Juan Muñoz, el escultor que borró los límites entre realidad y ficción

Ángeles Oliva

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Lo primero que encuentra el visitante de sala Alcalá 31 (Madrid) son dos figuras oscuras recortadas, como de teatro de sombras, colocadas sobre un suelo de dibujos geométricos que crea una ilusión óptica. Son dos centinelas, uno con el arma preparada, el otro la tiene en el suelo. Juan Muñoz está proponiendo con ellas un relato, una historia a completar.

El artista, como explica el comisario de la muestra, Manuel Segade, en una visita guiada este martes, introdujo la ficción en sus obras, llenas de juegos visuales, trucos, espejos, imágenes dobles y una gran teatralidad.

Juan Muñoz fue uno de los artistas más destacados de su generación y, aunque vivía en Madrid, realizó la mayor parte de su trabajo fuera de España. Murió en 2001, con 48 años, por un aneurisma durante unas vacaciones en Ibiza. Su último trabajo fue el encargo de la Tate Modern de Londres para su sala de turbinas: la impresionante Double bind, una gran instalación en la que se unen todos los temas que preocupaban al artista, que había expuesto ya en la Documenta de Kassel o en la Bienal de Venecia.

La exposición de Alcalá 31 se llama Todo lo que veo me sobrevivirá, una cita de la poeta rusa Anna Ajmátova que Muñoz tenía anotada en un post-it sobre un póster de Scarface en el que se ve a Al Pacino disparando, y que estaba en su habitación de Londres mientras preparaba la exposición de la Tate. La muestra, que recoge la producción de Muñoz en los años 90, es la primera parte de un proyecto más amplio que continúa con otra exposición en el Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M) de Móstoles (Madrid) entre junio y noviembre.

Sin límites entre realidad y ficción

“Juan Muñoz entra en la historia del arte contemporáneo internacional porque en los 80 es uno de los artistas que más incide en el diálogo entre el teatro y la representación. Hace que no haya distancia entre lo que es expositivo y lo que es real en un espacio. En el momento que entras en una instalación, todo lo que hay alrededor se ha convertido en una obra de arte. Juan trabajaba en ese lugar en el que los espectadores se convierten en protagonistas de la propia obra de arte, en el que hemos aceptado ser parte del espectáculo”, explica Manuel Segade, director del CA2M. Y añade cómo, con ello, Muñoz fue un precursor de lo que ocurrió a partir de 2001 con la cultura contemporánea, cuando empezaron a borrarse los límites entre ficción y realidad, y cita a la premio Nobel Annie Ernaux, que hace autoficción. “Juan no solo estaba trabajando sobre eso, sino que también anunciaba ya la fatalidad que significa confundir ficción con realidad, cuáles eran los peligros de manipulación cuando la ficción lo hubiera abarcado todo”, asegura el comisario.

En el recorrido pasamos a una de las primeras figuras de enanos que realizó Muñoz. En este caso es una mujer, Sara, una de las pocas figuras femeninas de su trayectoria. Junto a otro enano, Jorge —cuya escultura también está en la exposición— trabajaron con Muñoz en su estudio de Madrid. Segade explica cómo los cuerpos no normativos están en el trabajo de Muñoz. “Él decía que cuando te encontrabas a un enano, por ejemplo, en un paso de cebra, sentías una sensación de culpabilidad extraña, de tener la culpa de que alguien sea distinto a mí. Y esa sensación de alteridad es lo que él trabajó psicológicamente a lo largo de sus obras”, cuenta el comisario. Este añade otro motivo por el que Juan Muñoz tiene un peso tan importante en el arte del siglo XX: “Lo que se repite como un mantra a lo largo de toda su biografía es que es uno de los escultores que a finales del siglo XX recupera la figuración como algo fundamental. Él parte de un lugar frío, conceptual y distante pero genera un trabajo hiperemocional, que afecta emocionalmente al espectador, por eso tal vez puede llegar a un gran público, a diferencia de otros artistas”.

27 figuras que conversan entre sí

En la parte central de la sala está una de las piezas icónicas de Muñoz: La plaza, un conjunto de 27 figuras humanas, todas masculinas, con rasgos chinos, que parecen interactuar entre ellas, y en la que se ve la teatralidad que atraviesa el trabajo del artista. Juan Muñoz la hizo expresamente para el Palacio de Velázquez de Madrid, donde se expuso en 1996 como parte de la primera retrospectiva organizada por el Museo Reina Sofía. Fue comprada por dos coleccionistas alemanes, y nunca había vuelto a España. Las figuras son un poco más pequeñas que el tamaño de una persona, algo que el artista hacía en todas sus figuras humanas. El espectador no puede mezclarse con ellas, solo contemplarlas en la distancia, tal como quiso el autor.

