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Fracaso escolar y abandono temprano

Una clase en un centro de Primaria

Fernando Marhuenda

Valencia —

Un problema que viene de lejos y que tiene muchos nombres

Fracaso escolar. Abandono escolar. Abandono temprano de la educación y de la formación. Es una realidad de la que se habla en España desde hace casi cuarenta años. Seguramente podríamos señalar su inicio en el momento en que la Ley General de Educación empezó a funcionar, durante los años setenta, ya que fue seguramente entonces cuando se empezó a culminar la aspiración de proporcionar una educación obligatoria de largo recorrido con alcance universal. Cuando el derecho a la educación básica se reconoció como algo que tenía que ser para toda la población y durante un periodo que abarcaba la infancia y parte de la adolescencia, de los 8 a los 14 años.

Desgraciadamente, esa pretendida universalidad ha sido más un sueño que una realidad. Por una parte, por la incapacidad del sistema de abastecer de suficientes plazas escolares (pupitres, vaya) para la población en edad de estar escolarizada, algo que se consiguió a principios de los años ochenta. Por otra parte, porque la oferta que realizaba el sistema no era satisfactoria para una parte de la población. En esa época, todavía era frecuente leer las dificultades de escolarización de la población gitana a pesar de los esfuerzos que colectivos y personas hicieron en ese sentido y que se han estudiado en el País Valenciano. Esta situación se ha prolongado y ha ido variando, pero sigue siendo un tema de interés ya en este siglo.

Pese a que, en cierto modo, ha sido desplazado de la escena de la interculturalidad desde mediados de los años noventa, con el despegue de la inmigración, retratado para la Comunidad Valenciana por el ya desaparecido Ceimigra, si bien algunos grupos han seguido prestando atención especial, como es el caso del CREA.

En definitiva, en esos años en los que se reformó el currículo de las enseñanzas medias (todavía con un gobierno de la UCD) y durante el periodo de experimentación de las reformas que culminó con la aprobación de la LOGSE en 1990, las formas de referirse a esta problemática eran sobre todo tres: el fracaso escolar como paraguas, la expulsión de clase como práctica aceptable y el absentismo como una realidad que ponía de manifiesto la desafección de parte de la población joven hacia el sistema escolar. La respuesta del sistema fue la creación de aulas de compensación educativa e incluso el reconocimiento de centros de acción educativa singular.

Con la aprobación de la LOGSE y la extensión de la escolaridad obligatoria, revestida de comprensividad si bien con algún margen para la optatividad al término de la etapa, los términos con los que se denominó esta problemática fueron variando: el fracaso escolar seguía como noción de fondo, traducida en el lenguaje ordinario del profesorado por ‘los objetores escolares’ como un comportamiento habitual y reconocible, ahora que la expulsión ya no era práctica tolerable y que el absentismo era un elemento a combatir. Que un logro histórico como es la ampliación del derecho a la educación se haya visto cuestionado por el rechazo escolar quizá tenga que ver con una reforma que atendió más a cuestiones curriculares que organizativas, que articuló la atención a la diversidad inicialmente más como un tratamiento individualizado que como una estrategia colectiva, y que quiso por esta vía terminar con la educación compensatoria que se había articulado como vía relativamente efectiva si bien segregadora de parte de la población ya durante los años ochenta.

Una de las muchas dificultades que encontró la LOGSE en su implantación fue que su desarrollo curricular no fue igualmente acompañado de una transformación organizativa apropiada: la reacción a la ley en los antiguos Institutos de Bachillerato e Institutos de FP (una segregación que tenía que ver con la oferta postobligatoria diferenciada de la LGE) fue muy diferente, la incorporación de la ESO en esos centros fue discutida tanto por el profesorado (sobre todo de Bachillerato) como por las familias (especialmente en zonas rurales, pugnando por la continuación de parte de la ESO en centros de Infantil y Primaria, antiguos centros de EGB), con el apoyo de parte del profesorado de EGB. Así pues, la nueva fórmula de los IES encontró mal acomodo durante un periodo largo de tiempo.

