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Tres claves para descifrar el arte de Roy Lichtenstein en la actualidad

Crying Girl, 1963 © Estate of Roy Lichtenstein, VEGAP, Madrid, 2018

Francesc Miró

En 1961, el artista sueco Claes Oldenburg alquiló varios locales del Lower East Side de Nueva York para llevar a cabo una idea que había cocinado durante años: quería desdibujar aún más los límites del arte y el negocio sobre los que había pivotado la filosofía del pop art. Así creó la llamada The Store : un lugar en el que se suponía que vendía de todo, pero dónde los objetos no se podían comprar. Oldenburg había construido una instalación que pronto se convirtió en catedral para adeptos.

Tan pronto podías ver allí a Andy Warhol bebiendo en una esquina, como a Roy Lichtenstein negociando los términos de su nueva exposición en la galería de Leo Castelli, el hombre más poderoso del artisteo del momento. Allí, uno de los precursores de lo que hoy llamamos performance -Allan Kaprow-, le dijo a Lichtenstein algo que guiaría su obra para siempre: “para ser arte, el arte no tiene que parecer arte”.

Con este objetivo puede intuirse que se ha pensado Roy Lichtenstein: Posters, una exposición organizada por la Fundación Canal que reúne algunos pósters del artista en un ambiente que recuerda a un edificio en obras. Colección de 76 obras que recorren varias décadas de trabajo del autor sin profundizar en ninguna, con el único hilo conductor de su nombre. Buena excusa para acercarnos, no obstante, a uno de los máximos exponentes del arte que no quería parecerlo.

Un proyector le catapultó a la fama

Roy Lichtenstein llevaba años buscando su estilo cuando se convirtió en uno de los artistas más cotizados del mundo. Su madre, pianista, siempre se había preocupado por que él y su hermana tuviesen herramientas para expresar sus inquietudes artísticas desde su más tierna infancia. Y eso les llevó a conocer, por voluntad propia, museos, escuelas de música y academias de artes y literatura.

No obstante, desde que saliese de la facultad de Bellas Artes de la Universidad de Ohio había producido todo tipo de obras pictóricas y escultóricas, sin reconocer en ellas un estilo propio.

En 1961, sin embargo, se le ocurrió proyectar una viñeta de un cómic, una escena dramática que le hacía especial gracia, sobre un lienzo. Para luego replicarla pintando sobre la imagen.

En aquella época el cómic barato -el más accesible al bolsillo del norteamericano medio-, se imprimía mediante la técnica Ben-Day: puntos de color minúsculos separados entre sí que creaban el efecto de capa de color sólida en el ojo humano. Pero que ampliados al tamaño que reproducía Lichtenstein creaban un efecto totalmente distinto y rompedor. Algo que le catapultó a la fama.

“Para alcanzar el éxito, suele bastar con tener una sola buena idea: Facebook, Google o James Bond. Lichtenstein la tenía”, escribía el director de arte de la BBC Will Gompertz en el ensayo ¿Qué estás mirando?. A partir de entonces, “destruyó -u olvidó por completo- todo su trabajo previo y se concentró en producir sus características obras basadas en la imitación del sistema Ben-Day de los cómics. Llegó a la fama tan rápido como los propios héroes populares que pintaba”.

Roy Lichtenstein: Posters  no nos explica demasiado de la figura del autor. Tampoco lo pretende, pues sus textos explicativos se centran en una visión genérica que recalca constantemente, y de forma un tanto banal, que era alguien que vendía muchos cuadros y por tanto alguien relevante. Pero del estilo que le lanzó al estrellato podemos ver entre sus paredes obras como Whaam!, Crying Girl, I love Liberty o Crak!. 

Un Lichtenstein por una política pop

Se suele asumir que el pop art  no tenía repercusiones políticas. Que representaba la frivolidad de la sociedad capitalista más escapista. Las Latas de sopa Campbell  de Warhol, los collages de Hamilton y las Dos hamburguesas con queso de Oldeburg parecían ser arte ingenioso, sexy y efectista que, más allá de lo llamativo, no pretendía rascar en el tejido social del momento.

