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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Tiempo de emboscarse

Dehesas en el valle de Campoo.
3 de enero de 2021 11:55 h

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No vamos a dar recetas ni soluciones listas para aplicar. Tan solo procuramos ser bosques. Como una fuerza que crece, raíz a raíz, tallo a tallo, hoja a hoja. Hasta las copas exuberantes, entre el cielo y la tierra. Volvernos ingobernables

Jean-Baptiste Vidalou

Es tiempo de invierno, de solsticio, de año viejo. Cuando se acerca el 31 de diciembre ¿quién no ha hecho alguna vez un balance de todo lo que ha vivido durante el año? en estos días quizás somos más conscientes de que el tiempo pasa aunque, en realidad, los que nos pasemos seamos nosotros. Este año de pandemia ha subrayado todas las injusticias, ha aumentado las distancias económicas y polarizado la vida aún más de lo que estaba. Afortunadamente, también han surgido redes de apoyo mutuo y proyectos que defienden la cooperación entre personas en lugar de la competencia.

Quizás sea el momento de “emboscarse” como manera de estar en el mundo ¿hay algún lugar mejor que la espesura hoy en día? Un lugar donde escapar a la saturación de información y desinformación, al mundo hiperconectado, hiperactivo, hiperconsumista (más aún en estas fechas). Huir de tantas luces y de tanto resplandor. Cambiar el foco de atención y la mirada. Entiendo ese imaginario-bosque como constelación de relieves, como ecosistema de resistencias desde un punto de vista individual, colectivo, social, cultural y político. Una idea de bosque que parte de su propia complejidad, de los ecosistemas culturales y naturales que en él habitan, de espacios de hibridación y de convivencia de diferentes animales humanos y no humanos, plantas, árboles, tiempos, contextos, acciones, luchas, conflictos. Pienso ese complejo bosque imaginario como anhelo de muchas vidas dignas, de vidas que quieren ser vividas de forma emancipada donde la libertad sea libertaria, una libertad de ser y no de tener, donde cualquier arraigo sea en realidad un brote (o un rebrote) y no una bandera más. Un bosque donde poder despojarse de prejuicios, de identidades rígidas, del control y de la presencia autoritaria. Un bosque que represente la ausencia de fronteras porque los árboles no entienden de mapas ni de trapos de colorines, pero sí hablan lenguajes universales.

Ese olor a rancio que nos llega últimamente de la violencia simbólica de los fascismos de baja intensidad se podría comparar, siguiendo la metáfora del bosque, con la tala masiva de todo aquello que no responde a un orden social determinado (el suyo, el que ellos dictan). El fascismo va de erradicación, no de convivencia, y mucho menos de cultura, de sensibilidad, de empatía o de vida. Podríamos decir que aquí estamos 26 millones de árboles (o de “hijos de puta”, como prefiráis) siendo bosque. ¿Por qué no entienden que nuestras vidas, las de cualquiera de nosotros, habitan ese mismo bosque? llámalo planeta, barrio, clase, sociedad, comunidad o pueblo. Ser conscientes de nuestra interdependencia como seres humanos, como seres sociales, como seres políticos, como cuerpos, quizás sea un buen comienzo para combatir los fascismos y defender la vida de todas. Y esta es una resistencia diaria, una emboscada cotidiana que no deje pasar estas señales, que ponga nombre y apellidos a los responsables y que frene esta escalada de violencia simbólica y estructural que se está normalizando.

Es tiempo de invierno. El sol entra por las ventanas en esta época del año con sigilo, ligeramente ladeado y con poca fuerza aún, pero ilumina el interior de las casas de una manera muy especial. Soy una privilegiada porque vivo en un valle donde se notan los cambios de estación. Ahora es época de acebos y de coger muérdago, de heladas blancas y negras, de nieve, del olor a leña de las chimeneas invadiendo las calles. Al otro lado de la ventana algunos pajarillos se arremolinan entre las ramas desnudas de los árboles. Las yeguas de monte hace tiempo que echaron el pelaje que las protegerá del frío durante estos meses. Cambios sutiles que se van sucediendo a medida que avanza la estación, la vida misma que se impone con ciclos que nos preceden y que nos sobrevivirán.

