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A comienzos de verano, las sin duda dos poetas más notorias de Toledo, María Antonia Ricas y María Luisa Mora, publicaron sendos textos poéticos: Ricas en un vistoso volumen conformado por la toledana Editorial Celya, y Mora en otro aparecido en las veteranas Ediciones Vitruvio de Madrid, donde anteriormente, en 2013, la creadora de Yepes publicó su poesía completa editada hasta entonces. Libros personalísimos dentro del muy decano y perfeccionado quehacer de estas creadoras en el siempre aventurado oficio de la escritura poética.
En realidad, el trabajo de María Antonia Ricas constituye una parte de la edición, pues ‘Buscando el tono’, su título, está formado, a medias, por las aportaciones del pintor toledano Eduardo Sánchez-Beato: un total de 42 diáfanas reproducciones de cuadros suyos, que se completan con el mismo número de poemas de María Antonia Ricas, encargados de leer las pinturas del artista, declarándose esta misión explícitamente en el primer poema: “Cuando lo negro se transforma / en un nido de luz / -hay una luz ovípara, / emplumada- leo a Beato”. Y confirmándose en el último: “Ya sólo me importa seguir / conversando con sus pinturas, / centrarme como él centra / e imaginar ese otro mundo / muy semejante al suyo.”
En su larga trayectoria, María Antonia Ricas se muestra luminosa y versátil, dotada de una sabia frescura lingüística y de una llamativa capacidad en el siempre delicado empleo del proceder culturalista. Ya se había acercado al mundo artístico en otros libros, tratando sobre el Greco o Hopper. Otras veces se ha comportado como gemóloga u ornitóloga poética; y en una ocasión, con fino arrojo se dedicó a narrar su experiencia erótica a través de Internet en su libro ‘Conectada’, publicado en 2012. Merecidamente, es Hija Predilecta de la ciudad de Toledo desde 2018.
Por otro lado, Eduardo Sánchez-Beato es prestigioso pintor que desarrolla una amplia singladura. Fue uno de los fundadores del conocido grupo Tolmo de Toledo. Extensa es su actividad de exponer su obra individual y colectivamente, dentro y fuera de España. Muy becado y muy premiado, sus cuadros suelen ser de notables dimensiones, impregnados de restallantes y sustanciosas gamas de colores; muchos de ellos exhiben simultáneamente un arte figurativo y un arte abstracto, resultando de esta esmerada técnica una encomiable armonización.
Está claro que la pintura es un arte espacial, pudiéndose observar todos sus elementos a un mismo tiempo. Sin embargo, la poesía, como la música, posee un carácter temporal; sus componentes se descubren uno a uno, agotándose en el tiempo. En el óleo ‘Ángeles caídos’, de Sánchez-Beato, se ve de un golpe, encendido y ocre, el estamparse de la divinizada criatura. Pausadamente, sin embargo, la poeta interpreta el cuadro precisando el plástico significado, transformando en lenguaje temporal la brusca y repentina espacialidad del cuadro: “Quién no ha aplastado alguna vez / sus alas contra el suelo. // O quién no se ha precipitado / a cambio de un instante / gozoso. // Los que aún se mantienen / en el aire serán celestes, / sí, / pero no vivos.”
Y al óleo ‘Bodegón’, la poeta le adjunta una sugerente glosa que así comienza: “Si santa Teresa volviese a la cocina / debería replantearse / eso de ‘entre los pucheros anda el Señor’.” En definitiva, se puede deducir que los textos son una fecunda metamorfosis que, partiendo de la pintura objetiva, ricamente la subjetivizan: “Cierro los ojos y la pintura / se separa de su enigma, me ocupa, entra en mí”. Entonces se desatan los recuerdos, las hipótesis, y el lenguaje poético hace disolver los estrictos contornos del cuadro, convirtiéndolo –sin renunciar, está claro, a su presencia irrebatible- en pura y sinuosa imaginación.