Hay que tener en cuenta también que gran parte de la implantación de la LOGSE corrió a cargo de un Gobierno que, cuando estaba en la oposición, había votado en contra de la misma, y que trató de aplicar grandes medidas que la revirtieran con escaso éxito (la reforma de las Humanidades cuando Esperanza Aguirre fue ministra de educación, o la aprobación de la LOE en 2002 que las elecciones de 2004 abortaron), pero que fue consiguiendo generar un estado de opinión entre la comunidad educativa disputado en torno a la comprensividad pretendida por la LOGSE. También hay que advertir que hubo colectivos de profesorado, como el Baltasar Gracián, que cuestionaron el carácter progresista de la LOGSE desde posiciones bien distintas.

Más adelante, ya en este siglo, la noción de fracaso escolar se ha revestido de un nuevo término, el abandono educativo o, con más exactitud, el abandono escolar temprano de la educación y de la formación, si bien en este caso no es ya tanto un problema específico de España sino algo que ha merecido la atención de la Unión Europea en su conjunto, preocupada también por otra problemática muy relacionada con esta y que además consiguió mucha repercusión mediática: la de los ninis, una parte considerable de la población joven que ni estudia ni trabaja (en España de nuevo, desgraciadamente, con mucho mayor alcance que en otros países). Seguramente parte de esa atención viene del hecho de que ya no estamos hablando sólo de colectivos de las que las mentes bienpensantes podríamos esperar esa desafección (población gitana, jóvenes de origen inmigrante, jóvenes cuyas familias han estado marcadas por el paro), sino que se extendía también a la juventud de clase media, para la cual el sistema educativo parecía hasta entonces un lugar muy apropiado.

Interpretaciones sobre sus causas

Si esta es la problemática, que ha ido cambiando de nombre y también de forma a lo largo de las cuatro últimas décadas, lo más sencillo sería quizá responsabilizar al sistema educativo. Más si miramos a otros países, en especial en nuestro entorno, donde parece que las cosas resultan de otra manera o que esta problemática, sin embargo, tiene un alcance mucho menor o, por decirlo de otra manera, tolerable. Esa mirada a otros países es más sencilla en la actualidad, o quizá podríamos decir más simple, en la medida en que evaluaciones estandarizadas de carácter internacional facilitan el proceso de comparación.

Sin duda, para tratar de atajar el problema es necesario tratar de comprenderlo. Y para ello, contamos con aproximaciones desde distintas disciplinas. La más frecuente y la más elaborada, la que nos proporciona la sociología. Son varios los grupos que en España han indagado en este problema, en la medida en que es un reflejo de desigualdades sociales que conviene combatir. Encontramos así análisis rigurosos que explican el fenómeno en su conjunto y cómo se manifiesta en centros de distintas comunidades autónomas, en un reciente monográfico de la revista Profesorado, y que es fruto de un trabajo de investigación más amplio en que se presta atención especial a la Comunidad Valenciana. También aquí hay tesis doctorales recientes y que se han plasmado en publicaciones. Estos análisis conviene entenderlos en la evolución del sistema educativo valenciano y en cómo sus resultados no son fruto de los centros y el profesorado sin más, sino de las políticas que han ido conformando las posibilidades educativas. Otros grupos en España han explicado también bien este fenómeno, desde Julio Carabaña a Mariano Fernández Enguita o, desde la perspectiva de las transiciones entre la formación y el empleo, el GRET en Barcelona, que ha conseguido aunar a la perspectiva sociológica el análisis económico así como el psicológico.

