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Mucho se ha hablado de Emmanuel Macron desde que el pasado mayo fuese elegido presidente de la República francesa. Yo misma he hablado, leído e incluso escrito mucho sobre él. Y es que, aunque ideológicamente me sienta en desacuerdo con la mayor parte de sus decisiones como Jefe de Estado, no se puede negar que trayectoria, su precocidad profesional y política, y el alto nivel cultural que demuestra resultan impactantes.
Políticamente, Macron se inició en el Partido Socialista francés, aunque después su programa electoral y sus decisiones económicas hayan virado hacia el liberalismo, más en consonancia con los postulados de su homóloga alemana Angela Merkel.
Sus referentes patrios son, ni más ni menos, que Charles de Gaulle y François Miterrand. No lo digo yo, él mismo se encarga de establecer continuos paralelismos entre las presidencias de aquellos y la suya, o mejor dicho, lo que le gustaría que fuese la suya.
A pesar de ello, a la hora de materializar sus ideas en políticas, el presidente rechaza encasillarse en la derecha del primero, o en la clásica izquierda del segundo. Al contrario, lo que busca Macron es desdibujar los márgenes políticos clásicos para dar forma a lo que él, entre otros, han venido a llamar la nueva política; un espacio novedoso, puro, según la concepción de sus mentores, que rompe la clásica dicotomía izquierda-derecha por la que nos hemos guiado desde hace siglos.
Ejemplos de esto encontramos varios en la actualidad; partidos que afirman que no se identifican con ninguna ideología, y que, además, dicha identificación ya no resulta necesaria, al tratarse de un concepto superado por la realidad de la calle.
La sustitución de la democracia vertical por la horizontal, dicen. Sin embargo, los que todavía nos encuadramos dentro de los conceptos y definiciones “tradicionales”“ de la política, no encontramos grandes dificultades a la hora de delimitar estas nuevas formaciones dentro de los ejes ideológicos clásicos.
Pongamos algunos ejemplos de, creo, fácil clasificación: Marine Le Pen, extrema derecha; En Marcha, derecha; Donald Trump, extrema derecha; El Partido Laborista de Corbyn centro-izquierda; Ciudadanos, derecha; Podemos, izquierda. Es decir, que esa supuesta indefinición ideológica prácticamente se desvanece cuando uno enumera uno a uno los posicionamientos y actitudes de cada partido.
Lo que no puede negarse es que en los últimos años el auge de estos modelos de organización política ha supuesto un cuestionamiento de los modelos clásicos. Nada más lejos de la realidad para Macron, que se ve a sí mismo más como el nuevo Luis XIV que como su defenestrado presidente “normal” François Hollande. Un hombre que apela al pueblo en sus discursos, pero cuyo proyecto se basa en la construcción de un partido, un gobierno y por ende, un país con una estructura enteramente vertical, bajo sus órdenes únicas.
Y es que, no nos engañemos, el francés no representa nada nuevo ni rompedor. Sus políticas son neoliberales y la ausencia de medidas progresistas durante su primer año en el cargo hacen que incluso uno acabe celebrando su entusiasmo al declararse europeísta, como si un presidente europeo razonable pudiera ser otra cosa.
Quizá haya que indagar en factores sociales y económicos más que políticos para explicar este fenómeno. Y es que podríamos decir que Emmanuel Macron es el resultado de su tiempo: un modelo estatal que combina el sistema democrático con el capitalismo salvaje y que, en ocasiones como la suya, genera ciudadanos socialmente más a la izquierda, pero extremadamente liberales en el ámbito económico.
Sin duda alguna, el presidente galo representa un canto al individualismo social y a la liberalización económica, que le han llevado a plantear medidas como la reforma laboral, las reducciones en impuestos a empresas o la eliminación del impuesto a las grandes fortunas, que ni el mismísimo Sarkozy tuvo agallas de abordar durante su mandato.
Cuando habla, por ejemplo, de sus grandes proyectos europeos, no hay que pasar por alto que propone cosas como dotar a la Unión de un superministro de Finanzas que, probablemente acabaría siendo una figura proveniente de Francia o Alemania, haciendo las veces de instrumento de control de la parte rica de la eurozona sobre la parte pobre. No lo digo yo, que conste. El propio Thomas Piketty ha establecido una relación directa entre las políticas económicas de Macron y las de Donald Trump.
