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El principio de anualidad presupuestaria

La ministra María Jesús Montero, antes de entregar el Proyecto de Presupuestos para 2019.

Javier Pérez Royo

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Al principio de anualidad presupuestaria no se le ha prestado apenas atención desde la entrada en vigor de la Constitución, porque ha sido respetado con regularidad sin interrupción. La rutina de la imagen del ministro de Hacienda depositando el proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado en el Congreso de los Diputados el 30 de septiembre en la forma de una gran cantidad de volúmenes que se transportaban en una furgoneta en los primeros decenios de la democracia y en la de un pendrive en los últimos años, ha estado abriendo los telediarios de manera ininterrumpida desde 1979. A dicha presentación seguía un trimestre de intensa actividad parlamentaria con dos momentos estelares: el de la admisión a trámite y debate de las enmiendas de totalidad, que nunca prosperaban, que se producía en la primera quincena de octubre y el de la aprobación final en los últimos días de diciembre, una vez que el Proyecto había hecho todo el recorrido previsto en la Constitución y en los Reglamentos del Congreso y del Senado.

El principio de anualidad presupuestaria se refiere al año natural, pero su tramitación se inicia con el año académico. El proceso de presentación y aprobación de los PGE en las fechas previstas constitucionalmente es la mejor expresión de la normalidad en una democracia parlamentaria.

En la legislatura 2011-2015 se produjo la primera ruptura de la normalidad. En este caso, “por exceso”. Ha sido la primera y hasta el momento la única legislatura en que las Cortes Generales han aprobado cinco y no cuatro Presupuestos Generales del Estado. El presidente del Gobierno Mariano Rajoy, sabedor tras los resultados de las elecciones europeas de mayo de 2014 y de las elecciones autonómicas y municipales de mayo de 2015, que en las elecciones generales que se tenían necesariamente que celebrar antes de que finalizara 2015 no iba a conservar la mayoría absoluta que había obtenido en 2011, presentó el 30 de septiembre un Proyecto de Ley de Presupuestos para 2016, que fueron aprobados por las Cortes que serían inmediatamente disueltas. De esta manera el presidente del PP se aseguraba contar con Presupuestos aprobados si, como todas la encuestas indicaban, su partido ganaba las elecciones, pero sin la mayoría suficiente para gobernar en solitario.

Aunque no es tema que sea completamente pacífico, la opinión dominante es que no se ajusta a la Constitución que unas Cortes Generales elegidas para cuatro años aprueben los Presupuestos de cinco y, por lo tanto, en ese otoño de 2015 se produjo la primera vulneración “por exceso” del principio de anualidad presupuestaria.

A partir de las elecciones del 20 de diciembre de 2015, el principio ha sido vulnerado por defecto. Se ha desvinculado por completo la tramitación de los Presupuestos del calendario constitucional establecido al efecto y, además, únicamente se han conseguido aprobar unos en casi cinco años. Presupuestos que fueron aprobados, por lo demás, de manera bastante heterodoxa, muy lejos de lo que había sido hasta el momento la norma parlamentaria de negociación de los mismos.

La “potestad presupuestaria” que exige la colaboración del Gobierno, que posee de manera exclusiva y excluyente la facultad de elaborar el Proyecto de Ley, con las Cortes Generales, que tienen, también de manera exclusiva y excluyente, la facultad de aprobarlos, ha dejado de ser ejercida casi por completo en los últimos cinco años.

Se trata, posiblemente, del indicador más expresivo de la crisis constitucional que está atravesando el país. La ausencia de Presupuestos supone que no hay mayoría parlamentaria que pueda poner en práctica el proyecto de dirección política del país con base en el cual se produjo la investidura del presidente del Gobierno. Sin dinero, como advirtió El Federalista (Capítulo XXX), no hay Estado, ya que “el dinero ha sido considerado, con razón, como el principio vital del cuerpo político, como aquello que sostiene su vida y movimiento y le permite ejecutar sus funciones más vitales”. Eso es lo que representan los PGE en la democracia constitucional. Son el instrumento más importante para la dirección política del país.

Llevamos más de cinco años sin dicho instrumento, ya que los Presupuestos de 2016 fueron aprobados por una mayoría parlamentaria que dejó de existir antes de que se iniciara la aplicación de los mismos. La mayoría existió en el momento de la aprobación, pero no en el de la ejecución. Es una forma en cierta medida fraudulenta de dar cumplimiento a la exigencia constitucional.

Desde 2015 el Estado español viene operando sin unos Presupuestos Generales jurídica y políticamente indiscutibles. La inercia constitucional ha hecho que la rueda administrativa del Estado haya seguido girando, pero sin el impulso de la dirección política que debe presidir su movimiento.

Este es el reto más importante con el que tiene que enfrentarse el presidente del Gobierno de coalición constituido con base en los resultados de las elecciones generales del 10 de noviembre de 2019. Reto al que se ha añadido la complicación que supone la emergencia primero sanitaria y a continuación económica generada por la COVID-19.

Pedro Sánchez no ha conseguido todavía enviar a las Cortes Generales un Proyecto de Ley de Presupuestos. Este año ya no puede no hacerlo. El depósito por la Ministra de Hacienda el 30 de septiembre del Proyecto de Ley de Presupuestos en las Cortes Generales no es una opción, sino una necesidad. Del cumplimiento de esa obligación no puede exonerarse el Gobierno.

Políticamente la votación de los Presupuestos Generales para 2021 son una suerte de votación de investidura, en el caso de que la votación sea positiva, o de rechazo de una cuestión de confianza, si la votación es negativa. Es la continuidad de la legislatura lo que está en juego. De ahí que la tensión política es previsible que alcance una intensidad todavía superior a la que se ha vivido durante la votación de la quinta prórroga del estado de alarma, en la que se movió Roma con Santiago para hacer estallar el Gobierno de coalición.

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