Desde la perspectiva psicológica, la problemática recibe otras denominaciones: análisis sobre el rendimiento académico, la motivación y estilos de aprendizaje del alumnado, las dificultades de aprendizaje y, más recientemente, se suman también los estudios sobre la convivencia en las aulas y el acoso, y que han encontrado eco incluso en la creación de organismos. Ya tiene más de una década aquel ‘Qué será de nosotros, los malos alumnos’, de Álvaro Marchesi.

Desde la óptica de la economía, en especial desde la teoría del capital humano, tenemos la suerte de haber contado en Valencia durante más de dos décadas con investigación financiada y que se ha traducido en la serie de Cuadernos de Capital Humano así como en los estudios de población. También desde la óptica económica se ha explicado la situación del fracaso y del abandono temprano. Igualmente, desde la geografía humana también hay alguna publicación que retrata el caso valenciano, tanto para la educación reglada como para la no reglada. Podríamos hacer referencia también a los informes FOESSA, de cita frecuente en esta sección, o a datos más oficiales en la medida en que proceden del Comité Económico y Social de la Comunidad Valenciana, que dedica un capítulo a la educación en sus memorias anuales de la situación socioeconómica y laboral en la Comunidad.

Otras explicaciones, quizá menos conocidas, son las que proporcionan entidades que están trabajando con jóvenes que han abandonado el sistema o que están tratando de reengancharse al mismo, como es el caso de la Fundación Adsis; o de aquellas que han realizado estudios por parte del propio profesorado, como el caso reciente del Colectivo Lorenzo Luzuriaga, o el estudio promovido por la Fundación Alternativas. Es el caso también de estudios que se realizan a partir de metodologías cualitativas, como los trabajos de Abiétar en Valencia y de Salvà en Mallorca, o el estudio sobre las variables que inciden así como sobre los recursos que se proporcionan para combatir el abandono escolar temprano financiado por la UAFSE en Castilla La Mancha.

Desde una perspectiva estrictamente pedagógica, es inevitable citar los trabajos de María Teresa González y Juan Manuel Escudero, entre los que destaca el monográfico de la Revista Profesorado, así como también los de Francesca Salvà y, sin duda alguna, los dos monográficos que la Revista de Educación ha dedicado a la cualificación profesional básica en el años 2006 y al abandono temprano en 2010.

Todas estas aproximaciones evidencian que, sea cual sea la denominación, la educación de la juventud tiene un problema, y es un problema que se traduce en desigualdades en educación, por lo que tiene que ser abordado desde la política educativa tanto como desde la política social. Desigualdades que tienen que ver con la pobreza infantil, que se hereda. Que tienen que ver con la precariedad laboral, hacia la que se encamina a cada vez más gente. Que tienen que ver con la emancipación de la juventud, y con su prolongación sucesiva, ya que todo se estira: el acceso a la vida adulta, el acceso a un empleo seguro, la emancipación familiar, la edad de jubilación ...

Si el mercado laboral tuviera otro comportamiento o funcionamiento, si hubiera una oferta de empleo suficiente y razonable, es probable que ni el fracaso escolar ni el abandono escolar temprano merecieran la atención que reciben. En otros lugares en los que la escuela se ha mostrado muy elitista durante mucho tiempo, como el Reino Unido, abandonarla no fue un problema hasta finales de los años setenta, cuando empezó a ser más difícil obtener un puesto de trabajo. Las historias de rechazo escolar ilustradas por Paul Willis en ‘Aprendiendo a trabajar, cómo los chicos de clase obrera consiguen trabajos de clase obrera’ dejaron de tener sentido en el momento en que las transiciones entraron en escena o, mejor dicho, en que las transiciones se convirtieron en la meta de la educación o, en sí mismas, en un problema educativo.

