Papeles, privilegios, hipocresía, olvido, educación, mentira, piedad, comodidad... Todo queda oculto, invisible. La rutina del mundo civilizado amontona todos estos sentimientos como las maletas que circulan por una cinta transportadora de un aeropuerto sin que nadie las recoja. Todo pasa de largo. Las historias pasan de largo, los terrores pasan de largo, la incomunicación pasa de largo, los sufrimientos pasan de largo o rebotan en las murallas del primer mundo para volver allí donde corresponde, donde no estorban a nadie, allí de dónde han venido.
Juan Diego Botto ha plasmado con contundencia, con realismo y, también, con humor estas circunstancias de la mano de experiencias de personas que, quizás, nos encontramos cada día en el metro, por la calle, en los semáforos... El texto, tan brillante como bien interpretado y dirigido (por Sergio Peris-Mencheta), consta de cinco historias contadas por el actor argentino y (la tercera) por la cantante y actriz Astrid Jones. El estilo de la obra tiene cosas del cuento, de la filosofía, del teatro (por supuesto) e incluso momentos de Paramount Comedy (sin desmerecerlos, al contrario: Botto navega por todos los géneros con comodidad, con credibilidad). El público ríe, llora, suspira y (es de suponer) se avergüenza de lo que le cuentan.
La primera escena la protagoniza un guardia aduanero (o un policía aeroportuario...). Piensa que en este país (el nuestro, el del público) no cabe nadie más. Por la Ley de Arquímedes, así de sencillo. Y, amparado en esta ley inapelable, suelta sentencias terribles sobre el perro que se esfuerza por ser caballo, cuando todo el mundo sabe que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda” . La segunda nos lleva a un locutorio de una ciudad europea, desde donde un argentino habla (o lo intenta) con la mujer: cuesta comunicarse, hay interferencias, incomprensiones, dudas... la distancia es cruel. En la tercera historia, un auténtico cuento (auténtico, por verídico) relleno de más cuentos, irrumpe en escena Astrid para explicarnos y cantarnos una tragedia infinita: la de una madre subsahariana que tuvo que separarse de su hijo para buscar fortuna en Europa. No hace falta decir que no la encontró, que “ser pobre es muy caro” y que, aunque nos cueste creerlo, “vivir no es sobrevivir”. La lágrima se hace inevitable, más sabiendo que la idea de este monólogo nace de la muerte de Samba Martine en un CIE (Centro de Internamiento para Extranjeros) de Aluche.
Los dos últimos monólogos cambian la inmigración por el exilio. La cuarta escena, a través de un hombre que, en plena dictadura argentina, en los años 70, se convierte en delator para salvarse de una muerte o de una desaparición segura: lo hago para sobrevivir, piensa (... quiere pensar), para que el mundo conozca algún día lo que está pasando. La última pieza nos pone ante el el sobrino de este delator, exiliado en España, quien filosofa con una claridad meridiana, con ironía, con amargura y con humor sobre cómo puede hacer suyo un mundo que, de hecho, no lo es. Una historia llena de otras pequeñas historias crudas y ejemplares, verdades incuestionables: “el infinito lo iguala todo”; “hay papeles que nos acreditan como seres humanos”, la justicia absoluta no existe, “mejor dejarlo estar”. Es decir, mejor que pase de largo. Y ya estamos otra vez en el punto de partida: todo pasa de largo. Por ello, los abusos que vemos, que sufrimos, que nos avergüenzan, se vuelven pedazos invisbles de este mundo.
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