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La libertad

Para curiel

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La idea que tenía entonces de libertad se ensanchaba demasiado, las calles últimas de la ciudad daban a un campo abierto, casas de una sola planta en largas calles de tierra apelmazada de nombres extraños, calle de la Paralela, callejón de la Sierra, calle Fleming, de los Colchones y Olivares. Antes de llegar a las huertas y a los extensos campos y dehesas de encinas, una vía de ferrocarril con un paso a nivel con barrera. Años más tarde aquel niño supo que la ensoñación se alimenta de anhelo, pero aún ahora, en este momento el niño vuela dentro de un arnés engarzado a un hilo elástico que solo podría verse a contraluz, en el aire el niño gira.

La libertad es todo eso que se ensueña y amplifica el mundo. Sobrevivir a una noche perdido en las dehesas, marcharse lejos a conocer el mundo alimentándose con lo que encuentra: comer un bicho, una bellota, una seta, una flor. Esa libertad se enfrenta como nunca a la muerte, el niño odia la muerte, lo muerto, él no se reconoce en el charco, el rostro que se refleja desde ahora no es él, fabrica armas con palos y piedras, alambres y cuerdas para luchar contra la muerte, el niño es obcecado y siempre está luchando contra la muerte, es compulsivo, libre, absolutamente libre. Todas las tardes después de comer deja atrás la ciudad por aquellas largas calles de nombres extraños, calle de la Fábrica de Tomate, calle de la Cañada Azul, calles finales de casas bajas donde llega el polvo del verano.

Él va dejando atrás la ciudad hasta que su madre lo llama, su madre lo ata con un fino cordel y va tirando de él al llegar la noche. La noche para él es un denso líquido negro donde navega en una balsa construida con palos y tablas viejas, calma chicha, los fondos de la noche están llenos de muertos que chillan, el niño cierra los ojos, no le gustan los muertos, no sería capaz de estar al lado de un muerto, es escabroso pasar un rato al lado de un muerto, y las muertas bellas no se pudren, eso lo sabe desde hace días, con una de ellas podría hablar. El niño no conoce todavía el significado absoluto de la palabra libertad, pero incluso así, desde ese mismo momento en el que está, una eternidad en suspenso, cada día aprende entre veinte y treinta palabras nuevas, no llegarán a su boca más gusanos negros, más pájaros para mutar en palabras, luego escupe, las escupe todos los días y no entiende porqué ya no se van de él nunca.

En el mundo que imagina, en el que se encontraría absolutamente solo, en un tiempo prehistórico a su modo, perdido en una dehesa infinita con montañas azules al fondo, cursos de agua y caminos entre árboles, sus propias palabras actúan como alimento. Cuando tuviese hambre comería palabras que le llenarían el alma más que la sombra, habría huido de la escuela, a la larga pizarra del encerado la llamaba noche, el polvo blanco era cósmico, una vía láctea salida de su boca, no existían para él las escalas, su mayor deseo era desmontar o destruir cosas, objetos. Descolgó la pizarra a la que llamaba la noche, la puso de canto aguantándola con su cuerpo y la dejó caer contra el suelo con todo el peso oscuro de la noche, el polvo blanco de la tiza que para él era la Vía Láctea se levantó del suelo hasta volver a posarse de nuevo sobre las cosas. El niño recogió los trozos en un cubo y se los llevó lejos.

Volvió a dejar atrás la ciudad por esas calles que llevaban al campo y a la dehesa, de nombres extraños, cañada de la Sierra, calle del Viento, calle Recta, callejón de la Veleta, cruzaría la vía del ferrocarril, y un poco más allá, en un descampado donde se abandonaban las vertederas de rejas y maquinarias agrícolas oxidadas, volcaría el cubo en la tierra, y al ver el montón de pedazos rotos del encerado pensaría en herramientas, en la utilidad, pero también en las extrañas formas que tenían y en la inutilidad. Arrojaría algunas lo más lejos posible y se asombraría al verlas planear limpiamente en el aire, al fin y al cabo el aire y la luz ofrecen menos resistencia al rozamiento que las aguas, y él, ya sabía nadar, tenía miedo a la corriente que se lleva a los amigos y ya no vuelven, prefería bañarse en polvo que en agua, aún el agua le daba miedo, el aire no, en el aire quería volar. Cada vez querría lanzarlas más lejos, otras piezas se volverían a romper al golpearse contra una piedra, al verlas, imaginaba puntas de lanza y puntas de flecha con las que defenderse de la noche y de la muerte.