Pero, por otra parte, el sistema productivo tuvo un comportamiento poco decente en nuestro país durante los años de bonanza económica, al atraer hacia sí a jóvenes que todavía estaban cursando estudios, en una invitación al abandono mediante una oferta difícilmente compatible con los estudios y tan poco cualificada que desvaloraba la formación, impidiendo la terminación y la obtención de la titulación. En algunas comunidades autónomas, entre ellas la valenciana, este fenómeno de abandono inducido era frecuente en los ámbitos del turismo, la construcción o la cerámica, por poner algunos ejemplos. No se tendría que haber incentivado ese tipo de contratación, que ha dejado tras de sí cifras considerables de personas adultas sin titulación.

En definitiva, el fracaso tiene tendencia a heredarse, por estar vinculado a más causas que la mera intervención del sistema educativo, se muestra con más virulencia en la educación secundaria obligatoria, si bien tiene con frecuencia su origen en la educación primaria y su mejor mecanismo de prevención en la educación infantil, y afecta tanto al derecho a la educación como probablemente al derecho al trabajo y, por lo tanto, a la incorporación a la vida adulta como persona de pleno derecho.

A quién afecta en mayor medida y cómo

Uno de los colectivos más afectados por el fracaso escolar y el abandono escolar temprano es precisamente el de la población adulta. Por una parte, jóvenes adultos, que no han alcanzado los 30 años o que hace poco que los cumplieron, y que dejaron el sistema educativo para entrar al mercado laboral con apenas cualificación, de modo que en este momento se encuentran sin empleo y sin formación. De hecho, está cambiando el perfil tradicional de la población destinataria de la educación de personas adultas, al tiempo que está reclamando también una demanda mayor de lo que la oferta de centros de EPA puede atender en la Comunidad Valenciana. Convendría conocer mejor el cambio en este perfil, al que se refiere el profesorado de EPA, a su vez disperso también por la situación atípica en la que se ha encontrado esta oferta educativa en los últimos 20 años, con una ley que nunca se puso en marcha y con una cobertura distribuida entre las entidades municipales, que soportan el peso principal de esta modalidad.

Un segundo colectivo es el de los menores que se encuentran en situación de desamparo y a los que la Generalitat Valenciana tutela mal que bien, que atienden tanto a centros residenciales de Recepción, Acogida y Emancipación, así como a Centros de Día, y cuya tutela educativa queda en manos de lo que cada centro tenga posibilidad de hacer, sin que haya un plan específico para procurar su escolarización exitosa. Sin duda, se trata de una población que tiene necesidades urgentes que atender, pero entre ellas se debe considerar también a la educación, para evitar que el desamparo infantil y juvenil pase a ser desamparo, vulnerabilidad y exclusión ya en la vida adulta. Sin poner en riesgo la privacidad y el anonimato que merecen las y los menores atendidos, se requieren estudios que permitan conocer sus trayectorias escolares, con frecuencia jalonadas de cambios de centro, y que probablemente no son mucho más exitosas que sus propias trayectorias vitales.

En tercer lugar, no nos podemos olvidar de los jóvenes con medidas judiciales, que están cumpliendo penas y para los que el castigo se antepone a la educación con mucha frecuencia, sobre todo a la educación escolar. En un mundo que cada vez desconfía más de la adquisición de contenidos y que propone valorar a las personas en términos de competencias, llama la atención que no se eduquen ni se capitalicen tampoco las múltiples competencias para la vida que tantos de estos jóvenes han acumulado y ejercitado para asegurar su supervivencia en contextos con frecuencia hostiles, tanto familiares y de vivienda como incluso escolares, ... Es poco lo que conocemos de esta situación, algo se ha estudiado en la ciudad de Valencia y también hay algún estudio en proceso, en el que una de las problemáticas principales es seguramente el absentismo, como paso vinculado al fracaso y previo al abandono temprano de la formación.

