Abuso de poder
¿Cómo empezar esta retahíla después de semejante título? En ocasiones el encontrar un título para una obra u obrita, no siempre es cosa de bagatelas. En circunstancias, como la que me ocupa o pretende ocupar, en este tiempo (aún sin definir) y Gracias, Dios me ampare, entiéndaseme bien. Y es que, se puede pensar que cuando el título es previo a la conclusión de la obra, bien podía parecer que se empieza la casa por el tejado, pero no. Nadas más lejos. Mas bien es una síntesis que une la metáfora poética con la cruda realidad. ¿Qué no se entiende bien esto? Veamos en el transcurso de lo que sigue si consigo acercarme, si acaso un poco a esa a mi entender, cruda realidad.
Para empezar diré que llevaba tiempo, por una razón o por otra, queriendo dejar un mínimo de testimonio sobre este asunto, –parece que me pongo serio–, vaya palabrita esta! Bueno, no es para menos. Lo cierto, es que, –a ver cómo digo esto, sin que empiecen a lapidarme–, vengo a hablar de la autoridad. Del mal uso, se sobreentiende, que la convierte en abuso. Y como siempre recurro a W. para contrastar tanto en definiciones como en sinónimos de ciertas palabras para mayor certeza y contraste con lo que quiero transmitir. Me van a permitir que anote aquí, en lo que la mano se va ejercitando, lo que pone W. sobre la palabra abuso.
1. m. Uso o aprovechamiento excesivo o indebido de algo o de alguien, en perjuicio propio o ajeno: abuso de poder; estos precios son un abuso.
2. abuso de autoridad der. Extralimitación de funciones por parte de las autoridades o funcionarios públicos en el desempeño de un determinado cargo u oficio.
3. abuso de confianza Mal uso que alguien hace de la confianza que le ha sido depositada: en un delito el abuso de confianza constituye una circunstancia agravante.
4. abuso deshonesto der. Delito que consiste en forzar a una persona a mantener una relación sexual: le denunció por abusos deshonestos.
Hay que reconocer, que está bien recurrir al diccionario, al igual que el abogado acude a las Leyes o el creyente al Evangelio o al Corán, por nombrar algunos casos. Como en éste, yo acudo a W. y sin duda, no dejan indiferente cualquiera de las cuatro acepciones. Según parece, no ando muy desencaminado con mis asuntillos. Al lío.
Me voy a remontar en esta historia unos años en los que vivía en una calle, digámoslo así, céntrica de la ciudad. Esto venía a ser como una documentación tácita del ir y venir de la ciudad y sobre lo que en ella palpitaba. Raro era el día que al bajar a la calle, de pronto te topabas con algún hecho curioso. Curioso, la verdad sea dicho, por decir algo, quizá no sea lo más acertado, lo cierto es que eran cosas que habitualmente se veían y parecían pertenecer a tiempos pretéritos.
Pongámonos a ello. Como digo, no era raro ver a algún pobre pidiendo en la calle, en una esquina o próximo a algún comercio. Algunos recurrían a un cartel hecho como buenamente podían y sabían, sobre soportes en lo que predominaban el trozo de cartón. No siempre eran legibles del todo y la mayoría de los casos el texto o era muy pequeño o muy extenso, con lo que para leerlo así como de paso, era complicado. Mas bien tenías que pararte y si me apuras acercarte y ponerte las gafas. Claro está que esto te hacía de pronto hacedor de beneficencia y puede incluso que no llevaras alguna moneda que poderle dar al desvalido. En otras muchas, eran mujeres y normalmente estaban sentadas con las piernas recogidas entorno a ellas y un brazo levemente extendido con la palma de la mano hacia arriba. Sobre esta posición del brazo y de la mano, diré a mi parecer, que en la mayoría se veía un cierto estilo artístico. No lo digo por criticar la verosimilitud del acto,
Dios me libre, de pensar tal o cual cosa, como sé que muchos (con ello digo hombres y mujeres) deliberadamente o por habladurías, piensan o dicen por lo bajo esta o aquella cosa, que si fulano dijo que, o que, si fulanita de tal, dijo no se cual sobre el pobre en cuestión. Decía lo de artístico, porque el brazo como tal, no estaba estirado de manera arrogante y con la palma firme y algo cóncava. Más bien, el brazo en su conjunto estaba en una semiflexión armoniosa con la palma de la mano puesta como suspendida, con los dedos ligeramente abiertos y mirando hacia arriba, como si fueran ellos los que imploraran al Cielo. Recuerdo claramente a una de estas mujeres que era una anciana de corta edad con gafas. Su estatura era normal para una señora mayor de su edad.
