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Un misil contra la 'sociovergència'

J. Ramón González Cabezas

Barcelona —

Como dice la “ley de Murphy”, todo lo que va mal es susceptible de empeorar en cualquier momento. La nueva erupción del volcán de la corrupción política, esta vez con foco en Sabadell y otros municipios del Vallés Occidental, gran cinturón industrial y metropolitano de Barcelona, recrudece todavía más el abrupto final de la etapa de alucinación colectiva iniciada en la fecha de la Diada. El Monstruo del Tres por Ciento agazapado en las aguas del viejo “oasis catalán” emerge de nuevo y golpea de lleno a la cúpula del PSC en la fase cruda de la resaca postelectoral y en plena interinidad política e institucional. El clima de crisis cobra por momentos dimensiones caóticas y adopta perfiles de fin de régimen.

Cuando todavía arde el escándalo del “borrador” policial apócrifo con denuncias contra la familia Pujol, Artur Mas y el conseller Puig, la Fiscalía destapa una trama de corrupción político-urbanística en la santabàrbara del poder municipal sobre el cual descansa la actual dirección del PSC. En apenas días, la cúpula de los dos grandes partidos institucionales de Catalunya ha quedado tocada muy seriamente por el efecto consecutivo de la debacle electoral y, ahora, por el escándalo de la llamada “operación Mercurio”. Casualidad o no, es incuestionable que la fórmula de la sociovergència ha sido dinamitada como virtual salida para la endiablada situación creada por el veredicto de las urnas. La teoría de la combinación entre el azar y la necesidad como explicación de las cosas sugiere toda clase de hipótesis.

Riesgo de implosión socialista

La imputación del número dos del PSC, el diputado Daniel Fernández, así como del alcalde de Sabadell y relevante dirigente del partido, Manuel Bustos, entre otras personas, asesta un golpe mortal al partido de los socialistas catalanes justo después de verse desbancados como segunda fuerza del país y como alternativa de gobierno. La famosa denuncia del 3% lanzada en 2005 por Pasqual Maragall desde la tribuna del Parlament contra CiU se ha vuelto como un boomerang sobre sus propias huestes. Esto ocurre cuando el entonces presidente de la Generalitat ni siquiera milita ya en el partido surgido en 1978 de la fusión de la federación catalana del PSOE y el Partit Socialista de Catalunya liderado por Joan Reventós.

El inevitable zarpazo sobre la imagen y el crédito políticos de la actual dirección del PSC se suma a la sangría electoral y la desafección de los sectores más catalanistas, en una dinámica infernal que amenaza con provocar la implosión de aquel invento, crucial para la cohesión social de Catalunya y el desarrollo del autogobierno. La ya de por sí muy frágil posición de Pere Navarro como jefe del partido, cargo en el que ni siquiera ha cumplido un año, puede convertirse en insostenible ante la definitiva degradación de todos los frentes externos e internos. El PSC salvó la situación de coma irreversible el 25-N por la debacle de CiU, pero la “operación Mercurio” podría desenchufarle definitivamente de la máquina de respiración asistida. Un trauma añadido al funeral político del 25-N.

Mas, la dimisión que no fue

En la otra orilla de la política catalana las cosas no están mucho mejor y CiU también está expuesta a las inexorables leyes del sabio [Edward A.] Murphy.

En circunstancias normales Artur Mas habría dimitido en la misma noche del domingo tras el estrepitoso fracaso de su aventura soberanista. Pero casi nada suele ser normal en la política catalana, como se ha demostrado de forma dramática en el episodio de encantamiento vivido en los últimos meses.

La historia será severa con el líder de CiU por haber ahondado la situación de bloqueo e inestabilidad de Catalunya, con el doble coste añadido de la enorme frustración producida en los sectores deslumbrados por su ambición, por un lado, y el desgarro no menor generado por el rupturismo de su propuesta, por otro.

El mito nacido en apenas dos meses se ha derrumbado en veinticuatro horas, pero la factura del experimento la pagará la ciudadanía y la propia imagen del país con intereses muy a largo plazo. La política-ficción se ha estrellado en la cruda realidad y aquel que aspiraba a ser una síntesis entre Prat de la Riba y Macià se ha quedado en una pálida versión catalana del ex lehendakari Ibarretxe.

