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Mi amigo José Antonio es taurino y, claro, tiene una cabeza de toro presidiendo su salón. A quien le visita le cuenta la historia del bicho disecado. Él dice que su casa es un museo, pero no, su casa es su casa y, como es lógico, puede tener la cabeza del toro o las Meninas pintadas con macarrones. Un museo no tiene que mostrar, tiene que enseñar, es decir, trasmitir conocimientos, experiencias e información.
En una ocasión, visitando la Colección Roberto Polo, mal llamado Centro de Arte Moderno y Contemporáneo de Castilla-La Mancha (CORPO), el señor Polo mostraba a un público de docentes sus obras, como quien muestra un trofeo de caza, una cabeza de toro o un salmón de más de veinte kilos. “Este lo compré en Alemania, este lo conseguí en una subasta, aquel otro llegó a mis manos por la intercesión de tal arista, este lo compré directamente a un artista, aquel me lo regalaron…”, narraba el señor Roberto Polo, como buen anfitrión de su colección de arte.
¿El arte es un trofeo? Sí, o al menos sí ha sido. Durante siglos las campañas bélicas se coronaban haciendo el expolio de turno y arramplando con todo lo artístico de la localidad tomada por violencia. Grandes saqueos han pasado a la historia permitiendo, por arte de magia y violencia, a los objetos artísticos emprender viajes que en su gran medida fueron sin retorno. Los frisos griegos volaron a Londres y allí se quedaron y por obligación se tuvieron que adaptar a las nieblas londinenses. Otras obras se compraron con el dinero del que mejor no conocer su origen.
Un museo ahora tiene que tener un carácter informativo y educativo, más allá de la clásica función de conservar el patrimonio artístico
Todo este proceso bélico-histórico tiene su culmen en la apertura, en los siglos XVIII y XIX, bajo las luces de la Ilustración, de los grandes museos nacionales: El Louvre, el Prado, el British… esos museos que exponían sus propias obras y las “adquiridas” a lo largo de la historia. En el contexto colonialista, que los museos mostrasen sus botines de guerra era algo que entraba en la lógica de la época. También, como es sensato, mostraban las creaciones artísticas de sus territorios. Y sobre esa estela se han construido muchos museos nacionales, provinciales y locales, mostrando lo que cada uno consideraba sus trofeos más preciados. Hoy en día, aquel contexto dista mucho de la realidad social actual. Un museo no tiene que ser una demostración de quien tiene más obras o quien acumula más trofeos de “guerra”.
Un museo ahora tiene que tener un carácter informativo y educativo, más allá de la clásica función de conservar el patrimonio artístico. Informar de todos los aspectos que demanden los visitantes. Esto, soy consciente, no es sencillo. Actualmente en el museo Reina Sofía se están revisando las cartelas que informan sobre las obras. Por ejemplo, hasta hace poco, las fotografías de Robert Capa aparecían con la autoría de él, claro, pero en la actualidad sabemos que la autoría era compartida con su pareja, personal y artística, Gerda Taro, que falleció prematuramente; las cartelas se han cambiado.
El público se merece una información veraz. Si hay que revisar las cartelas, se revisan, para ofrecer una información correcta, por empezar por algún sitio. El recorrido es muy largo y esperanzador ya que hay un gran campo que se abre ante nuestros ojos. Tenemos que dar el paso para que lo fundamental sea el aprendizaje que nos puede ofrecer el museo y la experiencia artística que nos llevaremos a casa tras recorrer sus salas. El museo se tiene que adaptar a los tiempos actuales y evitar la mera muestra vanidosa de los trofeos acumulados. El aprendizaje tiene que ser activo y eso requiere que los políticos dediquen los recursos y el dinero necesario a los museos (todos) para que se alejen, poco a poco, del carácter fatuo de la mera exposición de sus fondos. Hay mucho por hacer y, creo, poco interés político entre los que siguen entendiendo la cultura como objeto del pasado o como trofeo.
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