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David Wojnarowicz, el artista que usó su infierno en la prostitución y la homofobia para concienciar sobre el VIH

David Wojnarowicz con Tom Warren, Autorretrato de David Wojnarowicz, 1983–84

Mónica Zas Marcos

En 2010, casi veinte años después de su muerte, una galería de Washington cedió ante las organizaciones católicas y retiró una obra del artista David Wojnarowicz (1954-1992). Se trataba de A Fire in My Belly (Un fuego en mis entrañas), una película que mostraba una hilera de hormigas rojas caminando por un reloj, un montón de billetes y un crucifijo, y cuyas imágenes fueron rodadas en México en 1986.

Para los curas era una obra “impía”, pero para él fue la forma de clamar contra la brutal crisis del sida que estaba azotando a todo su entorno en aquella época. El VIH arrasó también con la vida de Wojnarowicz a los 37 años y, aún así, décadas después venció el discurso mojigato frente al que alertaba contra una epidemia que todavía hoy mata a un millón de personas al año en todo el mundo.

La revisión La historia me quita el sueño, que el Museo Reina Sofía le dedica al pintor, escritor y activista norteamericano, no obvia esta última faceta porque es imposible. Está más ligada a él que cualquiera de sus creaciones plásticas.

Sin embargo, hace apenas un año, la organización ACT UP contra el sida y a la que Wojnarowicz estaba adscrito, le sacó los colores al Whitney Museum de Nueva York por dar una imagen romantizada y errónea de la crisis del VIH. Como si el artista fuera un héroe del pasado y su activa militancia por los derechos LGTBI ya no fuese necesaria: “El sida no es historia”, tuvieron que recordar en una protesta frente al museo.  

Aquella muestra es la misma que la que acaba de llegar a Madrid, pero en esta ocasión no falta contexto social y político. Aun así, hay detalles de la vida del artista en los que merece la pena ahondar más allá de sus lienzos, sus collages y el objetivo de su cámara.

David Wojnarowicz nació en Nueva Jersey sumido en la violencia. Su padre Ed, marino mercante, era un abusador alcohólico que maltrataba a su mujer y a sus tres hijos. En ocasiones contaba que una vez llegó a servirles a su propia mascota cocinada para la cena. Su amiga, la escritora Fran Lebowitz, describió su infancia como “el fondo clásico para un asesino en serie”. Después de saltar de casa en casa de acogida durante una temporada, David se trasladó a Nueva York con su madre, pero el dolor había dejado secuelas que serían imborrables.

La obra que mejor define aquellos años es la más famosa que se puede observar en la exposición, One Day This Kid (1990). Un crío vestido con tirantes, con grandes orejas y dos prominentes paletos sonríe mientras que el texto que le rodea describe un futuro próximo marcado por las agresiones y la homofobia.

"Un día este niño se hará grande. Un día este niño hará algo que provoque que los hombres que visten los uniformes de sacerdotes y rabinos, hombres que habitan en ciertos edificios de piedra, pidan su muerte. Un día los políticos promulgarán leyes contra este niño.

Un día las familias darán información falsa a sus hijos y cada niño traspasará esa información de manera generacional a sus familias y esa información se diseñará para que la existencia de este niño sea intolerable. Todo esto empezará en uno o dos años, cuando descubra que desea situar su cuerpo desnudo sobre el cuerpo desnudo de otro chico"

Ya de adolescente, paseaba por los muelles del río Hudson y por los vertederos del Lower East Side. En estos dos escenarios comenzó a crear con materiales reciclados, a hacer grafitis, a intercambiar sexo por dinero y a inyectarse heroína. En esta época también estaba convencido de que su verdadera vocación era la poesía gracias a su idolatría por Arthur Rimbaud, a quien descubrió en una visita a su hermana en París.

No fue un escritor conocido, pero publicó una serie de conversaciones conmovedoras con los personajes marginales que se encontraba en las noches de Manhattan. Prostitutas, vagabundos, drogadictos e inmigrantes formaron el collage literario The Waterfront Journals, con el que Wojnarowicz se sintió narrador de los marginados y escandalizador de las élites, justo como lo fue Arthur Rimbaud en el siglo anterior.

