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Neauphle a finales de septiembre, primero hay que pasar por París, siempre hay que pasar por París. Pregunté por ella en Neauphle, pronuncié mal su nombre y Neauphle... demasiadas vocales, me dije. Cómetelas me volví a decir. Ella ya no estaba allí, me refiero a que ya no vive, a que su cuerpo ha dejado este mundo.
En Yvelines pregunté por ella todo un día. Ya no está en ese lugar. Entonces su presencia, sí, su presencia ha quedado en todo. Desde Yvelines a Neauphle, por el camino de la estación podría cruzarme con ella. Una presencia no se ve, como no se ve el sol en la niebla de la mañana.
A principios de octubre la bruma del río asciende por las suaves laderas del embalse hasta cubrir Berrocalejo. Los pájaros se han ido a menudear a los campos cercanos; entre ellos grandes grajas y cuervos. Una presencia, el desahogo que causa la presencia. No hables, digamos que hay que recorrer la presencia en silencio. El callar se hace necesario para abrir bien los ojos a lo que se escucha. Te conviertes en la escucha.
Ella podría estar hablando desde varios lugares a la vez. ¿Pero qué voz tendría ahora, para que su presencia en ese momento se expresara ya de otra manera más salvaje? La anciana en la presencia nos habla con voz de niña. Desde Yvelines a Neauphle se la oye en las raíces de los grandes plátanos de sombra.
Siempre me negué a oír su voz en una grabación. Entonces recuerdo siempre la misma frase. De todas sus frases la preferida: “Escribir es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba”. La escritura nunca me ha abandonado.
Más tarde, en Neauphle, descansando en la habitación del pequeño hotel: mi habitación no es una cama, ni en París ni en Trouville. Es una ventana. Sentí o acaso ¿pensé? que todos debiéramos tener una ventana que diera al mundo.
Esta historia me lleva a otra historia. Ahora él mide los pasos y los kilómetros, las pulsaciones, cuantifica todo aquello que le es dado. Si fuera el-que-escribe para ir más lejos, en vez de acercarse, en un ir cada vez más lejos para allegarse, lo mediría todo en líneas cada vez más largas.
O habla de sembrar el silencio, de más silencio. Cada cosecha cada año pesa menos. A mayor realidad menos espacio.
Hola Merodio, Merus, el puro, corres bajo el cielo hacia el lugar de Sando, y como no arrastras los pies no levantas polvo. Eres aquel que merodea y vaga, y en ocasiones corres o caminas deprisa. Aquí tan lejos todo parece japonés. El cielo está lleno de rencor. A mayor realidad aquello, pero el resto estaba vacío.
En aquel entonces él sentía la necesidad de vivir en un apartamento vacío. Eso nos lleva a otra historia. La historia de la maestra, una presencia tan fuerte de la maestra como en Neauphle. Aquella maestra me enseñó a leer y a escribir. No recuerdo que fue lo primero, leer o escribir. La memoria es más fértil que nuestros recuerdos.
La maestra, aunque siempre eran joven, tenía la imprecisa edad de las diosas. Ella me puso el lápiz en la mano, después me la agarró ayudándome a trazar las primeras letras. Había niños, muchos niños cuando yo fui niño. En septiembre volvían las maestras. La escuela ahora está vacía. Ella ha vuelto hoy a esta escuela vacía.
“La escritura va muy lejos”, escribió.
Aquí, en Berrocalejo, los medios de presencia son todas estas grandes piedras redondeadas. Presencia de lo inhabitado. En las últimas caminatas a pie por el rio Uso a finales del verano, en lo inciertamente inhabitado, tuve la extraña sensación de que ningún hombre hubiera pisado esos lugares, y sin embargo en cada piedra sentí los medios de presencia de una vida, de muchas vidas. Son caminatas de memoria.
Ahora comienzan a salir por los dedos todos los viajes, de pronto, un grifo se ha quedado abierto en casa y no hay nadie para cerrarlo. Ahora caen sobre la cabeza como de un saco todos los viajes. Fueron un solo viaje, se mezclaron fechas y lugares. El recuerdo se ha desatado, te dejaste un grifo abierto, y estás lejos para volver a casa y cerrarlo. Estabas en la otra punta de la ciudad, tardarías más de una hora en volver, tampoco tienes a nadie que pueda cerrar el grifo por ti.
No sé por dónde empezar. Habrá que echarse otra vez al camino, otro viaje a pie, dejar la ciudad atrás a pesar del grifo que se quedó sin cerrar; al Este, a tu espalda se va quedando la ciudad. Un camino sucio que atraviesa un polígono de naves industriales está bien para salir fuera. Se acumula basura a los bordes, hay pocos árboles. Muchas naves de almacenamiento y ferralla, un poco más allá una empresa de fuegos artificiales. Ahora ya a campo abierto. Debes entonces olvidar el grifo abierto, no sufrir por toda esa agua que se pierde.
