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¿Y tras la DANA, qué hacemos desde la universidad pública?

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Hay acontecimientos importantes, desde luego las grandes catástrofes, que se convierten en hitos de referencia a partir de los cuales no tiene mucho sentido seguir igual con según qué dinámicas. Sin embargo, por su solidez, algunas inercias previas tienden a recuperarse sin desplazar un milímetro sus objetivos, aunque estos sean tan equivocados como lo eran ya antes del acontecimiento. La DANA de València del 29 de octubre de 2024 es una de esos sucesos que nos deben hacer reflexionar sobre nuestras prioridades, sobre qué tiene sentido continuar igual y qué debemos cambiar, tanto en lo sistémico como en nuestra cosmovisión general.

¿Qué nos dice este desastre que esta vez nos ha tocado a nosotros? lo primero -algo que ya experimentamos con la COVID- que ya no hay seguridades ni riesgos fácilmente previsibles, que hemos entrado en un tiempo de inestabilidad y crisis plurales donde no vamos a vivir una continuidad tranquila en nuestras sociedades del Norte global que antes considerábamos a resguardo; y que hemos de prepararnos para ser flexibles y adaptables, para acrecentar eso que ahora se nombra tanto, la resiliencia, que básicamente es afrontar grandes problemas sin naufragar con ellos, cuando precisamente lo más lógico sería hundirnos. Todo es susceptible de ser repensado en tiempos extremos: en el escenario de agravamiento del calentamiento global y del declive de los combustibles fósiles, nuestros retos van a ser otros muy distintos, también para la universidad pública valenciana.

La universidad siempre ha dialogado con su época y su contexto, y ciertamente es fruto de ellos, pero también debe iluminarlos y guiarlos, a los tiempos y a sus gentes. Por lo tanto la universidad, al menos la pública, no solo se debe a la sociedad como un lugar de investigación y formación de acuerdo con los principales intereses empresariales y de mercado, sino que sus objetivos deben ser mucho más amplios y algo más independientes: debe también ser crítica con las dinámicas socioeconómicas que nos abocan a crisis sistémicas, debe investigar y proponer nuevos modelos y paradigmas buscando formar a sus estudiantes para sociedades más éticas, sostenibles e inclusivas; no solo para las más competitivas, productivas y tecnológicas. Por último, también debe ser ágil en los momentos de cambio estructural que el propio devenir de la historia nos ofrece, a veces de forma muy abrupta, como ahora.

A su vez, desde el compromiso de mejora social que se le presupone, debe preparar a sus alumnos no solo para el presente inmediato, sino para el futuro más que probable. Ese reto prospectivo es de la mayor importancia. Cuando asistimos, como hoy en día, a una clara quiebra de continuidad en el modelo de desarrollo alumbrado tras el final de la Segunda Guerra Mundial, por el caos climático, por el acabamiento de los combustibles fósiles de mejor tasa de retorno energético (TRE), cuando ya es bien patente la extralimitación de la huella ecológica planetaria y el deterioro extremo de los ecosistemas naturales y de la biodiversidad; ante todo ello, la universidad pública no puede permanecer callada, como si la cosa no fuera con ella. No puede dejarse simplemente llevar por la inercia dominante y continuista del modelo desarrollista que nos está destruyendo, sino ser creativa y rupturista, como lo fue la universidad pública del Estado Español en los inicios de la democracia, afrontando los retos históricos inaplazables desde la voluntad de crítica y renovación.

Pero lo que ahora necesitamos no son retoques de sostenibilidad en la línea de los moderados ODS institucionales, sino profundizar en el cuestionamiento del actual modelo de desarrollo y de progresiva complejidad tecnocientífica. Ante un horizonte de obligado decrecimiento de unas sociedades que ya chocan con sus límites biosféricos, y en un contexto de cambio climático muy poco propicio a la antigua estabilidad que permitió décadas de bonanza económica, hemos de seguir los avisos de la comunidad científica. Gran parte de ella nos previene frente a la búsqueda de un crecimiento que potencia el cambio climático y nos aboca a un modelo de multicolapsos periódicos y alternantes, de los que ya forma parte la DANA excepcional que motiva este artículo.

Si bien lo más inmediato que se espera de nuestras universidades tras la catástrofe es que ofrezcan asesoramiento en un amplio abanico de áreas como la planificación hidrológica, la ordenación del territorio, la restauración de viviendas e infraestructuras; así como apoyo en procesos de descontaminación y regeneración de la Albufera, hemos de afrontar también el compromiso más ambicioso de prepararnos para una época de incertidumbre en la que no va a darse el mismo espectro de necesidades profesionales ni de objetivos sociales en los que ahora nos afanamos.

¿Por qué apoyar la inercia expansiva de la economía y la creciente complejidad tecnocientífica en un mundo que irá simplificándose? Mantener la continuidad en la enseñanza ante un futuro discontinuo no es precisamente una buena idea. ¿Qué papel debe asumir la universidad pública ante un horizonte de decrecimiento y aumento de catástrofes de origen antrópico disfrazadas de causas naturales, que serán cada vez más recurrentes? ¿Debemos responder puntualmente a cada crisis desde la perspectiva solucionista parcheadora y proseguir luego con una enseñanza e investigación que potencian el problema de fondo? ¿Qué sentido tiene investigar en baterías para coches eléctricos privados si eso no va a solucionar el problema estructural de la movilidad y el transporte? La realidad del inicio de la fase decrecentista de nuestra civilización tecnoindustrial nos obliga a un proceso de transformación drástica en la educación pública, como parte de una necesaria transformación de la cosmovisión general.

Tras la experiencia de la DANA, el antropocentrismo necesariamente se debilita, no somos realmente poderosos en el contexto de las nuevas dinámicas de la biosfera que hemos alterado. Ante ello, dedicarnos como prioridad o referencia de progreso a proyectos como el fracasado Hyperloop o los viajes comerciales a Marte y demás sueños utópico-capitalistas se asemeja a un sueño fuera de época, ajeno a la realidad más inmediata y perentoria. Por el contrario, la universidad debería abordar nuevos modelos de enseñanza basados en unas Humanidades ecológicas aplicadas a todos los campos, también a los tecnológicos y científicos, un gran giro conceptual encaminado a reequilibrar las dinámicas culturales con sus ecosistemas de referencia y los límites biosféricos; y prepararnos para tiempos difíciles, donde las técnicas de la adaptabilidad y la prevención, así como las tecnologías sencillas, la producción agroecológica relocalizada y las estrategias encaminadas a un decrecimiento ordenado deberán ser la absoluta prioridad.