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Recuerda, desocupado lector, que quedé, en mi anterior crónica, dándote cuenta de mi búsqueda del sentido de la vida (o de un sentido para mi vida) en el cine de autor. Sin embargo, de manera paralela, y con mucha mayor pujanza comercial y popular, avanzaba el cine de consumo, que creaba la ilusión de un mundo chispeante de ensalmo y forzada elegancia, bálsamo lenitivo que hacía que se aceptara, resignadamente, una realidad opresiva que había naturalizado la desigualdad. Vi este cine – y lo sigo viendo- con la luz de la mirada de Michel Foucault.
La presentación del mito cinematográfico como una oposición binaria de la aparente resolución de un conflicto social, como pretendía el estructuralismo de Levi-Strauss fue revisado por la perspectiva postestructuralista de Foucault, de quien aprendí que este tipo de cine es una construcción discursiva al servicio de la creación de una genealogía del poder, que equivale a decir que el cine de masas (el que va desde Cecil B. de Mille hasta Steven Spielberg, pasando por Elia Kazan, uno de los grandes traidores durante el macartismo) no es más que un modo de entontecer, de propiciar la sumisión, la obediencia servil a las clases poderosas por medio de ensoñaciones estériles y, llegado el caso, por medio de la paranoia colectiva.
Pero la delación 'foucaultinana' de un determinado cine al servicio del poder había tenido un antecedente, igualmente crítico, en el pensamiento marxista. El enfoque psicológico de Lev Vigotsky y Boris Eikhenbaum permitió acuñar el término 'dialogismo interno' para nombrar un flujo de la conciencia, originado en la niñez, y adormecido por el cine de consumo como un procedimiento de alienación. De este modo, el dialogismo interno funcionaría como una lucha de opósitos en que los dos cines, el de autor y el de consumo, se enfrentan para que el sujeto despierte de su alienación o permanezca en su letargo, dependiendo de su percepción del signo cinematográfico, que es susceptible de mostrarse en esa doble naturaleza social a la que Mijail Bajtin llamó 'multiacentualidad'. Esta lectura metacinematográfica le cabe, entre sus mútiples hermeneusis, por ejemplo, a 'Alrexander Nevsky' de Serguéi Einsenstein.
También de signo marxista fue la visión aportada por Louis Althusser, que retomó el concepto de ideología burguesa empleado por Lenin y por Gramsci para señalar su presencia en el que hemos llamado cine de consumo. Según el propio Althusser, la ideología es un “sistema de representación (imágenes, mitos, ideas o conceptos según sea el caso) que existen y desempeñan un papel histórico dentro de una sociedad dada”. El papel histórico del cine de consumo, su funcionalidad social, era consolidar la alienación.
Completé el enfoque estructuralista de acercamiento al cine con los conatos de Umberto Eco y del mismísimo Pier Paolo Pasolini de crear una verdadera gramática del lenguaje cinematográfico. De hecho, Pasolini conformaba su teoría del cine al tiempo que desarrollaba su propia obra de creación, donde los referentes de sus signos fílmicos eran la interpretación que el gran cineasta italiano había hecho de grandes textos de la literatura universal; el cine, para Pasolini era un lenguaje y una literatura, una gramática y una estilística ('Las mil y una noches', 'El Decamerón', 'El Evangelio según San Mateo', 'Medea', 'Edipo Rey', 'Los Cuentos de Canterbury', 'Apuntes para una Orestíada africana'… y los 'Cuentos de Pasolini').
Tuve la oportunidad de constatar que estas tentativas de trasladar el sistema 'saussureano' a la teoría del cine se completaron, muy específicamente, por parte de Christian Metz, autor de un título significativo: 'La gran sintagmática del cine narrativo'. De la misma manera, supe que, desde la gramática generativa transformacional, ideada por Noam Chomsky, también hubo intentos de aproximación teórica y crítica al discurso fílmico: 'A Program for Film Theory', de John Carroll; y 'Langue, Film, Discours: Prolégoménes á une Sémiologie Générative du Film' de Michel Colin son textos enmarcados en esta corriente.