Vestía prácticamente de negro pero llevaba un pañuelo en la cabeza, negro pero con unas flores en las que destacaba el rojo. Su mirada, que dirigía débilmente su rostro hacia abajo, como si quisiera evitar la mirada del transeúnte, desprendía bondad. Nunca la vi nunca portar cartel alguno consigo, ni decir palabra de ruego, salvo un silencioso “gracias”, al dejar una moneda sobre su mano, sin mirar a su benefactor. En cierto modo, cuando dejé de verla, sentí una ligera nostalgia por su ausencia, supongo que su semblante, aunque muy diferente, me recordaba en cierto modo aquella señora a mi abuela.
De lo que voy a contar de seguido, viene a señalar aquellos encuentros en los que me pude hacer ciertas preguntas y que finalmente me animaron a ponerlos sobre papel. Un día vi a un hombre muy delgado que se sujetaba a duras penas con dos muletas y cuyo penoso aspecto general, inspiraba lástima. Su ropas, sin ser andrajosas, se veían gastadas. Vestía un pantalón fino de tela gris en apariencia muy ligero, que llevaba arremangado hasta por encima de las rodillas. Esto era porque quería dejar a la vista la imposibilidad manifiesta en sus piernas ateridas y huesudas que, bien hacía pensar, podía haber sufrido un accidente o una enfermedad le hubiera dejado lisiado desde niño.
Vestía camisa ligera de manga larga parecida al color blanco, pero de esos blancos irreconocibles por el paso del tiempo. Sobre una de sus manos, apoyada la muleta entre el brazo y la axila, sujetaba un platillo pequeño en el que recoger las limosnas. El buen hombre, porque nada hacía pensar que no lo fuera, ni nada hacía que pudiera molestar a nadie en ese momento. Al menos eso pensaba yo. Un buen día, por empezar este pormenor, –eso ya lo juzgarán ustedes–, me encontré la siguiente escena. Estaba en esa calle céntrica este hombrecillo pidiendo, de igual forma que lo he descrito anteriormente. Era una mañana soleada y creo recordar que primavera; uno de esos días que irradian alegría y si no que se lo pregunten a los pájaros. Entonces veo que entre la gente, que a esa hora diría yo que sería próxima al Ángelus, no era muy concurrida la calle, un par de agentes de policía, municipal para ser más exactos caminando hacia él. Uno más joven que otro. El otro era de talla mediana tirando a baja y el joven, que además parecía ser nuevo en el oficio, era más alto y de comprensión delgada. Vestían de uniforme y todo eso reglamentario. Veo que van, como digo, directos al pobre lisiado y le empiezan a increpar, lo que aparentemente no parece, por los gestos, muy educadamente. Utilizo el plural, por una deformación en mi lenguaje, que buenos confusiones le causó a mi pobre madre. Un breve inciso.
–¿Hola madre, qué tal estás?– Bien hijo. Tú qué tal estás. Por dónde andas M.? –Bien, madre. Por aquí andamos, por tierras extremeñas– ¿Pero, con quién estás? –No, estoy sólo, ya sabes es una forma de hablar–. ¿Ven lo que les digo?
