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La reina descalza

Joan Estruch

A mediados del siglo XVIII, Caridad desembarca en Sevilla. Es una esclava negra procedente de Cuba. Acaba de obtener su libertad, pero enseguida experimenta las dificultades de vivir en un ambiente hostil, que la sigue humillando. Algunos miembros de la comunidad gitana, también oprimida y marginada, la acogerán y establecerán sólidos vínculos de amistad y de amor con ella.

Ildefonso Falcones es uno de los autores más conocidos de obras de tema histórico dirigidas a un público amplio. Ya en su primera novela, La catedral del mar (2006) demostró que había sabido adaptar y aplicar la exitosa fórmula de Los pilares de la tierra, de Ken Follett: sólida documentación histórica y multitud de intrigas protagonizadas por una amplia muestra de personajes representativos de la época. Veamos qué resultados ha dado esa fórmula en La reina descalza.

Ante todo, teniendo en cuenta que se trata de una obra que en gran medida se plantea como un producto de mercadotecnia, hemos de examinar el título, uno de los factores importantes de cara a su éxito comercial. El título es poco acertado, y no tanto porque recuerde el de la película La condesa descalza (1954), protagonizada por Ava Gardner, que interpreta a una fogosa bailaora española.

Es inadecuado porque no refleja el tema principal de la novela. Eso no tendría mayor importancia en sí mismo. De hecho, hay muchas grandes obras mal tituladas. Por ejemplo, La cartuja de Parma, de Sthendal, tiene un título que desconcierta al lector, ya que la supuesta cartuja apenas aparece en una página al final de la novela. Pero eso no es obstáculo para que sea considerada como la obra que inaugura la novela realista decimonónica.

En el caso de La reina descalza, la inadecuación del título no es un detalle, sino un síntoma de una carencia importante: la falta de protagonismo claro. Es evidente que el título quiere jugar con el contraste entre “reina” y “descalza” para atraer el interés del posible lector. Pero al mismo tiempo sugiere que estamos ante una novela de una protagonista que desde la pobreza llega a triunfar en la sociedad. Pero este viejo esquema argumental tipo Cenicienta se resquebraja cuando comenzamos a concretar. ¿Quién es la supuesta “reina”? ¿Y quiénes son sus súbditos? Si la referente es Caridad, la exesclava, parece una candidata muy poco adecuada, ya que sus aventuras ocupan solo una parte de la intriga argumental. Como mucho, puede ser considerada uno de los personajes principales, pero no la protagonista. Por otra parte, Caridad difícilmente podría ser “reina” de los gitanos, tema del que no se habla en ningún momento.

La otra posible “reina” sería Milagros, la bailaora gitana que, con el apodo de “La Descalza”, logra un efímero triunfo en los escenarios de Madrid, triunfo que después la arrastrará a la prostitución, el alcoholismo, la pérdida de su hija, etc. Ante tal cúmulo de desgracias, que el título de la obra la llamara “reina” podría parecer una amarga ironía, incluso un cruel sarcasmo.

La novela arranca bien, como una narración de protagonista, basada en las aventuras de Caridad, la exesclava. Pero cuando es acogida, no sin resistencias, por la comunidad gitana, pasa a adoptar un papel secundario, de observadora pasiva. A partir de entonces la trama argumental se dispersa en una multitud de enfrentamientos entre las autoridades y los gitanos, y entre los clanes gitanos entre sí. Dentro de esas venganzas gitanas, adquieren especial relieve las desgracias de Milagros, malcasada con un miembro de un clan rival del suyo. Pero esas desgracias transcurren paralelas a las de la exesclava, con puntuales reencuentros entre ambas amigas.

Una posible manera de ordenar la trama argumental hubiera sido el doble protagonismo, basado en la amistad entre Caridad y Milagros. Pero el autor ha preferido acumular las aventuras de diversos personajes que se encuentran, se separan y se reencuentran una y otra vez. Así la obra, como las novelas de folletín, gana en variedad y en dinamismo, pero a costa de dispersar la acción y desdibujar y simplificar a los personajes.

El problema no está en que el argumento sea múltiple y disperso, está en que se apoya únicamente en la acción por la acción. Los personajes van y vienen, gozan o sufren sin que su personalidad se altere. Si volvemos a tomar como ejemplo La cartuja de Parma, vemos que tiene una trama argumental llena de intrigas, embrollos y giros inesperados. Pero no cae en la dispersión porque hay un claro protagonismo. El protagonista se enfrenta a todo tipo de situaciones, que actúan como un estímulo para su evolución y su maduración humana. De esta manera, como don Quijote, interioriza las experiencias que va adquiriendo en sus conflictos externos.

