martillo golpea con puntería infalible en el centro de uno de sus dedos. Y, por pura consecuencia de la evolución antropológica, habrán gritado cual verracos en capía, antes de abandonarse a una retahíla de blasfemias propias del más demoniaco anticlerical. Seguro que saben a lo que me refiero.

Pues bien, sepan que sus expresiones parecerán las de un inocente monaguillo comparadas con lo que se puede leer en Moby Dick.

Al menos eso es lo que pensaba John Houston, que violó inmisericordemente a Ahab poniéndole carita de Lincoln resacoso y con pinta de querer volverse a ejercer la abogacía en el profundo sur. La opinión del autor, de ese Melville atormentado y con un puntito de (discreta) excentricidad, jamás la sabremos. Solamente lo que dejó escrito sobre su obra, que fue poco, y que la tachaba de novela arrancada a las garras del infierno. Supongo que es suficientemente esclarecedor, por otra parte. Y, a su muerte, miles de teorías sobre lo que realmente quiso decir, que se movían desde la sátira política hasta la parábola moral, pasando por, esta es mi preferida, la admonición ecologista, como si pudiera hacerse tal cosa en ese momento y ese lugar (y no me hablen de Thoureau, hoy no toca).

Qué importa. Chorradas. Houston tenía, en eso, razón. Moby Dick es una blasfemia, una enorme, trabajada, profunda y absoluta blasfemia. Una que se proviene del profundo creyente que era Melville (o que era el Melville que escribe, en aquellos días, la novela) y que, por lo tanto, nace de lo más profundo, de lo más íntimo. Porque abjurar de algo que se considera inexistente es sencillo, pero enterrar el alma en vida cuando se cree en la existencia de la eternidad es tarea mucho más ardua. Ni más ni menos que la que se emprende en Moby Dick desde la primera frase, esa que atenta contra el octavo mandamiento. Os mentiré en mi nombre, os lo cargaré de reminiscencias bíblicas. A partir de aquí creed lo que os venga en gana, pero ya sabéis que soy un embustero. Y dejadme seguir contando la historia, joder.

Porque desde ese comienzo embaucador se van a ir sucediendo las imágenes de pesadilla, los sortilegios del Destino, siempre alrededor de ese tenebroso Capitán Ahab que es, que puede ser, toda la Humanidad, con su carga de fatalismo, de pesimismo casi existencialista, de irracionalidad malsana. Con su capacidad para conmover, atraer lealtades, hacer que sus hombres le sigan hasta el mismísimo infierno, que es el único sitio al que podría acabar llegando alguien como él.

Y Ahabdeviene icónico a través de las páginas de la obra. Empieza a soltar símbolos y metáforas aquí y allá, empieza a dibujar la tragedia y, sí, la condenación de todos los que le rodean y no saben que están siendo hipnotizados por el gran taumaturgo de los mares. Pone precio al alma de su tripulación cuando clava una moneda de oro en el mástil, tirando de sus espíritus con el objeto más terrenalmente prosaico que pudiera encontrarse en aquel microcosmos que era un ballenero de Nantucket. Apaga de un soplido el fuego de San Telmo, consigue reimantar una brújula que se había vuelto loca… Sus capacidades tornan, a ojos de quienes lo observan, sobrenaturales, nebulosas, inaprehensibles. Incluso el cerebral Starbuck termina por ceder a su arrollador carisma. El mismo que habría de conducirles a todos, bien lo sabían, hasta la más meticulosa de las destrucciones. Ismael al margen, pero ya sabemos que Ismael es un mentiroso.

Hace unos años la editorial cántabra Valnera publicó una maravillosa edición de 'Moby Dick', con traducción de Juan Gómez Casas (y hablamos de una de las novelas más complicadas de traducir) e ilustraciones de José Ramón Sánchez. Es, claro, una buena forma de empezar a penetrar en este laberinto, a veces inextricable, de referencias bíblicas, de tradiciones marineras, de reflexiones sobre la naturaleza del alma humana…Es una buena forma, digo, de entrar en una de las obras mayores de la literatura universal. Una que desanima frecuentemente en su lectura, pero que resulta tan provocadora, tan surrealista en su ritmo y cadencia, que termina por subyugar a quien se pierde en sus páginas de mares y avernos.

No se crean que, una vez leída, gritarán enojados un “por allí resopla” cuando se golpeen el dedo con el martillo. Pero al menos serán conscientes de lo pobre, de lo sumamente simple, que ha sido su forma de blasfemar.

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