Así pues, lo de que empiezan realmente se refiere al más bajo, que era el que llevaba la voz cantante. Como si además de advertir al pobre ciudadano, estuviera diciendo a su compañero por su proceder “–mira chico, mira como se deben de hacer las cosas. Así es la manera de actuar con estos, bla, bla, bla–. Aquí, no hago otra cosa que fantasear con lo que imaginaba que le estaría diciendo, pues no estaba cerca de ellos, pero sí observaba los gestos de expresión y la situación propiamente dicha. Espero que sean comprensivos con mis fantaseos. Yo que iba caminando entre la gente a cierta distancia como digo, aminoré la marcha sin quitar ojo, les pasé de largo y al llegar al final de la calle, no pude evitarlo y decidí dar la vuelta, pero justo por el lado de acera en el que estaban. Me estaba acercando al lugar donde vi a los agentes con el pobre. Miraba a lo lejos entre la gente que pasaba en ambos sentidos y, los que permanecían parados, se quedaban mirando algún escaparate, pero al aproximarme más, veo que no se les ve ya en la calle. –Bueno, bien–, pensé, espero que no le hayan llevado detenido a ese hombrico, como diría mi abuela. Y no había dado ni unos pocos pasos para llegar a la esquina donde estaban y veo en la calle, como a unos quince metros en el medio de ésta, una calle estrecha y en sombra, prácticamente vacía, pues tiene muy poco tránsito, veo en mitad de la calle perplejo que están ahí los dos agentes y el pobre con la cabeza gacha sujetando su maltrecho cuerpecillo con la muleta. Quedaba claro que la intención de los agentes, parecía que tenía que ver con la posición en la que se ubicaba pidiendo. Algo así como, –¿pero hombre como se te ocurre con ese aspecto de tullido, enturbiar la buena imagen de la calle más laureada de la ciudad?– Que por ende le pusieron entre farola y farola, un montón de jardineras provistas de laurel. O esto otro, –¿Cómo crees tú que vamos a permitir que estés pidiendo en medio de la calle, mostrando tus escuálidas piernecillas, mientras la gente pasea o mira escaparates? No ves que, los comercios luego se nos quejan, que no venden porque han tenido ahí un bla bla bla, pidiendo–. Como pueden imaginar, es difícil adivinar el contenido de las reprobaciones por los agentes, pero una cosa es segura, se percibía la falta de humanidad por parte del más veterano, pues el joven, apenas si gesticulaba.
De ese otro, al que he llamado veterano, me consta que él ya tiene sus preferencias claras en cuanto a sus gestos de amabilidad con los viandantes de la céntrica calle. Apunto algunos detalles que puedan al paciente lector dar alguna pista del sujeto en cuestión. No era raro verle pararse al lado de una o varias mujeres, preferentemente jóvenes, con los brazo cruzados, las piernas separadas en una pose petulante y con una leve sonrisa socarrona. Vaya, parece que sólo es un detalle, pero sin duda esto no era un hecho aislado. Mencionaré de pasada, por lo que pude recoger en mis observaciones en unos cuantos años, que no sólo tenía a raya a los pobres, que no le merecieran respeto alguno, también tenía una especial fijación inquisidora con los ciclistas. Me refiero a aquellos ciudadanos que por el bien suyo y el de los demás, deciden aventurarse en sus trayectos por la ciudad en bicicleta. ¿Acaso esto no debería ser algo de agradecer digno de seguir ejemplo? Un inciso. Como bien saben, la bicicleta, por si sola, tiene la capacidad de desplazarse silenciosa por aquí y por allá, y no sólo no emite ningún dañino humo contaminante, sino que además de ser el transporte a la cabeza en dejar cero huella de carbono, le confiere a quien la utiliza del movimiento cardiovascular necesario que ampara la mismísima OMS, y otros muchos etcéteras.
