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Opinión - Pedir perdón y que resulte sincero. Por Esther Palomera

Cíclopes

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Antiguamente, solo cada uno sabía lo que hacía dependiendo de su habilidad para pasar desapercibido o, dado el caso, de su talento para delinquir. Por eso nos amenazaban con aquello de que Dios lo ve todo y todo lo sabe. Nos convencieron de que su ojo —por alguna extraña razón uno atemoriza más que dos— no dejaba de vigilarnos fuera lo que fuera que estuviéramos haciendo o tramando, y lo conocía aun antes de que ocurriera. «Descubres desde lejos mis propósitos, ves si camino o reposo; todas mis sendas te son familiares; no me llega aún la palabra a la lengua cuando tú, Señor, ya la sabes toda» (Salmo 139:1-4). Era un farol, pero funcionaba, todos nos sentíamos vigilados por ese ojo panóptico. Ahora ha dejado de ser un farol y funciona mejor todavía. Ahora estamos expuestos a todas horas a la mirada y el control ajenos, pero no por parte de Dios. Este cada vez ve menos, como el Vaticano, que no lo vio venir. La curia pontificia, en lugar de dedicarse a hacer webs con la esperanza de captar a algún internauta despistado, debería haber demonizado a Internet y a todas sus pompas desde el primer momento, como hizo con Satanás, debería haberle hecho la guerra frontal a esa hidra llamada red de redes que no para de crecer y de aumentar su poder. Ahora ya es tarde y le han comido la tostada.

A la mayoría nunca nos llegó ninguna prueba de aquel superpoder divino. Sin embargo, de que ahora somos espiados tenemos todo tipo de evidencias. Hace poco se difundió un vídeo en el que se podía ver a una señora obrando en el váter. Se lo había hecho su robot aspirador mientras barría (el robot; ella estaba sentada en la taza). Según el fabricante, esas imágenes se obtienen y se analizan para mejorar la eficacia del electrodoméstico en cualquier circunstancia. Puede que sea verdad. Lo que no se sabe es por qué nos damos por satisfechos con esa explicación y no les decimos que entrenen al cacharro espiando a sus parientes más queridos. Es un misterio, pero lo cierto es que nadie se puede llamar a engaño. Metemos a esos voyeurs en casa y nos sometemos a su control a sabiendas. A partir de ese momento ya no podemos decir que somos espiados. O nos hemos vuelto unos exhibicionistas, o resulta que la privacidad, esa preciosa criatura que surge de la coyunda entre la soledad y la libertad, era una carga con la que ya no podíamos más, y la cuarta revolución industrial ha venido a librarnos de ella. Posiblemente, esa era una de las muchas cosas que fallaban en el paradigma divino. Dios nos amenazaba con el castigo, y estos no. Estos dicen que, hagamos lo que hagamos, no pasa nada. No nos censuran, tan solo quieren conocernos a fondo para ayudarnos a canalizar nuestros deseos y mejorar nuestra existencia.

Puede que hayas olvidado dónde fuiste la semana pasada, como se llamaba aquel bar, qué ruta seguiste, dónde pusiste gasolina, cuánto tardaste en llegar, dónde aparcaste o a qué hora regresaste. Google no olvida nada, ellos registran cada movimiento que haces gracias al móvil que llevas en el bolsillo, y tienen una cosa que se llama historial de ubicaciones. Todo lo saben y lo registran, en qué lugar del parque te sientas a echar migas a las palomas o cuándo sueles ir a Alcohólicos Anónimos para compartir intimidades con tus colegas, y sobre cada uno de ellos también lo saben todo. Y cruzando estos datos con los del GPS y los que proporciona el software de tu coche, los de tu tarjeta de crédito, tus visitas recurrentes a ciertas webs, los comentarios que dejas en los foros, tu lista de deseos de Amazon, tus valoraciones en las páginas de servicios, las encuestas en las que participas, tus suscripciones, lo que le dices al asistente virtual, tu lista de contactos, o los datos que voluntariamente dejas en las redes sociales, más los que te manga algún cracker de esos que luego hacen phishing, vishing, scamming y smishing, te conviertes en un libro abierto, en una de esas aves anilladas por los biólogos, en uno de esos delfines a los que han injertado un chip. Y eres tan feliz como ellos. No tienes que sufrir las siniestras amenazas de aquel Dios inquisitivo y eres tratado por tus monitores con una amabilidad exquisita.