Quizá el poeta francés no le inspirase lo suficiente en sus versos, pero sí para una de las sesiones fotográficas más míticas que se tomaron en la Nueva York de los años 70. Consiste en 39 instantáneas que muestran a amantes y colegas anónimos del arista posando con una careta de Rimbaud.

Se puede ver a Rimbaud en un grafiteado vagón de metro, a Rimbaud introduciendo una jeringuilla en su brazo izquierdo, a Rimbaud con su pene en la mano o a Rimbaud cruzando entre el denso tráfico de la gran manzana.

David ya tenía asumido que no iba a ser un artista cómodo, académico ni de los que pasa desapercibido, y justo en esa época conoció al gran amor de su vida, que también sería una suerte de maestro e incluso de figura paternal: el famoso fotógrafo Peter Hujar.

El retratista de Vogue y GQ formaba parte del círculo bohemio que asistía a Danceteria, el club nocturno de moda donde Wojnarowicz servía copas y que hacía las veces de galería de arte. Hujar le sacaba veinte años y fue muy claro en cuanto al futuro de su pupilo: debía olvidarse de la literatura y dedicarse plenamente al arte.

El primer trabajo de Wojnarowicz inspirado en su nuevo amigo fue Peter Hujar Dreaming (1982), con el que el joven empezó a adquirir un registro surrealista, alegórico y, lo más importante, bastante combativo en sus pinturas. Hujar había vivido en primera persona el estallido de las protestas homosexuales en Stonewall en 1969, y su discurso político estaba mucho más estructurado, lo que caló enseguida en David.

Alentado por su mentor, empezó a criticar despiadamente una sociedad que, a su modo de ver, degradaba el medio ambiente y excluía a las personas que vivían en los márgenes. Esta profundidad se observa en el cuarteto de pinturas que representa los cuatro elementos creado en 1987: Tierra, Fuego, Aire y Agua, donde cada uno narra un Armagedón ecológico.

Ese año también murió Hujar víctima de una enfermedad relacionada con el sida. Wojnarowicz lo retrató en su lecho de muerte tras un largo y doloroso calvario en el que nunca dejó de buscar soluciones. En una de las páginas de su diario, llegó a contar que visitaron a la desesperada una clínica de Long Island donde los curanderos inyectaban heces humanas a los pacientes.

Un año más tarde de la muerte de Hujar, David recibió su propio diagnóstico de sida. El arte que desarrolló desde ese momento hasta su muerte sería furiosamente político. En Sin título, de la serie Sex para Marion Scemama (1989), el artista agregó a la imagen de una locomotora varias burbujas con fotografías reales de antidisturbios, una película porno de un hombre practicando sexo oral o un artículo que detallaba el asesinato de un chaval gay de 19 años.

Al mismo tiempo, los legisladores republicanos pedían que los homosexuales fueran puestos en cuarentena, señalados e incluso asesinados. Y Wojnarowicz era implacable con ellos.

Los pies de página de sus fotos, como los de las 23 que tomó al cadáver de su amigo Hujar, eran cada vez más lúcidos y despiadados, y muchos se pueden leer en la revisión del Reina Sofía. “Todo lo que hago, lo hago pensando en Peter: mi hermano, mi padre, mi vínculo emocional con el mundo”, reconoció en palabras textuales.

David Wojnarowicz murió en 1992 a la misma edad que su héroe Arthur Rimbaud. Lo hizo lleno de ira, tras haber luchado contra políticos y ganado contra las asociaciones ultracatólicas que retiraban sus obras sin permiso. Él no hubiese permitido que su Fuego en las entrañas desapareciese de aquella galería de Washington en 2010, al menos sin pagar las consecuencias.

Porque ese atentado contra la libertad era la historia que le quitaba el sueño, y la que también debería quitárnoslo al resto en un mundo al que se le llena la boca hablando de progreso.

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