Otra de sus felices ideas es la de crear una agencia europea de espionaje, una idea que en plena era de Assange y Snowden suena más a chiste de la guerra fría que a una propuesta formal.
Por no hablar de su inquietante alianza con el presidente de Estados Unidos, amistad que Macron se esfuerza verdaderamente en cultivar como un símbolo de la fortaleza de Francia en las relaciones internacionales, a pesar de que el resto de líderes de izquierda y derecha consideren a Trump un habitante casual y marginal de la Casa Blanca, tratando de esquivar cualquier contacto directo mientras dura su legislatura.
¿Por qué entonces, antes estas evidencias, se sigue insistiendo en que el presidente no es ni de derechas ni de izquierdas? Lo cierto es que, por mucho que el nuevo mandatario quiera vender que la dicotomía izquierda-derecha- o su versión popular de la eterna confrontación sobre la prevalencia entre la igualdad o la libertad en el modelo de convivencia actual- supone un planteamiento ya superado, a día de hoy esa percepción de la realidad política en dos bloques ideológicos continúa siendo un elemento intrínseco al modelo social y político en el que vivimos y configura nuestras decisiones y nuestros pensamientos cotidianos.
Lo que por el contrario no puede negarse es que esta visión política ha establecido un modus operandi completamente nuevo. Así, uno de sus elementos característicos, muy especialmente en el caso del presidente galo, es la instauración del liderazgo del “político estrella”, un fenómeno en el que el proyecto por entero se focaliza en una sola figura: el líder, que representa a todo el partido y a todos los ciudadanos. De esta manera el resto del partido queda automáticamente trasladado a un segundo plano.
Así sucede con el propio Macron, pero también con Trump, Marine Le Pen, Albert Rivera o Pablo Iglesias. Aprovechando el tirón, y en ocasiones la brillantez del líder, el partido aumenta su cuota de popularidad entre la ciudadanía, aun teniendo un equipo en la sombra, desconocido en su mayor parte.
Resulta incuestionable que los líderes fuertes son de enorme utilidad para la sociedad, si bien este modelo de nueva política también alberga numerosas debilidades. La primera y más evidente, la falta de una representación heterogénea de los miembros del partido y, por ende, de las diversas opiniones de la sociedad.
El líder no puede identificarse con todos los puntos de vista, en todo momento y de cualquier forma. Por ello este tipo de partidos o bien dejan de representar a grandes fracciones de sus potenciales votantes o por el contrario caen en constantes incongruencias, al tratar de defender una cosa y su contraria.
Por ello y porque se trata de fenómenos en gran parte coyunturales, los esfuerzos por proclamar el fin de las ideologías, al estilo Fukuyama del siglo XXI son, en mi opinión, intranscendentes en la práctica. Macron, en el fondo, es de derechas, y lo que quiere es ser Charles de Gaulle, por lo que su discurso, con las lógicas adaptaciones al 2018 suena exactamente igual: recuperar la Francia perdida, la Francia soñada y enseñarles a los demás lo que tienen que hacer.
En suma, un presidente y una presidencia 'bigger than life'. Él mismo lo dijo en su discurso de investidura: “Tengo la profunda convicción de que juntos podemos escribir las páginas más bellas de nuestra historia”.
Por tanto, aunque es innegable el auge de Macron y de este nuevo tipo de líderes y sus correspondientes partidos, también lo es que el fenómeno está directamente relacionado con el descontento ciudadano para con los partidos tradicionales y con la crisis económica que hemos sufrido. Y, por tanto, que se trata más de factores coyunturales derivados de la crisis económica que de grandes transformaciones estructurales del modelo social y político.
La verdadera cuestión es en el largo plazo, por tanto, es si estos partidos, que recogen la herencia de los antiguos partidos catch- all, son la consecuencia de que nuestro mundo se tambalease en 2007 o son el producto precisamente de ese nuevo mundo, que ha venido para quedarse. Sólo el tiempo lo dirá, a pesar de las aseveraciones macronianas sobre el fin de la ideología.