El estructuralismo, sin embargo, caminaba, también en el ámbito de la conceptualización cinematográfica, hacia la contemplación del film como relato. Había nacido la 'narratología¡ -en término debido a Tzvetan Todorov-, si bien el enfoque estructural conciliaba sintaxis y semiología en su modelo de análisis, como pude leer en S/Z de Roland Barthes, y en 'Introducción al análisis estructural del relato', del mismo autor.
No obstante, en el universo del pensamiento, y, en consecuencia, también en la manera de ver el cine, en el último tercio del siglo XX, eclosionaba un nuevo paradigma filosófico, paralelo a lo que parecía el inicio de una nueva era: la Posmodernidad. La pérdida de confianza en el estatuto científico de los grandes discursos del siglo XIX (el hegelianismo y el marxismo, particularmente) denunciada por Jean François Lyotard, la ausencia del referente en un mundo en que el signo distorsiona primero y sustituye después a la propia realidad de acuerdo con el concepto de simulacro de Jean Braudillard o la imposibilidad de interpretar rectamente ninguna obra artística desde la consideración de que toda estructura carece de centro de referencia y convierte, por tanto, toda interpretación en “malinterpretación” según Jacques Derrida, eran posicionamientos intelectuales que parecían no dejar más espacios al signo cinematográfico que el reservado a los conceptos de 'huella' e 'intertextualidad', que indican que el signo deja un vestigio (huella) que remite a otro signo, en una cadena infinita en que un texto ilumina otro texto (intertextualidad) y así sucesivamente.
¿Qué había ocurrido? ¿Acaso tanto el cine como el mundo se debatían en un vórtice infinito? ¿No había salida? ¿No había sentido? Asentado sobre este mundo de referencias (es decir, sin referencias), el cine había llegado hasta David Lynch, que parecía haber encontrado sus ecos denotativos y su sistema de correspondencias al vincular su discurso fílmico con la cosmología de lo inconsciente y de lo onírico ('Corazón salvaje', 'Terciopelo azul', 'Twin Peaks', 'Mulholland Drive'), construyendo un relato propio que parecía apelar a la destrucción creativa y a la innovación conforme al proceso explicado por Werner Sombart y Joseph Schumpeter.
Pese a ello, me restaba aún conquistar un intento, el emprendido por Jacques Lacan en su fusión de antropología y lenguaje, de reorientar uno de los grandes discursos preteridos por la Posmodernidad, el del psicoanálisis freudiano, como cauce de acceso al cine. No es extraño que Lacan abriera una puerta a una nueva vía de penetración en el discurso fílmico, dado que, para este pensador, el sujeto se gesta por medio de un proceso en que el inconsciente se identifica, de manera biunívoca, con la esfera simbólica del individuo. Defendía Lacan que el niño, aún antes de construir su propia conciencia del yo frente a la realidad (el no-yo), es un núcleo instintivo a través del que actúan, de manera simultánea, los deseos y los signos, lo que nos convierte, a la vez, en seres comunicativos y deseantes. De este modo, el ser humano buscará, en la memoria, y expresará, con su propio código simbólico, el anhelo de plenitud vivido en los primeros pasajes de la vida. Con este haz de refracciones neofreudianas, contemplé buena parte de las películas de Federico Fellini ('Los inútiles', 'Ocho y medio', 'Amarcord', 'E la nave va', entre otras).
Me pareció innegable la hondura del paradigma lacaniano. Sin embargo, no sé si por la angostura de su propia oscuridad, por el papel sustancial que, en su pensamiento, desempeña el anhelo de retorno a una siempre remota edad infantil o por el motivo del desencanto común a todo el pensamiento posmoderno, di en pensar que, tal vez, había llegado el final del cine de manera simultánea a que otros predicaran el “fin de la historia”. Sin embargo, para entonces, con menos de un siglo de vida, el cine había adquirido naturaleza de perpetuidad; su alcance, como el de todos los universales humanos, era intemporal y universal. Sin embargo, sí había una historia que había concluido, la mía, la de mi infancia, de cuyo plácido sueño desperté en un cierto momento que también fijó el inicio de mi deseo de retorno a esa patria única, la infancia misma, reconocida por Rilke. Pero esa es otra película…