Por otra parte, nos encontramos también ante una situación insólita: la de todas aquellas personas, jóvenes así como adultas, también etiquetadas, incluso en la legislación (el artículo 12 de la Ley de las Cualificaciones y la Formación Profesional), que les reserva medidas específicas que podríamos entender de discriminación positiva pero que se siguen considerando como segregadoras: jóvenes inmigrantes, sea cual sea su origen y forma de llegada, como si eso no marcara grandes diferencias, jóvenes de minorías étnicas entre las que se encuentra, no lo olvidemos, la etnia gitana. Incluso aunque la legislación no lo establece claramente, no resulta tan extraño pensar en la oferta de Formación Profesional Básica como una opción apropiada para determinados grupos de personas para las que la continuación de estudios postobligatorios no parece considerarse la opción más apropiada.

Hemos de hablar también, sin duda, de jóvenes con algún tipo de diversidad funcional, escolarizados en centros de educación especial o en centros ordinarios con el apoyo de medidas de integración, que encuentran obstáculos para progresar dentro del sistema educativo más allá de los niveles obligatorios y que, pese a los muchos esfuerzos y mejoras en materia de integración, sigue resistiéndose a una inclusión igualitaria, en particular en lo relativo a las vías académicas, en tanto que las vías profesionalizadoras muestran más flexibilidad y apertura.

Hemos comenzado hablando de personas adultas para acabar refiriéndonos a la población joven porque es en la etapa de la adolescencia que las personas vamos conformando nuestras identidades en un juego de exploración y compromiso, que afecta tanto a las distintas dimensiones de la persona, desde la sexual a la ocupacional pasando por la personal o la social. Y el sistema educativo parece en ocasiones más atento al currículo que ha de impartir que a las transformaciones que afectan a la población juvenil y que sin duda están contribuyendo a la transición a su vida adulta, a su proceso de maduración como personas y ciudadanos de pleno derecho.

Qué sabemos que no funciona

Lo cierto es que los problemas educativos son problemas complejos y que requieren una solución práctica. No son problemas que se dilucidan en unas cuantas páginas, que se resuelven con declaraciones de intenciones más o menos acertadas sobre cómo habría que atajarlos, sino que son problemas que se dirimen en el espacio de la relación educativa que se construye a lo largo de la historia de la escolaridad de una persona y, en la actualidad, a lo largo también de la historia de formación no escolar.

Así pues, en principio, y tal y como se pone de manifiesto con la llegada del abandono escolar temprano a jóvenes de clase media, son las transiciones como novedad, como problema, las que nos llevan a tener que reubicar el papel de la educación y la formación en este nuevo periodo de la vida de las distintas personas, que ha de ser distinto al papel del sistema educativo, que no prepara para transitar más que por él mismo.

Las soluciones al rechazo, absentismo, fracaso y abandono pasan por comprender mejor estos fenómenos pero pasan también por la necesidad de intervenir. Sin comprensión no hay intervención adecuada, pero la intervención tampoco puede demorarse cuando se inicia el proceso de fracaso que con tanta frecuencia conduce a la exclusión educativa, y laboral, y social. Dado que se trata de una problemática compleja, no basta una única respuesta.

Hay que romper moldes que nos anclan en tensiones del pasado, como el debate entre comprensividad y segregación, igual que la intervención médica de urgencias tiene lugar mediante servicios de atención específica y bien dotados de recursos para atender las situaciones de mayor gravedad. O el debate sobre la financiación de la educación, que en el caso del absentismo, fracaso y abandono está con tanta frecuencia externalizado e infrafinanciado, quedando en manos de intervención municipal. Si esta problemática se presenta en forma de proceso, y no de actuación puntual, es necesario que la intervención y su financiación sean a largo plazo: no es prudente que la atención a esta problemática sea por medio de programas anuales, a los que cada centro debe concursar. Ante la magnitud del problema, tendría que haber iniciativas en la mayoría de centros escolares, sin duda alguna en la mayoría de centros escolares públicos, puesto que es en ellos donde se acumula la población que lo padece.

