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Una de las cosas más divertidas que podemos oír en España desde hace ya bastante tiempo es el empleo abusivo por parte de los diferentes nacionalismos españoles del término o cosa llamado estado español. Así he asistido perplejo a jeringonzas lingüísticas más cercanas a ‘La Metamorfosis’ de Kafka (con Gregorio Samsa transformándose de cucaracha en gaviota y de esta a árbitro de fútbol de tercera regional en algún campo de hierba artificial a las afueras de Sevilla, ciudad bastante grande del Estado español), que a las expresiones lógicas a las que nos debería tener acostumbrado el lenguaje político.
Algunas de estas expresiones corrompidas por la manipulación mítica nacionalista serían: el estado español es el segundo territorio mas montañoso de Europa, la mayoría de los ríos del estado español desembocan en el Atlántico de Portugal, y los otros ríos, los de la vertiente mediterránea desembocan en el Mediterráneo del Estado español. El estado español, Grecia, Italia y Portugal son los países con mayor porcentaje de paro juvenil de la comunidad europea. Los molinos de viento del estado español no se parecen a los molinos de viento holandeses. El estado español es el que mayor producción de vino cosecha en la Unión europea. Muchos jóvenes del estado español se buscan las habichuelas fuera del estado español. La selección de futbol del estado español gana a Albania, y así hasta que la carcajada se convierte en mueca.
Pensaba en una de estas noches tórridas de verano en las que no se puede pensar, en cómo llamaríamos a esto, a esta cosa en la que habitamos y soñamos, si de repente desapareciera esta otra cosa llamada estado español después de un cataclismo absurdo como lo son todos los cataclismos cuando la naturaleza se le ha ido de la mano a los dioses. La tragedia sería mayúscula, ya no ‘kafkiana’ y sí entraría la cosa en la órbita de Shakespeare y en la naturaleza ontológica de lo ‘macbethiano’. Estaríamos muchos años sin poder llamarnos de manera alguna.
Las montañas y los ríos, las ciudades y los pueblos no pertenecerían a lugar alguno, estarían flotando en los aires sin poder vincularse a una palabra o nombre mayor que pudiera englobarlos o reconocerlos. Ninguna persona que viviera en estos lugares podría decir en voz muy alta esa palabra.
Habríamos quedado huérfanos en una ecuación lingüística tipo “to be or no to be” Toda la proto-geografía grecolatina referida a la Península Ibérica no sería mas que papel mojado, una nebulosa que se perdió en la nebulosa del entendimiento. Estaríamos finalmente en las manos del mito, desentrañándolo para encontrar la palabra exacta. En fin, en un limbo de lenguaje.
Los partidos políticos tendrían que reajustar sus nombres mientras tanto. A modo de ejemplo, Partido Socialista del estado español casi obrero, Partido Comunista del estado español menos los territorios del Alem del mito, blablablá.
Caí en paracaídas sobre un bosque del estado español, me dirigía a una función de teatro que llevaba representándose la friolera de siete semanas, y los actores seguían frescos, en una maratón de gestos, diálogos y monólogos que nunca acababan. Entré en la sala y escuché sentado en la escalera a uno de los actores promulgando un discurso: “Soy el idealista frágil, el sabio, el decente, y las personas como yo nos retiramos a pensar a cabañas de madera al otro lado de los ríos. Esos hombres de allí, que hacen de la verdad objeto y finalidad, que crucen el río”.
De pronto otro actor le interpela y grita desde una esquina del proscenio: “Igual que la mayoría de los curas no cree en Dios, la mayoría de nuestros políticos cuando tocan el poder no lo ejercen. El poder es un demiurgo que come todo lo que hay junto a su boca, y a ti ya te ha comido la cabeza…” De pronto un espontaneo se levantó de la butaca y gritó: “Soy de izquierdas, soy más de izquierdas que todos vosotros, pero estoy solo”. El escenógrafo había hecho un montaje minimalista. Un atril de color rojo y en una esquina una mesa negra con dieciocho banderas, y un perchero con siete trajes colgados. La obra en cartel se llamaba ‘La izquierda’ o la levedad del ser.
El actor principal era mayor, en la obra era el que ejercía de sabio, era el único que iba descalzo, durante el tercer acto lo habían maniatado y tapado la boca con esparadrapo. Lo llamaban el viejo, y le decían. “Viejo, tú ya no sirves”.
Como la cosa no acababa nunca me salí, y mientras daba un largo paseo otoñal siguiendo la orilla del río, mi cabeza comenzó a pensar como una lavadora vieja, pero esta vez solo me hacía preguntas que no tenían una respuesta clara y que me llevaban a otras preguntas aún mas difíciles de aclarar. Entre estas preguntas, y se las pongo a ustedes a modo deberes de colegio, había algunas como estas. ¿Por qué la izquierda española es nacionalista, y una pieza subalterna de los nacionalismos irredentos y medievales? ¿Por qué le cuesta tanto a la izquierda española dejar las tesis nacionalistas a un lado y construir de manera seria y moderna una ideología y un marco mayor donde lo que se articule sea la idea mayor de una ciudadanía ni no la de pueblo medieval?
Y ahora, cambiando de tema, y para entrar de nuevo en la tragedia. Lo ‘unamuniano’ vuelve a reestrenarse, pero ahora como sinuosidad de nuestro sentimiento trágico e ibérico (aunque en Portugal siempre un poco menos, son menos febriles que nosotros y más cautos). Sinuosidad de la conciencia y repliegue por capas tectónicas de señor tribal, y lo tribal en todos los aspectos y situaciones de la existencia española.
No se asusten, pero diré que estamos en Guerra Civil, otra más, nos gustan mucho las guerras civiles. Desde que se inventó el carlismo nos hemos abonado a ellas como a una piscina de ayuntamiento en el inmisericorde verano, y de nuevo esta guerra civil la vamos a perder, la izquierda española siempre pierde todas las guerras civiles para ganarlas un poco después, diez o quince años más tarde y la historia ya ha pasado y la fiebre del absurdo bajó unas décimas.
Toda la izquierda española es ahora una gran ‘gauche divine’, mareas que suben y bajan, y argonautas en la niebla de una calma chicha de las ideologías. Muy poco pensante y muy visceral, y ‘unamuniana’ no por lo pusilánime y sí por creerse la llamada de un destino cuasi religioso. La izquierda española, o mejor dicho del estado español, ya tiene cita para el psicoanalista, su neurosis es de dimensiones gigantescas. El Quijote era de izquierdas, de eso no hay duda, pero Cervantes, un descreído. ¿No habrá nadie por ahí, aunque ese nadie se llame Josep Borrell que pueda unificarla desde Bort Bou a Lepe, y sea de verdad una izquierda práctica, y que por fin en este país se pueda ejercer una izquierda sana, pero de verdad izquierda, y saque de todas las instituciones a las que nos debemos los ciudadanos a toda esa pléyade de neofranquistas y no tan neos? ¡La mafia! Alguien que le diga a Pablito Iglesias: “eh muchacho, si vas en serio vente conmigo, que hay que hacer la izquierda otra vez desde abajo y no estamos para tirar nada”.
Tuve ese sueño, un gran sueño. Josep Borrell y junto a él, a los mejores de este país, al Gran Beiras, y a los muchachos jóvenes, Pablito, Garzón, Íñigo y tantos otros que están ahí. Pero esta vez debían ir todos juntos, y por fin decir: ¡Viva Gramsci!