No es el caso de los personajes de La reina descalza. Son esquemáticos, simples, de una sola pieza. Los buenos son buenos, los malos son malos. Sus reacciones psicológicas son típicas y tópicas y, cuando no lo son, resultan poco coherentes. Por ejemplo, Melchor, prototipo de gitano noble, se siente atraído por Caridad. Pero no se atreve a ir más allá porque teme que la exesclava pueda perder su capacidad para cantar canciones afrocubanas (p. 319). Cuando por fin hacen el amor, no pasa nada de especial y la exesclava sigue cantando tan bien como siempre (p. 334). Otra transformación sorprendente es la de Caridad. Un día abandona la actitud pasiva y sumisa que ha tenido en las múltiples violaciones de que ha sido víctima y se convierte en cabecilla de un motín de presas.

Poco juego pueden dar, pues, personajes así, y por eso el autor tiene que recurrir a la acción, a la sucesión de aventuras sin límite. Se extienden a lo largo de más de 600 páginas, pero podrían ocupar el doble, el triple... o la mitad… sin que se resintiera el sentido de la obra, que carece de grandes pretensiones o complejidades ideológicas.

Como en sus anteriores novelas, Falcones se ha documentado para dar verosimilitud a la ambientación histórica de la obra. La llamada “Gran Redada” (1749) del gobierno del marqués de la Ensenada contra los gitanos, bajo el reinado de Fernando VI, es narrada con exactitud y veracidad. También se ajusta a la realidad histórica todo el tema del control estatal del tabaco, así como la ambientación del mundo teatral en Madrid. Por otra parte, la descripción de los galanes de la época, adocenados servidores de las damas casadas, está basada en Usos amorosos del Dieciocho en España (1972), el clásico estudio de la escritora Carmen Martín Gaite. Pero lo cierto es que no viene muy a cuento, ya que el galanteo no interviene para nada en la trama argumental.

Respecto al posible mensaje o tesis de la obra, Falcones ha tratado de manera simple un tema complejo. Ha preferido no profundizar en las causas de la ancestral marginación del pueblo gitano. El poema del escritor falangista Tomás Borrás que sirve de epígrafe a la novela ya nos indica que la obra va a discurrir por las sendas de los tópicos, como el de que la vida del gitano consiste en “embeberse en el cante, en el vino y los besos”.

Al final, el autor añade una breve nota donde pasa de puntillas sobre los temas de fondo. Se limita a decir que “la sociedad gitana es etnocéntrica” (p. 629). Menciona, sin apenas comentarios, el decreto de tolerancia y de integración que Carlos III promulgó en 1763, decreto que dio un giro radical a la política gubernamental sobre los gitanos. Y reproduce, sin situarla en su contexto, la conocida diatriba de Cervantes, al inicio de su novela La gitanilla: “Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones”.

Pero todas esas esquemáticas referencias a los problemas sociológicos de fondo quedan totalmente desligadas de la trama novelesca. Integrar esta problemática en el argumento hubiera supuesto introducir complejidad ideológica y densidad literaria en la novela. Pero el autor ha preferido sortear todos estos escollos, que considera tarea de “los estudiosos”.

Por eso opta por lo más fácil y cierra la larga sucesión de aventuras con una escena tópica: una reyerta a navajazos, en la que Caridad incita a Melchor, “su hombre”, a batirse para vengarse. De esta manera, la exesclava cubana se convierte en entusiasta defensora de un código moral que la oprime tanto o más que el injusto código legal al que había estado sometida hasta entonces.

El estilo y el lenguaje de la novela son correctos, sin complicaciones. Pero en ocasiones aparece un vocabulario que no es incorrecto, pero sí inadecuado al nivel cultural del hablante y a la situación comunicativa. Por ejemplo, resulta chocante que un gitano use casi al mismo tiempo la palabra “fornicar” y la expresión “follar como perros” (p. 222); o que prefiera la palabra “cantante” en vez de “cantaora” (p. 277). No es menos chocante que el narrador diga que Melchor “tornó” un cigarro a Caridad (p. 156), o que “tornó a ensimismarse” (p. 549), o que los gitanos “arribaron” a España (p. 203), etc.

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