Si de vez en cuando levantamos la vista de la pantalla de nuestros dispositivos móviles y miramos a nuestro alrededor, nos daremos cuenta de que los días comenzarán a alargarse paulatinamente a partir de ahora hasta que llegue el solsticio de verano y con él la noche más corta del año. Siempre me ha gustado pensar en tiempos de, no solo en días, meses o años. De esta forma creo que se entienden mejor los procesos y sus relaciones entre ellos, no como algo fijo o lineal, sino complejo y dinámico.

Es tiempo de mascaradas de invierno, aunque a principios de 2021 no haya Vijanera en Silió, la conexión con los elementos de la naturaleza y la potencia de este ritual pagano cobra fuerza en estos días. Nos vienen a la memoria los campanos de los zarramacos, el Oso, el Zorrocloco, la Pepa, los trapajones o los danzarines blancos. También los trajes de los “naturales” hechos con musgo, hojas, cortezas de abedul o “garabojos”. Y, por supuesto, las coplas satíricas que repasan con ese humor ingobernable lo acontecido durante el año. Pequeñas (y grandes) transgresiones del orden social establecido que se rompe simbólicamente para ponerlo todo al revés, para recordarnos la relación de los pueblos con su monte-bosque, con los animales de su entorno y con el resto de vecinos y poblaciones limítrofes.

En invierno tengo esa sensación de regreso al tiempo cíclico de los campesinos, profundamente relacionado con los ritmos de la naturaleza. Este año nos hemos acordado mucho de los productores de alimentos locales ya que hemos sido conscientes más que nunca de la importancia de su trabajo. Recuerdo especialmente en estos días una conversación con un amigo agricultor, que me contó en una ocasión que se veía como un hombre viejo encerrado en el cuerpo de uno joven, porque el mundo en el que se había criado ya no existía. Él sigue trabajando con las manos, al igual que lo hicieron sus padres, en su huerta ecológica. Es un artesano de la tierra: siembra, cuida, recoge y vuelta a empezar al año siguiente. Conoce bien ese tiempo cíclico: siempre mirando al cielo, siempre adaptándose, siempre viviendo para la tierra o los animales. No hay diferencia entre su trabajo y su vida porque son la misma cosa. Es el tiempo de la tierra misma y de los animales. Un tiempo que no nos pertenece del todo y, sin embargo, nos da más libertad que otras formas de trabajo y de vida.

Tengo una sensación parecida, a veces de cierta extrañeza, como si yo también perteneciera a un mundo que ya no existe. Me he criado rodeada de gente mayor, especialmente con mi abuela María, una mujer de pueblo (ahora diríamos rural), pequeña, tímida, con los dedos retorcidos como las raíces de un espino. Con ella aprendí a compartir habitación, mesa, tareas domésticas y tiempo. También a desarrollar la paciencia, a caminar despacito a su lado, a tratar con personas mayores y a hacer preguntas sobre artritis, hernias y difuntos. Mi abuela conocía remedios caseros para muchas enfermedades y dolencias, era la memoria viva de una etnomedicina popular que se ha perdido en nuestros pueblos. Infusiones, cremas, ungüentos, hierbas medicinales… no existía la brecha que hay hoy en día entre las personas y el conocimiento de los entornos que habitan y de sus recursos. No solo el despoblamiento de las zonas rurales, sino la desaparición de estas personas y, con ellas, la pérdida de sus conocimientos campesinos, dificultan ese diálogo de saberes tan necesario para frenar algunos de los problemas que nos afectan hoy en día, entre ellos, la crisis climática.

Finaliza el año y nadie tiene tiempo de nada, reenviamos mensajes de WhatsApp con felicitaciones, pero no nos escuchamos. Nos preguntamos cómo estamos o cómo nos va la vida pero no nos dedicamos un tiempo. Yo tengo la costumbre desde hace años de enviar una tarjeta de fin de año en papel, es una forma (probablemente muy ilusa), de reivindicar un tiempo no mediatizado por las pantallas. Es también una invitación a compartir un tiempo diferente al de la inmediatez digital. Y, por último, un intento de habitar otros tiempos compartidos, donde el sol de invierno no sea un filtro de Instagram, sino la luz que nos acompañe durante un paseo por el monte.

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