Pues bien, de bicicletas va nuestra siguiente parte del relato. Puede ser que viniera un buen día con mi bicicleta Olma Roja, de entregar y coger unos libros de la biblioteca de la plaza de la T. Justo al llegar a la altura de la plaza S. me detengo en un semáforo y justo desde ahí observo que hay un par de motos de agentes municipales paradas. Los ocupantes han echado el pie a tierra y raudos se deciden a abordan a un joven que venía en bicicleta por la acera en dirección a la plaza S. Le paran. Le hacen bajarse de la bici y aquí empieza el trato intimidatorio, que si por aquí que si por allá, que si la acera, bla bla bla.
Como si la ciudad enterita estuviera habilitada para circular con la bicicleta de manera segura. Todo el mundo sabe, que tanto peatones como bicicletas comparten en muchos lugares espacio sin que ello suponga ningún riesgo, ni para unos ni para otros. Hechas estas preliminares, continúo. Yo a todo esto, estoy parado en el semáforo mirando la escena y pensando –pobre chaval–, el disgusto que se va a llevar si como parece, le van a poner una multa. ¿Una multa? ¡Pero, por el Amor de Dios! Se abre mi semáforo y reanudo mi marcha, pero mirando la escena con los agentes y el joven. De pronto, uno de ellos, se percata que les estoy observando –como si esto constituyera un delito–, se aparta de su compañero y sale a la calzada a mi encuentro y me da el alto. Freno mi bici y le digo –dígame, ¿qué desea? Me espeta en un tono autoritario, –acaba de saltarse el semáforo en rojo–. ¿Qué dice? –
Le respondo. –Que se ha saltado el semáforo en rojo–. Yo seguro de mí mismo, le respondo con ímpetu, –eso no es cierto, he pasado en verde. Si no me cree, venga conmigo y se lo demuestro, aún estará en verde. El agente, parece que recula, se da cuenta de su error y se acaba disculpando diciendo que quizá se ha equivocado. Y tanto. Pienso para mis adentros y continuo la marcha. He aquí, mis impresiones sobre lo ocurrido.
Pongámonos en situación. Dos agentes motorizados de policía local, ven sus motocicletas, etcétera, etcétera, por una calle céntrica de la ciudad. Se da además la circunstancia, que en la calle A, están los Juzgados de la ciudad –esto da que pensar–. Ellos, intuyo, que ven al joven ir por la acera amplia y sin apenas paso de transeúntes con su bicicleta y deciden actuar. Ipso facto, uno de ellos, se detiene al borde de la acera y el otro hace lo mismo. Brevemente desde su moto le hace un gesto, sin tan siquiera haberse quitado el casco, señalando al joven de la bicicleta. Proceden al unísono y anclan sus motos, al tiempo que se quitan los cascos, los guantes y acto seguido interceptan al ciclista.
¿Por qué lo hacen? Buena pregunta. Podíamos pensar que simplemente le informan de que debería ir por la carretera, pero esto, no parece creíble, pues es dirección contraria a la del ciclista. Ya lo tengo! Igual lo que le están indicando, amablemente, es que si va hacia la plaza S., podría haber cogido el desvío del carril bici en tal y tal sitio. Nada más lejos de la realidad! El policía que puso primero pie a tierra para dar el alto al ciclista, sabe perfectamente, o al menos es de suponer que lo sabe, que no hay un santo carril bici por esa zona céntrica y que la persona que quiere atravesar el centro, si no quiere dar un rodeo de mil demonios poniendo en riesgo su vida al transitar junto a coches por calles estrechas y cargadas de tóxicos humos principalmente de los coches diésel, ha de sortear algunas calles circulando por las aceras, cuando la anchura y la afluencia de peatones se lo permite. Pero no. Yo fui testigo ocular. Ese agente uniformado, se envalentona por la autoridad que representa y decide el solito poner el pie a tierra, diciéndose para él y su casco: –¿Pero y ese. Qué se ha pensado ese, que es esto? Estás listo, ahora te vas a enterar de lo que vale un peine.