Hay que responder al fracaso desde claves organizativas y no sólo con medidas de carácter curricular. La institución escolar conserva todavía el monopolio de la educación, aunque cada vez resulta más claro que la formación tiene lugar mucho más allá de las fronteras escolares: la escuela tiene sus funciones pero no es la única ni, en ocasiones, la mejor garante del derecho a la educación. Sin cambios organizativos no hay respuesta sencilla, sin revisar la función y por lo tanto la organización y el funcionamiento de la institución escolar, no sólo lo que enseña. Sin cuestionar su hegemonía como institución educativa.

No se puede seguir pensando que la única opción posible para quien muestra desafección por la escuela sea derivarlos a la Formación Profesional Básica, como propone la LOMCE. No puede ser ni la única ni la última compensación educativa. No se puede descargar la reducción del abandono educativo temprano mediante una oferta de Formación Profesional Básica ni mediante la Formación Profesional Dual. No se puede hacer frente a la problemática educativa, vinculada a una problemática de desigualdad social así como a un sistema productivo incapaz de ofrecer suficientes puestos de trabajo en calidad y decencia, sin cuestionar otro tipo de prácticas vinculadas a la formación, la vinculada al empleo fuera del sistema educativo.

El mercado de la formación para el empleo, tanto la inicial como la continua, debiera ser parte de las políticas educativas de este país, en lugar de funcionar como un mecanismo paralelo y en gran medida desregulado, del que no existe una planificación detallada, ni una oferta ordenada, ni se propone con una anticipación suficiente, ni tiene una estabilidad necesaria, y que casi siempre constituye una oferta formativa de corta duración, salvo la excepción de las escuelas taller. Cualquier joven que continúa en el sistema educativo sabe que sea cual sea la opción que elija al terminar la educación obligatoria, le resuelve al menos los dos próximos años de su vida y, con cierta frecuencia, los siguientes también, mediante la continuación de estudios en semejante orientación profesional. Sin embargo, cualquier joven que abandona el sistema educativo antes de culminar la ESO o recién terminada, tiene ante sí opciones de formación de corta duración, para las que apenas recibe orientación porque ni siquiera la oferta se conoce con antelación, fruto como es de fuentes de financiación dispersas y variadas, públicas y privadas, ofertada por entidades y agencias de todo tipo, empresariales, sindicales, sin ánimo de lucro, con ánimo de lucro, locales o deslocalizadas.

Es imprescindible que haya un entendimiento entre las administraciones de educación y las de empleo, que estén dispuestas a colaborar, que piensen en el beneficio de la población antes que en preservar sus propias cuotas de poder, de presupuesto, de capacidad de maniobra e intervención. Una muestra clara de esta difícil cooperación está en los contratos para la formación y el aprendizaje, reconocidos desde la aprobación misma del Estatuto de los Trabajadores, y que deberían tener como objeto la formación y el aprendizaje, en tanto que habitualmente han sido un rincón en el que poder disponer de mano de obra a buen precio, sin hacer todo lo posible por garantizar el cumplimiento del objeto del contrato, en el que tanto abuso ha habido, tanto por parte de la formación presencial como a distancia. Es la única vía que existe, que ha existido en las últimas casi cuatro décadas en España, para compatibilizar formación y empleo con el objeto de mejorar en ambos ámbitos, y sin embargo es una vía muy poco utilizada, muy abusada y con apenas control, si es que alguno ha habido, sobre su dimensión formativa. Y una realidad escasamente estudiada, por la dificultad de acceso a la información.

Qué sabemos que funciona

Mientras tanto, hay prácticas que se muestran eficaces y resistentes, a pequeña escala: organizaciones locales, organizaciones especializadas en determinados colectivos, organizaciones que trabajan en el espacio de las transiciones más complejas, las que no discurren por las vías escolares tradicionales, académicas y profesionales. Algunas entidades sin ánimo de lucro incluso se están asociando para reclamar su función en el panorama educativo, en busca de proporcionar segundas oportunidades en formación. En la Comunidad Valenciana, uno de los aciertos de la puesta en marcha de la Garantía Social, allá por 1994, consistió en autorizar a entidades municipales e instituciones sin ánimo de lucro con experiencia en el trabajo con jóvenes a impartir esta modalidad de formación, y en estos 22 años ha habido muchas experiencias valiosas de recuperación educativa en la que han participado muchas de estas entidades. Desde 1996, se invirtieron muchos esfuerzos en implicar a los IES en esta formación, hasta llegar a la situación actual con la separación entre FPB y PCPB.