Lo que con tanto celo intentábamos hurtar a la mirada de aquel que se hacía escribir el nombre con mayúsculas, ahora se lo ofrecemos sin reservas a los nuevos Polifemos omnividentes, mucho más discretos y aparentemente humildes. Por mucho que se empeñen ciertos espíritus catastrofistas, no los percibimos como enemigos. No nos juzgan, y en esa falta de juicio moral está la clave de su éxito. Mientras que Aquel hacía que miraras a derecha e izquierda antes de actuar, estos te piden todo lo contrario, que hagamos como que no los vemos, es decir, como que no nos ven. Mucho más relajado. Desaparecida la privacidad, la intimidad, el pudor, ha desparecido también el miedo. Tener miedo de que te observen se ha convertido en un escrúpulo anacrónico. Hemos aceptado el hecho de que no tenemos nada que esconder, y a la vista está que es una liberación. Aquel, con su morboso interés por saber lo que hacíamos y lo que pensábamos hacer, nos hacía creer que teníamos algo valioso que esconder, algo sagrado, e intentábamos preservarlo con un celo paranoico. Afortunadamente, cada vez son más los que saben que la caja fuerte de su alma está vacía, que su vida es insignificante, tan solo un puñado de datos en un mar estadístico, y se enfrentan a esa verdad sin miedo. Nos hemos quitado un enorme peso de encima. Y todo gracias a ellos, a los modernos y benévolos cíclopes que nos custodian.

Antiguamente, solo cada uno sabía lo que hacía dependiendo de su habilidad para pasar desapercibido o, dado el caso, de su talento para delinquir. Por eso nos amenazaban con aquello de que Dios lo ve todo y todo lo sabe. Nos convencieron de que su ojo —por alguna extraña razón uno atemoriza más que dos— no dejaba de vigilarnos fuera lo que fuera que estuviéramos haciendo o tramando, y lo conocía aun antes de que ocurriera. «Descubres desde lejos mis propósitos, ves si camino o reposo; todas mis sendas te son familiares; no me llega aún la palabra a la lengua cuando tú, Señor, ya la sabes toda» (Salmo 139:1-4). Era un farol, pero funcionaba, todos nos sentíamos vigilados por ese ojo panóptico. Ahora ha dejado de ser un farol y funciona mejor todavía. Ahora estamos expuestos a todas horas a la mirada y el control ajenos, pero no por parte de Dios. Este cada vez ve menos, como el Vaticano, que no lo vio venir. La curia pontificia, en lugar de dedicarse a hacer webs con la esperanza de captar a algún internauta despistado, debería haber demonizado a Internet y a todas sus pompas desde el primer momento, como hizo con Satanás, debería haberle hecho la guerra frontal a esa hidra llamada red de redes que no para de crecer y de aumentar su poder. Ahora ya es tarde y le han comido la tostada.

A la mayoría nunca nos llegó ninguna prueba de aquel superpoder divino. Sin embargo, de que ahora somos espiados tenemos todo tipo de evidencias. Hace poco se difundió un vídeo en el que se podía ver a una señora obrando en el váter. Se lo había hecho su robot aspirador mientras barría (el robot; ella estaba sentada en la taza). Según el fabricante, esas imágenes se obtienen y se analizan para mejorar la eficacia del electrodoméstico en cualquier circunstancia. Puede que sea verdad. Lo que no se sabe es por qué nos damos por satisfechos con esa explicación y no les decimos que entrenen al cacharro espiando a sus parientes más queridos. Es un misterio, pero lo cierto es que nadie se puede llamar a engaño. Metemos a esos voyeurs en casa y nos sometemos a su control a sabiendas. A partir de ese momento ya no podemos decir que somos espiados. O nos hemos vuelto unos exhibicionistas, o resulta que la privacidad, esa preciosa criatura que surge de la coyunda entre la soledad y la libertad, era una carga con la que ya no podíamos más, y la cuarta revolución industrial ha venido a librarnos de ella. Posiblemente, esa era una de las muchas cosas que fallaban en el paradigma divino. Dios nos amenazaba con el castigo, y estos no. Estos dicen que, hagamos lo que hagamos, no pasa nada. No nos censuran, tan solo quieren conocernos a fondo para ayudarnos a canalizar nuestros deseos y mejorar nuestra existencia.