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La banalización de la disolución del Parlamento
La disolución del Parlamento es el producto de la tensión entre el principio monárquico y el principio de soberanía nacional que acompaña al constitucionalismo predemocrático europeo durante todo el siglo XIX y primeros años del siglo XX. Desde el momento en que el principio de soberanía popular se impone tras el final de la Primera Guerra Mundial de una manera azarosa y turbulenta y de una manera incontestable tras la segunda, debería haber desaparecido de la fórmula de gobierno de las democracias parlamentarias.
No ha sido así, aunque la tendencia a limitar la discrecionalidad de los gobiernos en el ejercicio de tal prerrogativa se ha ido extendiendo en los diversos países europeos. El caso de Alemania, que ha sido el mejor ejemplo de experiencia de democracia parlamentaria de los últimos 70 años, es muy expresivo. La disolución no debe ser un “premio a la posesión del poder”, sino que tiene que ser expresión de unas circunstancias realmente extraordinarias que no permitan la dirección política del país sin hacer uso de la misma.
La disolución del Parlamento está en contradicción con el principio de legitimación democrática, en la medida en que supone un reproche que los elegidos dirigen a los electores. Los ciudadanos habrían “votado mal”, como diría Vargas Llosa, y tendrían que ser reconvenidos y obligados a votar otra vez, a fin de que lo hicieran “bien”. Sean sensatos, voten con sentido común y permitan que se pueda constituir un Gobierno. Esto es lo que supone la prerrogativa de la disolución. No debería admitirse.
Ahora bien, una vez que se ha admitido, es de suma importancia la forma y la frecuencia con que se hace uso de la misma. Cuando las elecciones dejan de celebrarse “por calendario”, sino que lo hacen por decisión del partido que está en el Gobierno, se produce una erosión en la legitimidad democrática del Estado. Ejercer la prerrogativa de forma “ventajista” es un indicador de deterioro del sistema democrático.
En los estados políticamente descentralizados no se debería contemplar la posibilidad de que en las distintas unidades territoriales que lo integran, llámense estados, länder, provincias, regiones o comunidades autónomas, se pudiera hacer uso de la disolución. De no ser así, el riesgo de la multiplicación del uso de dicho mecanismo aumenta de manera extraordinaria y con ello también el de la erosión de la democracia.
El constituyente del 78 y los estatuyentes que interpretaron la Constitución a través de los Estatutos de Autonomía no incluyeron la disolución en los subsistemas políticos de las Comunidades Autónomas. La disolución se iría incorporando y no a través de reforma de los Estatutos de Autonomía, como debería haberse hecho en el caso de que se considerara imprescindible, sino de Leyes de cada una de las comunidades autónomas que así lo decidía. La disolución de los parlamentos de las comunidades autónomas se introduce, pues, de manera más que dudosamente constitucional. Pero como las leyes que la introdujeron no fueron recurridas ante el Tribunal Constitucional, la institución quedó incorporada a nuestro sistema político.
En la trayectoria de pérdida de normatividad de la Constitución, a la que hacía referencia Pedro Cruz el pasado 10 de noviembre en El País (El TC ante el riesgo de la irrelevancia), el uso de la disolución como estrategia política de partido puede acabar teniendo efectos deletéreos.
Por esa pendiente parece que va a deslizarse Andalucía, una vez que se han hecho públicas las palabras del vicepresidente de la Junta de Andalucía, Juan Marín, en una reunión interna de Ciudadanos en el pasado mes de julio, en la que dejó claro el respeto que le merece un principio tan clave para el funcionamiento cabal del sistema democrático como es el principios anualidad presupuestaria.
La banalización de la disolución del Parlamento es un indicador del proceso de regresión democrática que amenaza al sistema político que se puso en marcha con la Constitución de 1978. Es un indicador que viene a sumarse a otros varios que viene haciendo acto de presencia desde hace varios años, que todavía están esperando respuesta, como la definición de la posición del Rey como monarca parlamentario o la integración de Catalunya en el Estado.
Jugar con la disolución del Parlamento es comportarse como un aprendiz de brujo. Suele ser una muy mala forma de ejercer el poder.
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