La noche le daba miedo, pero no tanto como para dejar de mirar la oscuridad y todo lo que se podía perder en ella, y aunque la oscuridad le llevaba a la muerte, al menos en la oscuridad no veía muertos, ni siquiera el cadáver de una oveja descomponiéndose junto al canal de riego le ahuyentaba tanto como esa muerte oscura de la que aún desconocía la mayoría de sus palabras. Para él no existía la muerte sin muertos. Lograba imaginar a su madre muerta sobre una cama en una habitación con una gran ventana desde la que se oían voces de muchachos y motocicletas, mientras entraba el aire que removía las cortinas azules, sobre esa cama su madre envejecía muy deprisa, vestida con su traje de novia de pronto se parecía a su abuela, y aunque era su madre y él había estado abrazado a ella tantas veces el miedo a estar junto a ella, muerta sobre la cama, entraba tan dentro del niño que lo ahogaba con una densidad insoportable. Para que esta imagen desapareciera de sus ojos él se los lavaba con agua fría, después los cerraba hasta que ya estaba seguro de que no vería nada, al abrirlos de nuevo deseaba que fuera el mar lo que estuviera frente a él, y aunque jamás había estado en el mar y nunca lo había llegado a ver, había oído hablar tanto de aquella extensión infinita de agua, había oído hablar de aquello tanto como de Dios, y él llegó en un momento a asociarlos, el mar era Dios y Dios el mar. La muerte un día de verano solo puede llegar a sentirse junto a alguien muerto, al lado de un cadáver, junto al cadáver de un niño o de un pariente o un amigo; él borraba esas imágenes llenas de luz, llenas de mediodía y fulgor, pero cuanto más se esforzaba en borrarlas más era su duración y más adentro se metían, hasta hacer de su cabeza una cueva oscura y húmeda, sin embargo, con el paso de los días, el tiempo agigantado que dan los pasos cortos por los campos y las dehesas, más le atraían las cuevas y grutas escondidas en la sierrecilla de berrocal más allá de la dehesa.

"La muerte para él tenía el tamaño de un muerto, el mismo tamaño que su madre o su padre, el tamaño de sus amigos o el de sus vecinos, ese era el verdadero tamaño de la muerte"

Nunca había sentido miedo o asco junto al cadáver de un gigante, ese inmenso cuerpo yacente entre arroyos le habría parecido una montaña por la que subir y avanzar, y la nariz un pico cuyo nombre estaría destinado a ponerlo él una vez que hubiera dado vueltas por la inmensa frente, y al contrario, junto a las cosas muertas, de pequeño tamaño, solo sentía curiosidad, una curiosidad,en absoluto, que él veía reflejada en un bicho que se pudría al sol o un pájaro caído en un charco helado. La muerte para él tenía el tamaño de un muerto, el mismo tamaño que su madre o su padre, el tamaño de sus amigos o el de sus vecinos, ese era el verdadero tamaño de la muerte, y ahí era donde él aprendía las escalas absolutas de la existencia. Todavía él no conocía el significado de tal palabra, la palabra que hemos denominado L., y que ahora llamamos liberté, o libertés, no sabía casi nada, liberté frente a libertés, el plural puede llegar a hacérnosla más real, menos pesada, y también porque quizás el significado de la primera no existía más allá de los huecos de caña o tuberías celestes con las que se construyen algunas palabras.