¡Ahora mismo, pie a tierra!– Me pregunto: ¿acaso no hay en la ciudad otras cosas que vigilar y poner el pie en tierra, que sean más lícitas de ser apercibidas por una supuesta infracción? ¿Eh, señor agente, le estoy preguntando a usted? ¿Es acaso usted, uno de esos negacionistas del Cambio Climático y de los que deja arrancado a sabiendas su vehículo diésel aunque esté un buen rato parado? ¿O acaso es, que no les gustan los ciclistas. O simplemente, uno de esos intolerantes con todo lo que no es de su agrado, que anda por ahí disfrazado de Orden Público?
Doy fe, que en la impronta al encontrarme la escena, velozmente me pasan por la cabeza estas y otras preguntas, cosa que al parecer, el agente del pie a tierra, se percata que alguien les está observando en la distancia. Qué digo alguien, nada menos que otro ciclista. A lo que su reacción al verme, le hace apartarse inmediatamente wde su compañero y del ciclista, al que ya parece sentenciado a ponerle una multa por infracción bla bla bla. Y ese mismo del pie a tierra, pone en movimiento sus pies cruzando la calle con presteza y me da el alto. Advierto a lector que cuando se abre el semáforo en dirección hacia los agentes, sólo yo transito la calle. Ningún otro vehículo en ese momento circula por la calle A. Así que, el resuelto agente, no conforme con haber interceptado a un ciclista para leerle sus derechos, decide al verme, yo montado en mi bici y con la kufiya al cuello, interceptarme también. Aquí viene el delito en el que incurre ante los “ojos de la Ley” junto al mismísimo ilustre edificio del Juzgado, cuando se inventa mi infracción: –¡te has saltado el semáforo!– Me dice el muy canalla. Lo de retractarse un minuto después, tras mi contundente respuesta, no lo achoco a cargo de conciencia, tal vez, debió pensar –te estás pasando de la raya, idiota–.
Otro día ocurrió esto, muy anterior a estos hechos, les cuento. Una mañana que bajaba a la ciudad en mi olmaroja, ya saben, mi bicicleta roja, había un poco de tráfico en la carretera por la que bajo al tratarse de hora punta y que como es de suponer está en un muy lamentable estado, muy a pesar de que ha ya un montón de años prometieron hacer un carril bici. Que finalmente hicieron. Pues bien, al llegar a la altura de los primeros semáforos del comienzo de la ciudad me detuve al ver la luz roja del semáforo. Cuando estoy parado junto al bordillo que separa la calzada de la acera, pues no hay ni aún arcén, escucho que pitan desde atrás insistentemente. Al principio, no hago caso pues ignoro que sea yo el destinatario de tal molestia sonora.
Cuando me vuelvo y veo que gesticula el conductor desde el interior del vehículo y pienso, voy a ver, no sea que se me haya caído algo de la mochila, o vaya a usted a saber. Retrocedo poco a poco ayudándome con las piernas mi bici para llegar hasta la ventana del coche en cuestión. Sí, ¿qué ocurre?, le digo y me responde: –eh tú, ¡que te apartes o te vas a enterar! –¿qué dice?, le respondo. –¡que te apartes de en medio o te meto un paquete!– El sujeto, con un aire despótico, se saca al momento una cartera para enseñarme no sé qué tipo de placa de policía y continua insistiendo, –que no te vuelva ver, que si no te empapelo– Sí, sí, lo que oyen. Me quedé de piedra.- ¿Pero cómo puede haber aún gente así?–, se estarán preguntando. Pues ya ven, por lo que se ve, no hubo suficientes años de represión durante la dictadura, que a la que te descuidas aparece en el semblante de alguien la oscura cara represiva del fascismo. Afortunadamente, aun hay mucha gente buena por el mundo y por supuesto, también hay buenos agentes o agentes buenos. Sólo faltaba.
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