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Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.

La nueva normalidad

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias se abrazan durante el debate de investidura del pasado enero.

Javier Pérez Royo

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En la serie histórica que se inicia con las elecciones generales de abril de 1979, nunca se había conseguido formar Gobierno con menos de 156 escaños hasta que Mariano Rajoy rebajó la cifra a 137 en julio de 2016. El récord establecido por Mariano Rajoy, tras “declinar” la invitación del rey después de las elecciones de diciembre de 2015, en las que el PP obtuvo 123 escaños, ha sido batido por Pedro Sánchez en todas las investiduras de las que ha sido protagonista.

Pedro Sánchez ha llegado a ser presidente del Gobierno a través de una moción de censura con 84 escaños y a través de una investidura con 120. Ha fracasado en dos investiduras con 90 y 123 escaños respectivamente. Por lo que indican todos los estudios de opinión, parece que de ahora en adelante la nueva normalidad para la formación de Gobierno va a oscilar en torno a los 120 escaños.

El número sería menor todavía, si no fuera porque nuestro sistema electoral se definió preconstitucionalmente entre la Ley para la Reforma Política de 1976 y el Real Decreto-ley de marzo de 1977 de normas electorales, con una “desviación calculada” del principio de igualdad en la composición del Congreso de los Diputados, con la finalidad de promover un sistema bipartidista imperfecto, pero bipartidista.

Nuestro sistema electoral materialmente preconstitucional, que se ha mantenido incólume desde que la Constitución en 1978 y la Ley Orgánica de Régimen Electoral General de 1985 lo hicieron constitucional, tiende de manera “natural” a favorecer a los grandes partidos de ámbito estatal. Ello se traduce en una “prima” electoral considerable en cuanto un partido supera el umbral del 30% del sufragio e incluso cuando se aproxima a dicho porcentaje. Más todavía cuando se aproximan ambos. Así estuvo ocurriendo desde 1979 hasta 2008. La “prima” electoral del PSOE y del PP ha sido considerable en esos años. En 2011 el PP cumplió su papel en el guion, pero no el PSOE, que protagonizó un descenso enorme. Desde las elecciones de diciembre de 2015, en que el protagonista del descenso fue el PP, ni siquiera con este sistema electoral hay forma de aproximarse al bipartidismo. El bipartidismo “turnante” diseñado para asegurar la Segunda Restauración de la Monarquía ha dejado de estar operativo. La tendencia sigue todavía operando. Ha perdido la funcionalidad que tuvo en el pasado y supone un estorbo en el presente. Parece que va a ser así por tiempo indefinido. Algo similar a lo que ocurrió en la Primera Restauración tras la crisis del 98.

La quiebra del bipartidismo ha afectado por igual a los dos grandes partidos de gobierno del Estado, el PSOE y el PP, aunque de manera diferente a cada uno de ellos. Al partido de gobierno de la derecha española lo ha dejado sin mayoría parlamentaria. Desde las elecciones de diciembre de 2015, la derecha española carece de mayoría parlamentaria, aunque “su” partido de gobierno gane con claridad las elecciones. Se comprobó en las elecciones de julio de 2016, en las que el PP ganó con claridad las elecciones, pero Mariano Rajoy necesitó para la investidura la “abstención” del PSOE. Fue una “falsa” mayoría de investidura desvinculada de la mayoría de gobierno, como el triunfo de la moción de censura en 2018 se encargaría de demostrar. En las elecciones generales celebradas en 2019 esa carencia de mayoría parlamentaria de la derecha española se ha vuelto a confirmar. La suma de todos los escaños capaces de articularse en torno al PP queda lejos de la mayoría absoluta.

Para el partido de gobierno de la izquierda española, la situación es diferente. En el Congreso de los Diputados, desde las elecciones generales de diciembre de 2015 ha habido una mayoría parlamentaria para que el PSOE pudiera formar Gobierno. Es una mayoría bastante estable. Siempre por encima de los 180 escaños y con tendencia a estar por encima de los 190.

Se trata de una mayoría muy heterogénea, pero bastante sólida, en la medida en que carece de alternativa. O mejor dicho, la posible alternativa es la que le proporciona solidez. El miedo a la alternativa de la derecha, acrecentado con la llegada de VOX, ha permitido la formación de Gobierno al PSOE y lo protege frente a una posible censura.

El problema para Pedro Sánchez es que “a la contra” no se puede gobernar. Hay que gobernar en positivo, poniendo en práctica un programa de Gobierno y, para ello, la heterogeneidad de la mayoría parlamentaria es imprescindible, pero es una dificultad. La gobernabilidad hay que ganarla “partido a partido”.

Un cierto aprendizaje de esta manera de gobernar lo tuvo Pedro Sánchez durante el año de gobierno tras la moción de censura. Aprendizaje insuficiente, como evidenciaría su reacción tras el resultado de las elecciones generales del 28 de abril de 2019. El “sueño” del bipartidismo y de la posibilidad de conseguir un porcentaje de voto superior al 30% que le proporcionara una “prima” en el número de escaños le condujo a la insensatez de la repetición electoral, que ha estado a punto de costarle la investidura. El resultado de las elecciones del 10 de noviembre puso fin de manera inmediata a la ensoñación. Lo que era imposible antes del 10 de noviembre, pasó a ser inevitable el 11. El resultado del 10 de noviembre “vacunó” al PSOE frente al espejismo de la vuelta al bipartidismo. Nada permite indicar que el PSOE puede situarse muy por encima de los 120 escaños en el futuro en el que es posible hacer predicciones y, en consecuencia, gobernar va a exigir sumar con otros partidos.

Ese es el aprendizaje de esta legislatura. Con la convicción de que es así para el futuro por tiempo indefinido. El pasado anterior a 2011 no va a volver. La complejidad de la sociedad española y su expresión institucional tiene que aprender a ser tratada de manera diferente a como lo ha sido en el pasado. Si no se consigue, es el propio sistema político ordenado a través de la Constitución de 1978 el que no va a poder sobrevivir.

Tomemos como primera referencia la renovación de los órganos constitucionales para los que se exige una mayoría cualificada: magistrados del Tribunal Constitucional, miembros del Consejo General del Poder Judicial y Defensor del Pueblo.

El mandato de los dos últimos ya ha caducado y el de un tercio de los magistrados del primero caduca este año. La no renovación no es una opción. En el caso de que no pudiera producirse la renovación, habría que aprobar por el procedimiento de urgencia una reforma de las leyes reguladoras del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial, para evitar que se perpetúen el el ejercicio de las funciones que dichos órganos tienen encomendadas mayorías que ahora no serían simplemente antigubernamentales, sino, posiblemente, antidemocráticas.

La fórmula bipartidista del pasado ya no sirve. El resultado carecería, además, de la “legitimidad” que el ejercicio de tales funciones constitucionales exige.

Tenemos que inventarnos una nueva forma de hacer política. No es una opción, sino una necesidad.

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