A veces él se acercaba las palabras al oído y las escuchaba, algunas sonaban a viento, otras a un rugir de tripas o a los pasos que da una muchacha por un bosque en otoño, pero esas mismas palabras llenas de conductos aéreos y entramados que crujían al ponérselas en la oreja, de noche tomaban vida, y acostado en la cama –aquel niño azul en francés-, en medio de la oscuridad negra de la habitación sentía cómo alguien se acercaba , muy despacio, al reclamo de esas palabras. Pero de la misma manera que la tierra se ensanchaba bajo sus pies y el cielo se alzaba hasta que ya no podía tocarlo, como si todo fuera grande, muy grande como en elcentro de aquella plaza abrasada por la luz en la Nostalgia del Infinito de Chirico, a cada día que pasaba, en su pequeño corazón se encontraban oponiéndose dos placas tectónicas que empujaban ese mismo cielo azul y limpio de los días de invierno contra la tierra caliente del verano.

Para él, el infinito, otra de las palabras que desconocía, era aquel lugar a las afueras de la ciudad, campos llenos de huertas y acequias de riego, y más allá la dehesa sin fin y las montañas de color azul, y como si todo hubiera quedado encerrado en una bola de cristal que se agita para que nieve, y él dentro de la bola. En un momento dado él la agita y la lanza contra una piedra y se rompe, pero a la vez ocurría lo contrario, por más que él se esforzaba en salir de la bola de cristal intentando romperla desde dentro, la presión dentro de la bola no le dejaba lanzar la piedra contra el vidrio, de ahí que una de sus aficiones fuera romper ventanas de cristal con piedras para ver los muertos que dormían a la hora de la siesta, fue capaz de entender que la piedra con la que golpeaba no pesaba, la ingravidez hacía inútil cualquier palabra o gesto, y desde fuera de nuevo comenzaba el mundo, y la bola de cristal no era más que una bola de nieve, una Schneeball traída por su tío desde Alemania en una Navidad y que él hacía rodar por la casa, pero el niño encendía la luz y no había nadie en la habitación. Las noches oscuras eran negras, densidad pero no opacidad.

Algo brilla siempre profundamente por sí mismo, esas mismas palabras a cielo abierto, y a pesar de ser organismos que resuellan o crepitan dependiendo de las bocas de donde salieran, daban vida, aceleraban el corazón, y le hacían ver las cosas de otro modo, pero de noche, en el centro de la oscuridad tomaban vida por sí mismas, y decían lo que decían: ‹‹mamá está sola y me está llamando››. Arropado hasta el cuello él las pronunciaba sin saber lo que decían, lo hacía en voz alta para salvarse de algo, ayudarse o para paliar el miedo que podía infundirle el hombre de aire que se acercaba entre el negro viscoso. Aquella palabra había pasado por casi todas las bocas de casi todos los hombres que habían habitado el mundo, tantas bocas como lenguas, aún aquel petitgarçonbleu, no la habría pronunciado, todavía desconocía el significado de esa libertad y el hombre de aire que se acercaba la iba susurrando en la densa oscuridad de aquella habitación azul. Liberté, parecía encenderse la boca con cada sílaba, brillar; cuando eso sucedía el niño se escondía bajo la manta, aquel cobijo que se había calentado pese al frío con el calor de su propio cuerpo le daba seguridad, el mundo no tenía que ser inmenso, valía aquel hueco, acurrucado u ovillado alrededor de su miedo, levantaba el brazo izquierdo y sujetaba la manta hasta que parecía una especie de choza en la que al fin se sentía tranquilo, incluso de esa manera había un poquito de luz que salía de sus ojos. Más noches improvisaría aquella choza o tienda de campaña utilizando ya de mástil un palo de escoba que daría amplitud y aún más luz a aquella especie de bolsa de líquido amniótico ya seco.

Los fantasmas se alejaban al ver o sentir a aquella figura que entendían podría tratarse de un gusano moviéndose en ocasiones de manera convulsa y en otras con dulzura, un poco después espantado por la luz de la linterna que el niño había encontrado en un cajón de la mesilla de noche en la habitación de su madre. De alguna manera lo que se protegía o salvaba de aquella oscuridad negra durante la noche, era la oscuridad que él mismo se procuraba, la choza o tienda de campaña. En cuanto sentía los pasos del hombre de aire que le traía las palabras nuevas, él levantaba otra oscuridad mayor, un universo propio.

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