Manuel Segade explica cómo la obra interpela a quien la mira: “Los chinos están todos riéndose por algo, parece que ha ocurrido una anécdota que no conocemos, es una narrativa de la que estamos absolutamente excluidos. Es más, incluso parece que los chinos pudiesen estar riéndose de nosotros. Originalmente, Juan había puesto otro chino en el medio, que era la anécdota central. Pero cuando estaban montando la exposición, decidió que no estuviera y eso es lo que hicieron, lo retiraron y así es como se expuso. El crear ese espacio de silencio, de vacío es lo que hace que la pieza sea magistral”, reflexiona el comisario, que explica que todas las cabezas son la misma, las veintisiete se basan en una cabeza del siglo XIX arrugada, encontrada en un anticuario, una cabeza que Muñoz duplica y cambia de escala.

Balcones vacíos, figuras que ríen a carcajadas

Al subir al piso de arriba, hay que cruzar dos columnas con dos esculturas de fuego de bronce, como si se cruzara un umbral, para encontrarse con una escultura formada por dos figuras humanas, “Dos sentados en el muro”, siguiendo la cadena de pares o dobles que recorre el trabajo de Muñoz. Estas dos están sentadas en dos sillas al borde de la pared, colgando, parecen a punto de caerse. Ríen a carcajadas y, otra vez, estamos fuera de la historia, no sabemos el motivo de su risa. “Hay un realismo, un hiperrealismo incluso, en las caras. Pero luego está la distancia de ese color gris. Juan era daltónico, por cierto, y por eso hay poco color en sus piezas. Con la técnica de resina que se ve en varias piezas, al empapar los tejidos con la resina consigue solidificarlos, transformarlos en otra cosa. Y en las manos hay otra vez la renuncia a la representación fidedigna, las manos son guantes llenos de resina que se han solidificado y se convierten en una cosa como de muñeco, como humanoide. Eso es parte de esa distancia siniestra, de esa grima que quiere dar, parece que hay una cercanía y de repente, ves algo que te dice no, esto no es humano y no es como yo. Y eso es parte de un juego con la representación”, cuenta Manuel Segade.

Las primeras obras de Juan Muñoz fueron instalaciones con elementos arquitectónicos como balcones, pasamanos, suelos o escaleras, que aparecían aislados y vacíos, como una especie de escenarios a los que parece que están a punto de llegar los actores, alguno de los cuales puede verse en la exposición. Más tarde empezó a crear figuras humanas que al principio eran personajes aislados como ventrílocuos, sin nadie que les ponga voz o apuntadores de teatro en un escenario vacío, sin nadie a quien hablar. En los años 90 esas esculturas empezaron a ser menos estáticas y a relacionarse entre ellas, hasta llegar a los grupos de figuras humanas que juntas consiguen crear un espacio, una escena teatral. Son sus Conversation pieces, como la obra La plaza de la exposición, con esas figuras de pie colocadas cuidadosamente en grupos que invitan a quien las mira a interaccionar con ellas. Con ellas Muñoz ironiza sobre la incomunicación. Son figuras que parecen conversar entre sí, sin conseguirlo. El silencio, el sonido o la ausencia son cuestiones que siempre interesaron a Muñoz.

El silencio, el sonido y la incomunicación

En 1997 Juan Muñoz empezó a crear figuras que tenían que instalarse colgadas del techo. En la exposición está suspendida una de ellas, Con la cuerda en la boca, con la que el artista rinde homenaje a la pintura de Degas Miss La La, una trapecista del siglo XIX en París que había cautivado al público al elevarse del suelo sujetando su cuerpo a una anilla con la boca. De nuevo, el silencio: si la figura habla, se cae y muere. “Juan parte de unas teorías de los años 80 que plantean que una obra de arte no solo te está hablando del tema del que trate, sino que la forma de verla y el cómo la interpretas es el propio tema de la obra de arte. Digamos que aquí no solo es un personaje colgado, sino que los que estamos colgados somos nosotros ante la representación. Esa cosa de dejarte suspendido que es algo que es continuo en su trabajo, como en sus muñecos de ventrílocuo de los 80, que están esperando a que los hagas hablar, pero son de bronce y no van a hablar nunca”, explica el comisario de la exposición.

La exposición de la sala Alcalá 31 tendrá su segunda parte en el Centro de Arte 2 de Mayo de Móstoles a partir del 17 de junio, el día en que el artista habría cumplido 70 años. En esa exposición, llamada En la hora violeta, en referencia a un poema de T. S. Eliot, se mostrarán los trabajos de la primera etapa del artista. “No es que haya otro Juan Muñoz pero va a enriquecer muchísimo la visión de su trabajo porque están esos titubeos del principio, cosas que no son el lenguaje al que estamos acostumbrados ahora. Veremos a un artista todavía en parte por hacer”, concluye Manuel Segade.