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Legitimidad de origen/legitimidad de ejercicio

Juan Carlos I en una imagen de archivo.

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En el relato en el que ha descansado el sistema político ordenado jurídicamente a través de la Constitución de 1978, la figura de don Juan Carlos de Borbón ocupa el lugar decisivo. Fue don Juan Carlos quien renunció unilateralmente a los poderes omnímodos que había recibido del general Franco y los traspasó generosamente a la sociedad española, a fin de que esta pudiera constituirse democráticamente. No había nada que obligara al rey a actuar de esa manera y, sin embargo, lo hizo. Gracias a don Juan Carlos, España dejó de ser una dictadura para convertirse en una democracia.

Esa vinculación entre monarquía y democracia del momento constituyente se renovaría el 23 de febrero de 1981, fecha en la que don Juan Carlos I abortó el golpe de Estado protagonizado por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero. El cuarenta aniversario de aquella operación de salvamento de la democracia española por el rey se ha celebrado de la forma solemne por todos conocida.

No cabe duda de que, tras la muerte del general Franco, el rey Juan Carlos I hizo uso de los poderes exorbitantes que había heredado del dictador para dirigir la operación de tránsito de las leyes fundamentales a la Constitución de 1978. Y tampoco cabe duda de que, si no se hubiera desautorizado el golpe de Estado del 23F, se habría interrumpido el proceso democrático que estaba dando sus primeros pasos. El mito fundacional de “La Transición” se ha construido con base en unos acontecimientos históricos de los que hay constancia.

Aunque el conocimiento que tenemos de esos acontecimientos históricos es limitado, ya que información muy relevante sobre los mismos está “clasificada” y protegida por la Ley de Secretos Oficiales de 1968, vamos a dar por bueno que la conducta de don Juan Carlos I de Borbón fue tan “modélica” como la que se ha transmitido a la sociedad con el relato de “La Transición”.

Una vez aceptado el relato de “La Transición”, se impone la conclusión de que la monarquía cuenta con una “legitimidad de origen” en el sistema constitucional de 1978. Aunque no fuera sometida a referéndum, se podría admitir que las Cortes constituyentes reconocieron su aportación a la recuperación de la democracia y la aceptaron como “forma política del Estado español”.

Estaríamos aceptando con ello que la conducta de don Juan Carlos durante “La Transición” habría neutralizado el hecho de que la monarquía había sido “restaurada” por el general Franco tras una rebelión militar contra un estado democráticamente constituido como era la Segunda República. Y que Juan Carlos I, para adquirir la condición de rey, había tenido que jurar las leyes fundamentales. Vamos a aceptar todo esto.

¿Puede entenderse que esa “legitimidad de origen” comporta una “legitimidad de ejercicio”, independientemente de cuál sea la conducta del rey en el desempeño de la jefatura del Estado? ¿Está exenta en todo caso y para siempre la conducta del rey en cuanto jefe del Estado del examen por parte de las Cortes Generales que “representan al pueblo español” (art. 66.1 CE)? ¿Puede una democracia “plena” aceptar que el portador de un órgano constitucional del Estado pueda actuar de manera contraria a lo previsto en la constitución y en el resto del ordenamiento jurídico? ¿Le es de aplicación al rey el artículo 9.1 de la Constitución, que dispone que “los ciudadanos y los poderes públicos están sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”?

Las preguntas se responden por sí mismas. No hay democracia que pueda aceptar que el portador de la jefatura del Estado, sea monárquica o republicana, disponga de una patente de corso para delinquir. No hay democracia que pueda tolerar que, una vez que existen indicios de conductas delictivas por parte del rey, no se pueda investigar por las Cortes Generales su ejecutoria como jefe del Estado.

El argumento de que la Constitución atribuye a las Cortes la función de investigar la acción del Gobierno pero no la del jefe del Estado únicamente puede esgrimirse desde el desconocimiento de los principios elementales del derecho constitucional. Las Cortes Generales, en cuanto órgano legitimado democráticamente de manera directa, único órgano con tal legitimación, no necesitan autorización de ningún tipo para hacer lo que estimen pertinente. La Constitución “no autoriza” nunca a las Cortes Generales para hacer algo. Únicamente le prohíbe desconocer el “contenido esencial” de los derechos fundamentales. Pero nada más.

Una vez que existen dudas sobre la legitimidad de ejercicio en la trayectoria del rey, las Cortes Generales no solamente pueden, sino que deben constituir una comisión de investigación, para analizar dicha trayectoria y adoptar las decisiones que se estimen pertinentes, con la finalidad de prevenir cualquier ejercicio desviado por parte de la jefatura del Estado de la tarea que tiene constitucionalmente encomendada.

Lo que está en juego es la credibilidad de la democracia española. Las “regularizaciones fiscales” de don Juan Carlos tienen toda la apariencia de ser la punta del iceberg. No resulta creíble que don Juan Carlos solo actuara de esa manera después de la abdicación. Las Cortes Generales tienen que investigar el origen del patrimonio de don Juan Carlos. La sociedad española necesita ser informada no sobre el uso de unas tarjetas black o sobre unos vuelos en aviones privados, sino sobre la forma en que don Juan Carlos de Borbón ha desempeñado la jefatura del Estado.

Estamos ante un problema de naturaleza constitucional, que tiene o puede tener, además, una derivada penal. Pero fundamentalmente se trata de un problema de naturaleza constitucional y únicamente las Cortes Generales pueden enfrentarse al mismo.

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