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Se cumplen cuarenta años de un crimen que marcó sin lugar a dudas la Historia de España, y que lejos de aterrorizar a una izquierda española que se preparaba para la construcción democrática de un país que vivía todavía a la sombra de la dictadura, afirmó a la inmensa mayoría de los españoles en su deseo de romper el esquema de dos España antagónicas dispuestas a tomar las armas una vez más y prolongar así la peor herencia de cuarenta años de dictadura franquista: el odio fratricida.
La sangre derramada de los abogados de Atocha cayó sobre las conciencias como un grito de libertad, democracia y paz. En una España asustada, sobrecogida por el reto inmenso de aprender a convivir, donde todavía ser comunista era un delito perseguible y perseguido, el cruel asesinato a sangre fría de unos abogados laboralistas que defendían los derechos de los trabajadores, en el ambiente de una huelga del transporte, puso a la derecha española de entonces ante el espejo, y la inmensa mayoría bajó los brazos y abrió el corazón hacia los españoles del otro lado de la historia, para fundirse en un abrazo de democracia y paz que, a la postre, significó la derrota del odio, la caducidad del terror, y la apertura de voces, almas y ventanas a la libertad y la paz.
No resultó fácil, ni acabó tras el funeral multitudinario, la siembra de cadáveres ni la llamada al odio y la batalla desde las trincheras del rencor. Pero sobre las tumbas de aquellos abogados laboralistas, sobre la tumba de nuestro paisano Ángel Rodríguez Leal, la izquierda española, socialistas y comunistas unidos, se juramentó para aceptar con coraje el reto de construir la paz sobre la base de una Constitución que reflejara los deseos del pueblo y garantizara la participación y el respeto a la voluntad de los ciudadanos.
Aquel acto de valentía política, en aquel frío mes de enero de hace cuarenta años, asumido sobre un mar de rosas y claveles rojos, significó el principio del fin de la caverna. Atocha es desde entonces símbolo de batalla por la paz y la libertad, por la Constitución y por la reconciliación, y siempre hay que tenerlo presente, porque los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Quienes vivieron aquellos días en plena madurez saben lo difícil que fue la Transición. Quienes niegan su legitimidad, quienes la desvirtúan trazando una caricatura de la misma olvidan e insultan a muchos españoles valientes que fueron capaces del mayor de todos los esfuerzos: convivir en democracia con quien apenas unos meses antes era, sencillamente, su enemigo atávico y mortal.
Hace cuarenta años, los españoles nos horrorizamos ante un crimen que tenía todos los componentes del terror, toda la crueldad de la cobardía cuando se cree impune, y apostamos por una España autonómica, democrática, constitucionalista que ha triunfado sobre la Historia y sobre el destino violento que muchos auguraban.
Recordar Atocha es guardar memoria de lo que significó dar la vida por unos ideales de justicia, de igualdad, de libertad… y recordar a quienes fueron las víctimas supone reclamar el honor de su memoria para sentirnos ciudadanos libres de pleno derecho y por derecho.
La democracia no fue un regalo. Fue el resultado de mucho coraje, de mucha voluntad, y de un tremendo esfuerzo para librarnos de la carga del odio, del peso del rencor. Recordar esta matanza y a sus víctimas, recordar a Julio Rodríguez Leal y a sus compañeros, no puede herir sensibilidades, sino alentar a las nuevas generaciones en el camino de la paz, del respeto, del amor a España y a los españoles, sobre todo a quienes nos legaron el regalo de la libertad, en el periodo de paz más largo y fecundo de nuestra historia.