De hecho, tanto Warhol como otros compañeros de su generación prefirieron crecer como artistas al margen de la política. El maestro del pop art  rehusaba a menudo pronunciarse en según que temas, aludiendo que todo lo que quería decir siempre estaba en su obra. Incluso renegando de sus raíces en el pueblo de sus antepasados en Miková, Eslovaquia, como contaban en el New York Times.

Pero que sus mayores exponentes reiterasen su intención de mantenerse al margen de la política, no significaba que el movimiento en sí no tuviese una influencia en la realidad social de su época. “El pop art no era un movimiento estúpido en el que los artistas producían obras fáciles para un público pueril, sino un movimiento profundamente político y plenamente consciente de cuáles eran los demonios y escollos que acechaban a la sociedad que retrataba. Los artistas pop, como los impresionistas en 1870, miraban a su alrededor y documentaban lo que veían”, explicaba Gompertz.

En este sentido, la exposición Roy Lichtenstein: Posters  acierta en rebuscar las ocasiones en las que el artista se posicionó ante una sociedad cambiante y politizada hasta la médula. Aunque no lo hiciese hasta pasados los sesenta.

Lichtenstein trató en su obra asuntos como la segregación racial, el hambre y la pobreza en países en vías de desarrollo y la paulatina destrucción del medio ambiente por parte de una sociedad no suficientemente concienciad. Y eso se puede rastrear en obras como Against ApartheidSave Our Planet Save our Water o Care - World Hunger Crusade. 

No fue hasta el final de su carrera que no se decidió a apoyar abiertamente a un candidato a la Casa Blanca. Se mojó por el Partido Demócrata apostando por Michael Dukakis -como se observa en la obra Dukakis!, también expuesta en Fundación Canal-, que fue derrotado por George H. W. Bush en las elecciones presidenciales de 1988. Y volvió a hacerlo en el 92 con A New Generation of Leadership, que pretendía reivindicar la necesidad de un liderazgo renovado una vez terminado el mandato de Bush.

A brochazos contra el postureo artístico

Las obras de Lichtenstein no hablaban de la profunidad del ser humano, de su soledad o de su destino. Tenían como objeto de reflexión la sociedad de consumo y el papel del arte en la misma.

Al tiempo que se vendían como churros en el mercado del arte -la primera exposición individual del artista en la galería de Castelli vendió todos sus cuadros antes de inaugurarse-, también eran criticadas por su aparentemente tibieza conceptual, y su escaso andamiaje reflexivo. Al fin y al cabo, se pagaban verdaderas fortunas por obras producidas en serie que, a veces, podían ser viñetas de algún cómic de tu estantería.

“Los cuadros de Lichtenstein están en las antípodas del expresionismo abstracto”, escribía el director de arte de la BBC en su popular ensayo. “Si las obras de Pollock o Rothko versaban sobre la existencia y los sentimientos, las de Lichtenstein y Warhol se centraban en el aspecto material, y de paso eliminaban toda huella de sí mismos”, reflexionaba Will Gompertz.

Entre las obras que se pueden ver hasta el 5 de enero en Roy Lichtenstein: Posters,  hay algunas en las que se repite un detalle no menor en el discurso detrás de su forma de entender el arte.

En el 65, Lichtenstein pintó un cuadro llamado Brushtroke  en el que se burlaba del gran gesto del expresionismo abstracto: el brochazo, la mancha de expresión íntima y arrebatada del artista. Una obra paródica que además fue reproducida en serie y utilizada como símbolo para contradecir la clásica visión del artista único movido por impulsos e inspiración. Tanto se extendió que hoy, una escultura basada en aquel diseño decora el patio del Edificio Nouvelle del Museo Reina Sofía de Madrid, en una imagen que al autor le recordaba al aspecto que tenían unas buenas tiras de bacon frito.

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