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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

No sea

María San Emeterio

A veces me despierto sobresaltada, con un susto de muerte encima del pecho porque creo que llego tarde. Que llego tarde no ya al trabajo, que a ver, eso no le va bien a nadie. Que llego tarde en general. A la vida, que la llevo a cuestas. Mido un metro y cincuenta y ocho centímetros. Hay días en los que me obligo a estirarme, porque noto cómo me voy encogiendo. Venga María, echa los hombros para atrás, que dentro de poco te llevan por delante en la calle. No sea. Miro mi reflejo en los escaparates. Para qué fijarme en lo que hay dentro de esas cajas gigantes de chocolatinas si siempre va a haber otra cosa acuciante que pagar que no tenga forma ni de abrigo ni de zapatos ni de bolso ni de barra de labios de Chanel. Me fijo en la señora que me observa a través del reflejo. Qué ojeras tiene, pobre. A la señora que soy yo le da lo mismo lo que opine de su cara la chica que vive dentro de su cerebro, porque lo único que quiere, lo que desea a toda costa, es dormir. O beberse una botella de vino. Una de esas dos opciones siempre le parece la adecuada.

Por norma general, vivo cansada. Pertenezco al lado afortunado de la vida desde que nací. Al menos así es como he percibido mi existencia desde entonces. Tengo de todo, menos tiempo. Me despierto, sobresaltada o no, cada día. Porque me obligan, obviamente. En el caso contrario me quedaría en la cama de buena gana hasta las doce, ojeando la Vogue y dando sorbitos a un zumo de naranja recién exprimido (con un chorrito de nada de champán) con la ayuda de una pajita ecológica, que las de plástico hace tiempo que pasaron a ser Satán. Antes de levantarme ya he revisado las agencias de noticias. No sea. Si no llevo el tiempo pegado al culo, me meto en las ediciones online de las cabeceras y fisgo si me han publicado alguna cosa. Antes de darme cuenta estoy despertando a Tomás, que ha heredado todo mi paquete genético y sueña con quedarse en mi cama jugando a la Nintendo en vez de darle a las aproximaciones. Normal. Es que para qué, si a mí eso me suena a canción de Pereza. Es en ese preciso momento cuando mi día deja de pertenecerme. Entonces me zambullo de cabeza y sin agua en un sinsentido de carreras por el pasillo y galletas para la media mañana envueltas en papel de aluminio y por el amor de Dios que hoy toca gimnasia haz el favor y quítate esos pantalones y corre Tomás lávate los dientes que llegamos tarde. A veces pienso que qué pena de infancia la de este niño que tanto se queja del tráfico, de los semáforos en rojo y del carril bus. Con 8 años de edad. Luego se me pasa, porque es dejarle (o tirarle del coche) en el colegio, suspirar con aflicción durante 0,123 segundos por lo pésima madre que soy y salir cagando virutas al trabajo. No sea.

Me gusta mi trabajo. Las horas en las que estoy delante del ordenador descanso bastante. Luego ya salgo y me vuelven a pasar varios camiones por encima. Coge coche, aparca coche, coge niño, grita al niño, alimenta al niño, revisa los correos (no sea). Paco ha cogido 1.380 naranjas y Pepe 256. Al margen de que Pepe sea bastante más inútil y vago que Paco, resulta interesante que a estos dos les dé por juntar las naranjas y luego las metan en 5 contenedores diferentes. En plan contadas al dedillo, que tiene que haber el mismo número de naranjas en cada uno de los contenedores. A ver, seamos serios: qué clase de tarado haría semejante vaina. ¿Cuántos kilos hay en cada contenedor, rubia? No le veo ninguna necesidad a esto, me digo por lo bajinis. Con lo bonito que es el estudio de las prosopopeyas.

Bajo a Lupa. Allí me conocen casi tantos trabajadores como camareros en los bares de alrededor. Compro las necedades necesarias para alimentar a mi familia y arrastro los pies por Hernán Cortés pensando en cuándo fue la última vez que llegué a casa de madrugada, incapaz de atinar con la llave en la cerradura. Vete a saber. Preparo cenas, baños, convenzo a otras personas que viven en mi casa de que hay que lavarse los dientes. Todos los días. Varias veces al día. Es agotador. También hago uso de las herramientas de la persuasión que estudié en la Facultad (los bramidos, alaridos, rugidos, chillidos y quejidos) para que esas personas, que todo hay que decirlo, son bastante dejadas y no tienen en consideración sus necesidades fisiológicas, entiendan que sí, las diez de la noche ya es una buena hora para irse a dormir. Y dejar de tocarme las narices.

Como os decía, por norma general estoy cansada. Me veo incapaz de llegar a todo, pero lo hago, día tras día, con el trazo preciso de un aparejador. Abuso de la valeriana y hace meses que no abro un libro. Pero he terminado un Máster y estoy a punto de terminar otro, si es que saco tiempo de algún lado para escribir el trabajo final. Hay días en los que pienso en cosas extrañas, como en volverme un poco loca y que me ingresen una semana en un psiquiátrico, pero luego se me pasa y recojo la cocina, escribo la agenda del día siguiente mientras paso el puré en la Thermomix y whatsappeo a mi jefe para comentarle que éste o aquel periodista me ha pedido esto o aquello. Hace tres horas. Y hay otros días en los que me acuerdo de que tengo pareja y hasta hablo un rato con él. Es muy guapo y creo que no tiene en cuenta mi autismo habitacional. Claro que al paso que va la burra, no sea.

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