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CRÍTICA

'Alma mater', nuestra vida en Siria

Fotograma de 'Alma mater'

Rubén Lardín

Oum Yazan es madre de dos muchachas y un niño. Su marido está ausente, enredado en la resistencia armada. En el piso de Damasco en que viven, cuya decoración habla de épocas mejores, están instalados también su suegro, una asistenta de toda la vida, el novio adolescente de una de las chicas y una pareja joven con un bebé. Son vecinos que hoy mismo, en cuanto anochezca, planean abandonar el país. Antes tendrán que salir del barrio y primero del apartamento, cuya puerta mantienen atrancada desde que empezó la guerra.

Casa tomada

Alma mater es, en cierta manera, la misma película que Under the Shadow, el título iraní que hace un par de temporadas se destacó entre la cosecha habitual de cine fantástico. Allí una mujer y su hijo permanecían enclaustrados en su apartamento en el Teherán islamista de los años 80, mientras una misteriosa presencia perturbaba su normalidad ya de por sí alterada. La estupenda película de Babak Anvari agregaba el estrato sobrenatural para transmitirnos el miedo de su protagonista a la vez que neutralizaba en nosotros cualquier intento de respuesta o explicación racional al horror.

Alma mater, por su parte, no se permite ninguna concesión simbólica, nos planta en un edificio rodeado de francotiradores y transcurre como una noche de muertos vivientes a la luz del día. Y sin metáfora que valga.

Firmada por el belga Philippe Van Leeuw, que se propone reproducir la normalidad en tiempos de guerra, la película amplifica su alcance eludiendo particularidades ideológicas, culturales o de credo. Si a Under the Shadow se le percibía una fascinante osamenta de tradición y folclore, Alma mater opta abreviar distancias para facilitarnos la identificación inmediata con una familia corriente, con sus mentiras y sus secretos.

Aunque el título original, Insyriated, no menciona la figura matriarcal, la expresión latina con que se distribuye la película en nuestro país destaca con acierto la figura de protección que la vertebra, esa madre sobre la que recae el peso acumulativo de los acontecimientos que se sucederán a lo largo del día. Episodios, salvo un té o una caricia ninguno grato, que irán edificando un drama tremendo y por momentos tremendista, escalofriante en su engarce con la actualidad y vergonzoso cuando nos percibimos aquí, en nuestra butaca y mirando una película.

Una jornada particular

Van Leeuw es astuto y elegante entregando informaciones. Pese al perfume teatral de la contención, el dibujo de los personajes y la psicología del colectivo se fortalece a partir de la fotografía, la operación de cámara y la extraordinaria dirección artística, departamentos que respetan una gramática comercial pero discreta diseminando detalles en el paisaje doméstico, sea una silla quieta frente a la biblioteca, el puñado de cepillos de dientes que presentan la circunstancia del grupo antes de que conozcamos a sus integrantes, o el gesto adquirido e incorporado como rutina en todos ellos de atrancar y desatrancar la puerta del piso cada vez que alguien entra o sale.

Aunque se afana en eludir todo el tiempo los hincapiés que requiere el espectador ordinario, Alma mater funciona con cualquier tipo de público gracias a una tersura narrativa que ni siquiera se escarpa en los momentos más terribles de la trama. Esa es la pericia de esta muestra canónica de lo que se llama cine de asedio y que sin embargo no resulta claustrofóbica porque al fin y al cabo se juega en casa.

Alma mater, que también puede entenderse como cine bélico en off, es una película de interiores pero está electrificada como un thriller y atrapa de principio a fin, momento en que caemos en la cuenta de que lo narrado, que no es poco, ha ocurrido en una única y aciaga jornada, solo un día más sobre el que meditar a la luz del plano que abrocha la película, una imagen que apela a la espera de tiempos más dignos.

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