Aferrarse a la victoria numérica para maquillar un desastre sin paliativos y seguir en el poder podría explicarse desde la lógica interna de CiU. No cabe duda que la renuncia inmediata de Artur Mas habría dinamitado la federación y agravado al límite la crisis institucional y política derivada del fallido simulacro de plebiscito. Pero su permanencia como líder del partido y candidato a la investidura desafía la lógica política y hasta el sentido común, por mucho que ambas cosas no proliferen en estos tiempos de turbulencias.

Tras el abrumador rechazo de su proyecto de liderazgo, Artur Mas no está en condiciones de negociar nada dentro y fuera de Catalunya y el horizonte de una nueva legislatura de cuatro años se presenta como una prórroga agónica de su frustrado primer mandato. Situados de lleno en el ojo del huracán de la crisis económica y social, la jefatura de Mas es poco menos que insostenible a medio y largo plazo y su determinación de insistir en el proyecto soberanista parece más una justificación anticipada de su ocaso político que una convicción firme sobre sus posibilidades de agenda. La Historia levantará acta.

Dos fracasos históricos

La Historia ya aporta algunos elementos de reflexión ante el fracaso de la idílica metáfora del viaje a Itaca. CiU ha errado por segunda vez en sendas operaciones políticas de muy altos vuelos encaminadas a situar al catalanismo conservador como pieza maestra de la configuración de España tras la desaparición de la dictadura. Primero fue la frustrada “operación reformista” liderada por Miquel Roca, a quien Jordi Pujol encargó la osada aventura de fabricar literalmente un interlocutor en España tras la desaparición de la UCD y el desembarco del PSOE en el poder con una aplastante mayoría absoluta. Como es sabido, el Partido Reformista apadrinado por el malogrado Roca obtuvo cero diputados en las elecciones generales de 1986 y CiU hubo de esperar hasta 1993 para desempeñar un papel determinante en la política española al dar su apoyo al Gobierno minoritario de Felipe González. El resto es bien conocido.

En aquel entonces Pujol quiso inventarse un aliado frente a la hegemonía del PSOE y, más de un cuarto de siglo después, Mas ha querido inventarse un estado propio ante el poder absoluto del PP como administrador único del Estado español. La desaparición de toda posibilidad de influir en la gobernación del país en beneficio de los intereses de Catalunya, según la visión del catalanismo conservador, ha sido el detonante del gran salto soberanista de Artur Mas, quien sin embargo ha logrado la penosa hazaña de debilitar aún más a CiU en su propio feudo hasta desactivar su potencial de presión e interlocución con el poder central.

En estas condiciones, sostener al día siguiente del 25-N que CiU ha recibido un “mandato muy claro” de los electores y exigir al mismo tiempo a ERC y PSC corresponsabilizarse en una crisis creada por el anticipo electoral, hace temer una segunda fase de irrealismo como salida de la anterior. Esta vez, sin embargo, carecerá con toda seguridad de poesía y romanticismo.

Catarsis en el sistema de opinión

En efecto, el país parece haber despertado del sopor de la formidable fantasía colectiva generada a raíz de lo que ya se da en llamar “los hechos de septiembre”. Artur Mas es sin duda alguna el artífice de este episodio crucial de la historia de Catalunya, que obviamente dista mucho de haber concluido en lo que se refiere a sus causas profundas y sus consecuencias a largo plazo. De momento, sin embargo, el sistema de opinión empieza ya a exudar los excesos de la experiencia en un primer ensayo de catarsis, después de haber propiciado y celebrado hasta el delirio la proyección multitudinaria de “El fabuloso destino de Artur Mas”.

Del lado de la izquierda catalanista, el testimonio del filósofo y periodista Josep Ramoneda constituye una referencia de peso inequívoco. “En los medios de comunicación, los institutos de opinión, los académicos y los que nos dedicamos a escribir y a opinar de estas cosas –escribe en El País-- tendríamos que hacer una reflexión, porque es preocupante el desconocimiento de la realidad del país que hemos demostrado”.

Desde el sector del nuevo independentismo mediático-institucional, la reflexión del periodista Francesc Marc Àlvaro en La Vanguardia también resulta perfectamente descriptible. “CiU, el mundo soberanista en general y varios de los que escribimos en los papeles -me aplico sinceramente la autocrítica- quizás nos hemos precipitado al calcular la capacidad de seducción de un mensaje de cambio en aquellos ambientes ajenos tradicionalmente a las premisas catalanistas”.

Son solo dos muestras de lo que está por venir en el ámbito de la industria de la opinión, más allá de la crisis provocada por la revolución tecnológica y la crisis económica. La crisis de la opinión no es menor ni menos nociva que una y otra.

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