Algo en lo que tienen también buena tradición algunos municipios, que hace ya tiempo se asociaron en una red temática que ha contado desde hace tiempo con el apoyo de la FEMP, dentro de su iniciativa de ciudades educadoras. Algo que conviene recordar en esta época en la que las administraciones locales, en aras de la estabilidad presupuestaria, han visto muy mermada, incluso legalmente, su capacidad de intervención, lo que ha llevado a reducir y poner en riesgo la permanencia de programas de carácter social y educativo que han constituido la única opción de continuidad en la educación para muchas personas que no proseguían su formación, o bien la interrumpían, en el sistema educativo reglado.

Sabemos que hay medidas que han funcionado a lo largo de las tres últimas décadas en materia de compensación educativa: una formación más práctica, una formación más integral y menos dispersa, una formación en grupos más reducidos, una formación en la que el profesorado desempeña también el papel de personas adultas de referencia para las y los jóvenes. Una formación en el que hay atención a las demandas personales propias de la época Una formación en la que la evaluación final se apoya en una evaluación continua que tiene carácter formativo y no sancionador. Una formación en la que el ritmo de las personas se tiene en cuenta. Una formación más activa. Una formación exigente y no discapacitadora, proporcionando conocimientos rigurosos pero también relevantes.

Pero hay que explorar también otras soluciones

Hay que reconsiderar el papel de la formación para el empleo. Hay que pensar en aumentar y diversificar la oferta formativa para que sea por una parte suficiente y por otra apropiada, lo que a su vez la hará más atractiva para una parte de la población. Hay que pensar en la prolongación de oferta, en la publicidad de oferta, en la diversificación y polivalencia de oferta, frente a mirada estrecha que vincula la formación para el empleo sólo a cualificaciones profesionales. Hay que pensar en formas de reconocimiento, tanto administrativo como también en términos de relaciones laborales, de las cualificaciones adquiridas.

Hay que proporcionar trayectorias con recorrido en lugar de una sucesión de acciones que son aisladas y están descoordinadas. Hay que facilitar oportunidades educativas que se orienten a la autonomía personal, a la capacidad de identificar la propia vocación y a facilitar la posibilidad de seguirla. Oportunidades que libren a las personas de la dependencia de instituciones en las que han recalado al abandonar el sistema y donde encuentran reconocimiento como personas jóvenes en un mundo hostil, motivo por el que se muestran reacias a abandonar esas instituciones. La articulación de la Garantía Juvenil es crucial en este sentido, siendo fundamental que se recabe información precisa de todas las acciones que se realizan bajo este marco de financiación. En la actualidad, no hay ningún registro, pese a que es la administración (la de Empleo, en este caso) la que está encargada de gestionar esos fondos, con lo cual se ha convertido en una acción que se orienta a individuos particulares en lugar de utilizarse para articular las transiciones en el territorio.

Hay que facilitar el acceso al empleo en condiciones que les permitan priorizar la formación, especialmente durante la juventud. Que no se presenten como incompatibles entre sí, en contra de lo que ha sido la tradición mejor asentada en nuestro país. Quizá por ahí debieran ir los esfuerzos para potenciar la Formación Profesional Dual, rescatando el sentido que la legislación otorga a los contratos para la formación, para el aprendizaje y en prácticas; los cuales ya constituían de hecho el mejor marco para esa pretendida dualidad; más si cabe en un sistema de formación profesional como el español que, pese a ser escolar, tiene legalmente reconocidas las prácticas en empresa desde 1974, activadas en la Comunidad Valenciana desde 1984 y con carácter obligatorio desde la implantación de los títulos LOGSE.