El procedimiento y la concepción del libro de María Luisa Mora son harto diferentes a los empleados por María Antonia. Porque si María Antonia Ricas establece en ‘Buscando el tono’ un gozoso diálogo con los cuadros de Eduardo Sánchez-Beato, María Luisa Mora escribe impulsada por el patrón que parece marcar el confidencial monólogo de un diario; haciendo aflorar, al cabo, una poética que arranca de un testimonio sobrecogedor, muy bello y muy desolador a un tiempo. ‘No lo sabía’ es el título del libro, tan fiel al relato propio del poemario, que describe cómo sin darnos cuenta nos hundimos, trasformando la narración de nuestra existencia en tragedia.
El libro contiene así la notable grandeza de una vida contada a través de un ‘tempo’ perfecto. En el poema “Testimonio”, la poeta nos lega una última y aleccionadora estrofa: “Cuando ella cruce el río con Caronte / habrá dejado por herencia / un verdadero testimonio / para todas las gentes de la Historia.” La tercera persona se alterna con la segunda y la primera, confundidas las tres dúctilmente en la narración. Del modo más inteligente actúan en este asombroso relato poético, casi diríamos como una santísima trinidad: un personaje, un interlocutor y un yo que son el mismo ente.
El poemario contiene trechos de fuerte sabor biográfico, de inconfundible revelado para los que conocemos algunas de sus circunstancias y buena parte del preciso entorno de María Luisa. “Fortuna” cierne la biografía de la escritora al extremo, conduciéndola por un cierto sarcasmo. En el poema se detalla que sus convecinos dicen al verla, “en voz muy baja / que vive bien”. Esa gente que también comenta “que escribe libros, / que vende mucho en librerías céntricas / de ciudades muy grandes.” También todos piensan, aludiendo al doloroso hecho en la vida de la autora, tan conocido, “que si no fuera por la terrible muerte de su hija, / nadie en el mundo sería / tan afortunado como ella.” Esta sinceridad, ¿salda fielmente con la buena literatura, ficción al cabo?
Y ya para concluir, no quiero dejar de resaltar dos grandes virtudes que posee este libro, sumamente aclaratorias de su naturaleza. Todos los poemas atesoran la condición de ser, simplemente, cuestión no tan simple, un habla. Es evidente que el habla conversacional difiere del habla literaria, pero es muy cierto que la materia prima de ambas es la misma. Al escribir, lo que estamos haciendo no es otra cosa sino hablar. Es verdad que la literatura se distingue del habla coloquial utilizando aquélla una técnica combinatoria, artística, mientras que la conversación es, sobre todo, funcional. De forma que el discurso establecido en ‘No lo sabía’ es una confidencia personal que el lector recibe directamente en el oído, sin aparentes retóricas interpuestas.
La estructura del libro está sostenida en un desarrollo argumental que mejora el mero ofrecimiento del mensaje. La hablante confiesa que, consciente de que no hay verdades sino certezas, ha “sabido que toda la verdad era mentira”. La verbalidad del poemario posee no sólo un alto sentimiento lírico, sino que se revela como un auténtico ser humano, con su gran carga de desolación, ese presente de la autora, o su personaje, verdadero protagonista del libro. La acertada sucesión de sus partes nos descubren que la poesía va discurriendo con tintes salvadores, pues, al cabo, la desdichada alma de la mujer será, se dice, “bella y feliz, / pese a la magnitud de su desdicha.”. Así, queriendo el ánimo vencer al desánimo, el relato se convierte en una poética con ribetes filosóficos y hasta teológicos (en una de las partes se acude mucho a Dios), haciendo que el discurso vaya escorándose hacia esa anhelada pretensión dialogante y esperanzada: “Lo que quiere / es olvidarlo todo, / lo mismo que se olvidan / los paraguas más grandes / en los bares más viejos, / cuando ha terminado la tormenta”.
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