Las elecciones como arma de destrucción política
Como arma de la política, la convocatoria anticipada de elecciones forma parte del instrumental de que disponen los gobernantes para hacer frente a las crisis, cambiar de aliados, buscar coyunturas favorables a sus intereses de partido o ampliar la base parlamentaria sobre la que funcionan. También se producen a veces de forma sobrevenida por algún accidente en la gestión, la pérdida de credibilidad ante la opinión pública o el estallido de escándalos sobre la honradez de quien gobierna.
Ahora mismo, hay muchos ejemplos y muy variados del manejo de la convocatoria electoral en nuestro entorno. Por ejemplo, el presidente valenciano, el socialista Ximo Puig, adelantó las elecciones autonómicas para hacerlas coincidir el pasado 28 de abril con las generales. Una maniobra que contrarió mucho a sus socios de Compromís y que, a la postre, permitió al PSPV-PSOE sumar escaños en las Corts Valencianes y revalidar a la vez el pacto de izquierdas.
En Catalunya, el presidente Quim Torra se niega a convocar elecciones anticipadas como le reclama con cierta insistencia Esquerra Republicana, convencida de que las urnas la convertirán en una indiscutible primera fuerza en el Parlament.
Una posibilidad, la de ganar las elecciones, de la que estaba convencido el ultraderechista Matteo Salvini este verano, cuando forzó en Italia la ruptura del pacto de La Lega con el Movimiento 5 Estrellas. Maniobra que ha descarrilado ante la conformación de una nueva mayoría que excluye a su formación.
Se ha repetido muchas veces. En pocos países hay mayorías tan claras que conviertan la convocatoria electoral en una cita rutinaria. Sin ir más lejos, Boris Johnson bracea en el Reino Unido intentando precipitar unos comicios que el Parlamento le niega para impedir que rompa con la Unión Europea a las bravas. En Israel, Benjamín Netanyahu, a quien asedia una investigación por corrupción, ha tratado de forzar la reválida de su liderazgo mediante unas segundas elecciones en pocos meses de las que sale prácticamente descabalgado.
En España, la reiteración de cuatro elecciones generales en cuatro años es síntoma de la crisis del sistema bipartidista vigente desde la transición democrática y su sustitución por un pluripartidismo al que las dos grandes formaciones se resisten a dar entrada en el poder estatal, tras asumirlo en ejecutivos autonómicos y ayuntamientos por imperativo de la realidad.
Los episodios de este último año y medio son elocuentes de esa fase crucial de cambio en el funcionamiento de la democracia en España y de sus dificultades. En junio de 2018, el socialista Pedro Sánchez ganó una moción de censura que derribó un Gobierno de Mariano Rajoy en minoría marcado por la corrupción del PP. Pero esa mayoría no volvió a reproducirse unos meses después a la hora de aprobar los Presupuestos Generales del Estado, lo que propició la convocatoria de elecciones, con una clara victoria del PSOE, obligado sin embargo a buscar aliados para la investidura.
Parecía razonable que Sánchez asumiera la misión de formalizar en el Gobierno lo que es una realidad en el Congreso, en los parlamentos y gobiernos autonómicos, en las ciudades y, al fin y al cabo, en la sociedad española: la creciente diversidad política y la ausencia de mayorías absolutas. Sin alternativa posible a su presidencia, parecía lógico que abriera una nueva etapa, dando entrada a Podemos en el Gobierno.
Pero una táctica de partido sospechosamente coincidente con la aversión de los poderes fácticos (económicos, burocráticos, mediáticos e ideológicos) a la nueva configuración política de España se ha impuesto a un cierto deber cívico de formalizar en la gobernación del país la pluralidad que existe entre la ciudadanía. Y Sánchez ha optado por forzar unas nuevas elecciones, esta vez convertidas en una auténtica arma de destrucción.
A costa del malestar de un electorado que ha visto defraudadas de nuevo sus expectativas, los comicios del próximo 10 de noviembre obedecen a un cálculo brutal del PSOE que consiste en reventar las formaciones que a su derecha e izquierda lideran Albert Rivera y Pablo Iglesias para hacerse votar la investidura a continuación por lo que quede de Ciudadanos. Aunque con ello ofrezca otra oportunidad al PP de recuperarse y, si la aritmética lo permitiese, volver al poder sin ninguno de los escrúpulos, los vetos y las noches de insomnio que ha esgrimido Sánchez para no dar entrada en el Consejo de Ministros a la heterogeneidad del país.