Hay que reconsiderar el papel de la EPA, que ha visto cómo se transformaba el perfil de su alumnado tradicional, que ha pasado a estar conformado por gente joven, y que cumple un papel fundamental mientras que tampoco ha cambiado la forma de entender lo que representa esta formación ni, por supuesto, ha cambiado la forma de entenderla como política socioeducativa: sigue habiendo dispersión e inestabilidad de oferta educativa, vinculada en parte a la Conselleria de Educación, en parte a los municipios o a las diputaciones provinciales. Un profesorado de EPA que no cuenta con una formación específica inicial, puesto que ninguna de las universidades valencianas tiene un itinerario que especialice en esa dirección en los grados de Magisterio, pese a ser una de las recomendaciones que en su día figuraban en las directrices ministeriales. Un profesorado que, además, hasta muy recientemente, ha visto desatendida también su formación continua, por lo que ha tenido que gestionarla por su propia cuenta.

El último informe de la Unión Europea sobre estrategias para combatir el abandono escolar temprano apunta a la necesidad de recabar buena información y a activar medidas de tres tipos: preventivas, de intervención y de compensación. Pero lo primero es disponer de buena información, no sólo con carácter genérico, sino de cada uno de los alumnos. Nada más fácil, hoy en día, en la sociedad de la información, con la cantidad de información de la que disponen los centros escolares, porque la administración educativa les obliga a ello, que está informatizada en el programa Itaca en la Comunidad Valenciana y que debería ser explotada para poder seguir las trayectorias individuales y adoptar medidas preventivas en el momento en que se empiece a vislumbrar la problemática. La información está disponible pero en estos momentos no hay quien la analice, y tendría que ser la administración educativa la encargada de hacerlo, o bien liberar al profesorado en los centros de otras responsabilidades para poder atender a estas.

Los centros deben poder decidir qué tipo de medidas activar en cada caso sin tener que depender de que la legislación educativa las haya contemplado previamente y sin tener que haber solicitado financiación para las mismas en el curso anterior. Desde luego, las convocatorias para facilitar la intervención educativa en situaciones de riesgo no pueden ser convocadas una vez finalizado el curso escolar, un error reiterado en anteriores gobiernos y en el que ha incurrido también el actual.

En los centros con una alta recurrencia de absentismo, fracaso o abandono, tendría que haber un apoyo plurianual de la administración, tanto con recursos financieros como mediante el apoyo comprometido de la inspección educativa, de la formación del profesorado, de las condiciones de acceso del profesorado a los centros, incentivando la estabilidad de las plantillas comprometidas con un proyecto educativo y, seguramente, dando cabida también en los claustros a profesionales de la educación social que puedan atender a las y los jóvenes en sus transiciones más allá de la dispensación del currículo de la ESO. La entrada de la educación social en los IES debiera ir normalizándose, y buscando su ubicación en el claustro de forma más acertada que la que se produjo cuando hace dos décadas empezó a normalizarse la presencia de profesionales de la psicopedagogía en los centros.

En última instancia, si las medidas son sólo escolares, seguramente no se podrá hacer bien frente al problema. Si en los hogares hay pobreza o desempleo, si hay violencia doméstica, si hay problemáticas familiares que afectan a la convivencia e incluso a la supervivencia en condiciones dignas, las medidas escolares no encontrarán buen acomodo. Las medidas preventivas pueden ser de carácter puntual, pero las medidas de intervención y compensación se han de sostener en el tiempo, no se han de prolongar de manera indefinida, sino activarse cuando sea necesario.

*Fernando Marhuenda Fluixá, Departamento de Didáctica y Organización Escolar Universitat de València

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