De vez en cuando miro mi librería, a la que ya no alimento como solía, y me doy cuenta de que cada vez lo hago con más nostalgia. Lo primero que constato es que va adquiriendo un aspecto cada vez más desaliñado. Noto que el vínculo que me unía a ella se ha debilitado irremediablemente en los últimos tiempos, que muchos de los libros que contiene se me han ido volviendo ajenos, y otros me remiten a mundos desparecidos, a sensaciones irrepetibles, apelan a convicciones que estaban menos afianzadas de lo que yo pensaba. ¿Para qué los conservo, pues? No encuentro en ellos el mismo consuelo que antes, se han convertido en algo prácticamente inerte, a veces pienso que prescindible, incluso. Es un pensamiento terrible, porque la biblioteca era un ancla que me mantenía firmemente sujeto al mundo. Por no ser demasiado drástico, y porque a estás alturas ya he desarrollado una cierta propensión a evitar lo irreversible, me ronda por la cabeza la idea de quedarme con cincuenta, cien libros a lo sumo, y prescindir de todos los demás. Pero cada vez que abro uno siento la flaqueza del bolchevique ante la hija del zar que le han ordenado fusilar, o la de un vegano que se obliga a sí mismo a degollar un pollo. Hasta en el más insustancial de esos volúmenes encuentro unos ojitos de pena que pretenden hacerme recordar lo que fuimos el uno para el otro. Romper el vínculo que hay entre cada uno de ellos y yo, inevitablemente conlleva traición.
Más allá de circunstancias particulares, hay que recordar que el libro era uno de esos fetiches cuyo poder de atracción, aparentemente, era eterno. El de la música enlatada también, pero los soportes musicales han cambiado tantas veces desde que Edison grabara María tenía un corderito sobre un cilindro de estaño, que como objeto de deseo y de culto resultaban menos carismáticos. De todas maneras, para unas cuantas generaciones, acumular una buena biblioteca, una discoteca y, más recientemente, una videoteca decentes era una buena manera de evitar sentirse una cagarruta levitando en el vacío, era llenarse los bolsillos de objetos cargados de prestigio como quien se los llena de piedras para evitar que el viento lo arrastre. En este caso, el viento de la insustancialidad, del despropósito, de la nada. Los más pudientes, o los más obsesivos, procuraban hacerse también con un surtido de obra gráfica, la suficiente para cubrir la angustia que supuran las paredes en blanco, y de paso darse un poco de pisto. Era algo que conllevada sus riesgos. Una cosa es repartir las claves de tu personalidad entre los volúmenes de una biblioteca, y otra estamparla clamorosamente contra los muros. Pero si estabas un poco al día, era difícil equivocarse demasiado. Recordemos lo que molava tener colgada en el comedor una litografía del Trigal con cuervos de Van Gogh o una del Guernica en el despacho de cualquier profesional liberal.
Todo eso se está yendo al caño. Los libros se están desmaterializando, están volviendo a su estado original de energía informe. Están siendo comprimidos en soportes digitales de modo parecido a como lo estaban en la mente de los que los escribieron, antes del minúsculo big bang que dio origen a su existencia. Lo mismo ocurre con la música, e incluso con la pintura, la fotografía y todo aquello que hasta hace poco necesitaba una diversidad de soportes físicos sobre los que tomar forma. Los productos artísticos se están volviendo incorpóreos e invisibles. Están perdiendo su aura no sólo porque han perdido su condición de objetos únicos, como observó Walter Benjamin en su momento, sino porque han dejado de ser objetos sin más. Y el caso es que, a muchos, los objetos que ocupan un espacio euclídeo nos siguen resultando más familiares que los bytes, por más que nos reclamemos entes espirituales o soñemos con perdurar para siempre dentro de un chip y vivir eternamente junto a las obras completas de Ortega y Gasset, la filmografía de Bruce Lee y la discografía de Rosalía. Dicho sea de paso, es sorprendente cómo el espiritualismo religioso ha acabado convergiendo con el materialismo más extremo.
Es un hecho que nuestro entorno se simplifica, las paredes se desnudan y vuelven a mostrar su inquietante lisura, y para ver los cuadros que antes colgaban de ellas de manera serena y estable en virtud de la indefectible fuerza de la gravedad, ahora tenemos que asomarnos a una pantalla en la que se adivina la tensión que la mantiene encendida, un inquietante estrés que hace que presintamos que todo lo que allí aparece puede disolverse instantáneamente con un chasquido. La música y los libros se encriptan en archivos virtuales y los llevamos embutidos a docenas en unas modernas lámparas de Aladino que apenas abultan en el bolsillo. Y ya puede haber allí dentro un centenar de largas óperas y miles o millones de obras de arte, de películas o de libros: llevemos lo que llevemos, todo pesa lo mismo, que es prácticamente nada. Y esa falta de peso se traduce en una falta de valor percibido, que disminuye de manera ostensible.
Mientras los circuitos de los modernos soportes electrónicos respondan, podremos acceder a cualquiera de esas obras, a su holografía más bien, y reencontrar parte del consuelo que antes nos producía su tacto, su olor o su simple presencia, pero no es lo mismo. Nos han despojado de aquella piel con la que nos íbamos cubriendo a medida que crecíamos, que nos adaptábamos a los imperativos de la existencia, que nos preparábamos para la última derrota. Y de repente, nos encontramos desnudos. De ahí que uno mire su biblioteca, su colección de discos, los ya obsoletos DVD que llenan las estanterías de su casa —esos muebles también tocados por la obsolescencia—, y sienta cómo un frío letal recorre su osamenta. Por eso creo que me quedaré con toda la morralla producida por la industria cultural de un siglo ya periclitado que tengo acumulada. Y, como sé cuál será su destino cuando yo ya no esté, estoy pensando en disponer en mi testamento que la utilicen como combustible en mi funeral vikingo.
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