Una palabra: Taiga. ¿Qué te dice? Una sola palabra puede estar un día entero en ti. Una palabra como Taiga no puedes echarla más allá, olvidarla por algún tiempo. Llegan para redimirnos extrañas palabras. Así quería él llamar a su hija o a su perra. Taiga. Esto nos ocurre con algunas palabras, no podemos echarlas de nosotros. Van y vienen.
Él, mi amigo chino, dice que la desmaterialización del mundo es dolorosa para el amante de la materia. Ligero como cualquier pájaro limícola. No debes hundirte en los limos, vuelan bajo por falta de peso, se dan al menudeo de la realidad.
La tormenta se turba, y tú sientes una gran alegría. Aquí, resguardado en la caseta de herramientas. Una alegría por y para el mundo. El río al fondo. La escuela vacía a la salida del pueblo en la carretera de Valdeverdeja.
La maestra cuenta una historia en la escuela vacía: siempre el último muerto de una guerra es el más inocente, un joven, un minuto antes de que acabe la guerra, un instante apenas antes del repicar de campanas. En ese muerto inocente, un joven aviador de veinte años, se reflejan todos los muertos de esa guerra. Incluso desaparecen las iniciales de su nombre, un nombre extrañamente bello ¿París?
De pronto miles de nombres se amontonan. Alguien tiempo después coloca un retrato del joven aviador apoyado en la estela de la tumba. Una lápida sin nombre, pues deben caber todos los nombres en el aire. Sepultado en una tierra extraña. Joven desconocido de veinte años ¿Y el lugar de dónde venía? El último muerto de una guerra. Un meteoro monoplaza, y se lanzaban al cielo en esos aparatos para jugar.
No crees en los ciclos, Kiklos, incluso ya no cierras la O cuando la escribes, tu caligrafía se ha llenado de esa O sin cerrar. No sé a quién se lo dije, la maestra había salido a recoger piedras en los bordes de la escuela ¿Y era para siempre como tres días seguidos de lluvia? A la hora de dirigirse a alguien, ella ya no diferenciaba entre el tú y el él. Buscaba pronombres híbridos, difíciles de encarnarse. Había una necesidad de esencializar el lenguaje. Esto le llevo en primer lugar a prohibirse el yo. Se guardó para siempre el ellos, por considerarlo el pronombre de los muertos. Recordaba todos los muertos que podía, todos los que cupieran en la memoria, un vasto espacio.
Esta es la ventana, mi ventana, una ventana que da al río. Imagínate a donde da tu ventana. Escribe tú a dónde da. Una ventana para el genocanto, abierta siempre, hasta en invierno. Y ahora el mundo, pero no tenía ya mucho que decir sobre ello. Una herida que cauteriza mucho más despacio por amor.
Por amor todo está intensamente vivificado, sobre todo el odio, el odio persistente, 'La haine' que ella había echado de su lengua materna. Este aire de costado al caminar quiere empujarte hacia allí, podría apagarlo todo de golpe o reavivarlo, incluso las dos cosas a la vez. Te seguía la maestra, otra vez en busca de los medios de presencia. Te enseñaba a escribir otra vez desde el principio.
Esos tres días seguidos de lluvia tranquila que todos deseamos. Sí, por dios, que llueva tres días seguidos noche y día. Ahora está escrito, no profundices más. El que hizo el pozo lo escribe todo, vive en la ansiedad de documentar sus pasos, el día y el mes, el nivel de dolor y de alegría, el posible nombre del pozo, piedras entresacadas, el peso de la tierra extraída, la fuerza que ha gastado y como un buen final para el documento, la hora y profundidad a la que pinchó en la tierra y comenzó a manar el agua.
Comprobaciones: ella escribía menos extenso que él, cartas, documentos, poemas, y sin embargo le cabía más. Sus vísceras eran más pequeñas y se expresan de manera natural. A él le venía todo de la mano y de los ojos. Apenas le cabía el mundo, necesita de un vasto espacio para expresarse. Se comunicaban a través de sus propios silencios. Incluso así, un silencio era mayor que el otro. Podía ser que él escuchara el silencio de ella a través del suyo propio. Ella, de noche, ya en la cama, a punto de dormirse, le dijo: “no hace falta escarbar más, solo pinchar en la tierra y manará. ¿Y cómo lo sabes? dijo él. ”No lo sé“, contestó ella.
Estos versos nunca se me han ido del todo, óyelos: “Aquí, es decir, aquí donde la flor del cerezo quiere ser más negra que allí”. Estos versos siempre vuelven cuando los necesito. Te los doy para que te acompañen por la tierra del Pan. Puedes dárselos a otro después. Quizás los necesitemos más allá.
Cuando no tenía nada que hacer hacía cosas con las manos. Un cono de papel que llenaba de arena, un pequeño canal entre dos charcos, y también rompía “cosas”. Ramas y piedras, por ejemplo. Ahora rompía palabras, rotas decían más. También era necesario un libro de palabras rotas.
¿Cuántas fotografías hay de ti? No lo sé, demasiadas acaso. Destruí muchas para salvarme. Ahora esquivo cualquier aparición. Soy solo una voz que se embosca, la voz que no se teme a sí misma, la voz de uno mismo que quiere llegar a otro, bien emboscada no teme arrancarle al aire esto: “Habla también tú sé el último en hablar, di tu decir”.
Pureza.¿Existe? ¿Cómo la llamaban allí? Me gustaba mucho júnketsu, decirla en la ventana mientras llovía. Una palabra que parecía llegar del mar.
Me rumiaba los conceptos. La historia que cuentas es salvaje, en esa historia uno se convierte en un animal salvaje a pleno día, temeroso se esconde. Es el miedo lo que asalvaja su vieja prudencia. No pasa por ahí por miedo, se enconde en ese lugar por miedo, ama por miedo, habla bajo por miedo. Es una historia salvaje, pero no es violenta. Lo salvaje es lo menos violento que existe. Lo salvaje es lo contrario a lo inhumano.
Se echa a caminar despacio, quiere ir por detrás de los otros recogiendo historias. Shitstorm, Shitstorm, y contra la vociferante “merde” el poema, un poema, helo aquí. ¿No te sientes en medio del Shitstorm? Ya tampoco queda fe en el nombre, mira esta lista, solo miedo y amor, dijo, di, miedo y amor ¿Cómo sería un amor cada vez más profundo, perforante, y por encima azul? Dice que se refleja en el techo igual que el agua de la piscina cubierta. Un amor que no precisara crecer en lenguaje. Silencioso, cada vez más silencioso. No sería, si sería, igual que buscamos en la basura aquello que alguien no quiso, o de lo que se olvidó pronto, y ese, ese él, o acaso este tú que se aproxima desde ti, le dio el verdadero fin. Un amor que calla para ser.
Imágenes que destruyen imágenes, y dentro de ellas tú como en una telaraña atrapado. Selfie.
Atrapado ya en cientos, miles de imágenes, pasaba por ahí, pasaba, cazado como un animal salvaje, de espaldas ¿en cuántas? casi siempre con la cabeza agachada, para no ver, para no verme. Esas imágenes no soportaban nuestra desnudez. Ahí, el cazador de locos, el cazador de miradas.
El ojo vago de los artistas hoy, de manos atrofiadas. En las frases enigmáticas nada hay, como en las partes más densas y oscuras del bosque apenas algo que se esconde.
No sabemos todavía la distancia apropiada, para cada amor hay una. ¿Allí donde lleguen las manos del uno en el otro? Allí donde se encuentre el límite de la voz del uno en el otro. ¿Me oyes? Todavía te oigo. Allí donde dejes de oírme parate y recuerda mi voz, es lo más difícil de recordar, la voz. Ahí comienza la presencia. Comienza con un gran silencio. Ama ese gran silencio, aprende a oírlo.
Ya no se cuida con las manos, ya no se escribe a mano. Él ama con las manos. Le he visto acariciar esas grandes piedras mientras va por el camino del río. Acaricia la presencia.
Y vas, por no decir “voy” cada vez más despacio, no hay prisa. La “prisa” prisionero, apresurado, prisión. Hay mucho tiempo y silencio para jugar, decía la maestra. Él va, por no decir “yo”. Ya no quiere decir muchas veces “yo”. No hay nadie para decirle ¿Por qué vas por allí? Nadie que le diga, mejor por ahí. Y va, hace unos días de Galisteo a Coria siguiendo las orillas del Alagón camino de Neauphle.
Toscana. ¿Qué es para ti? Una luz que lo traspasa todo. ¿Un lugar? Sí, también un lugar, bajo esa luz, en esa luz, dentro de esa luz.
A veces hay un día toscano, en otro lugar lejano, pero de donde me encuentro muy cerca. Para cuando regrese el frío. Parece que han ayudado al paisaje a mostrarse. Ha habido mucho trabajo detrás. Un camino hacia una colina, a los bordes de ese camino de tierra los cipreses. Junto a los campos de pistacho las calabazas parecen los huevos del sol.
E íbamos hacia el nacedero del Uso, donde la sierra se aprieta y exprime el cielo. De allí vienen las aguas. Estamos cerca.
In memoriam Pablo Guerrero