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El castigo de Amélie

Amelie, el orgullo del cine francés de Jean Pierre Jeunet

Mónica Zas Marcos

Cuando Reif Larsen vendió los derechos de su libro, Las obras escogidas de T.S Spivet, a Hollywood, entregó a sus representantes una lista con seis nombres: Alfonso Cuarón, Wes Anderson, Michel Gondry, Guillermo del Toro, Tim Burton y Jean-Pierre Jeunet. Pero fue un correo personal el que decantó la balanza por el último. “Durante el último año y medio he leído más de 100 libros sin encontrar la historia correcta, hasta que TS Spivet me encontró a mí... estoy enamorado”.

Hasta donde sabemos, Reif es terrícola, y eso significa que en su día cayó inevitablemente en las garras de Amélie. En todas las entrevistas que ofrece el joven escritor, cita esta cinta naif para ilustrar su pasión hacia Jeunet. ¿Tendrá esto que ver con que T.S Spivet sea la película más ameliense del director hasta la fecha? Para los amantes de Delicatessen y La ciudad de los niños perdidos, esta decisión no será recibida con los brazos abiertos. Sí, en cambio, por aquellos que se enamoraron del cineasta gracias a esa iconografía que revolucionó el concepto visual en el viejo continente.

Parece que en su cine de juguete todo tiene cabida y un perfecto maridaje, desde cualquier elemento anacrónico hasta los detalles más pulp fiction. Pero la realidad es que, aunque lleven Jeunet escrito en la frente, el histrionismo de su primera etapa dista mucho de los dulces papeles que le regala a Audrey Tautou y cuya candidez ha querido rescatar en su nuevo proyecto. Esta divergencia, casi generacional, le impide tener su propio ejército idólatra al estilo de Anderson o Guillermo del Toro.

El ego del fetichista

Que la personalidad de Jeunet es tendente al narcisismo no es ningún secreto. Se reconoce como un maestro de la idiosincrasia desde que abandonó la provocación asfixiante de su colaborador Marc Caro y viró hacia unos cuentos de hadas menos inquietantes. En sus inicios, el galo prometía ser el relevo generacional de Marcel Carné, gracias al espectáculo de imágenes excesivas en Delicatessen o al infantilismo gore -intensificado con el ojo de pez- de La ciudad de los niños perdidos. Estas fábulas grotescas le canjearon sus primeros reconocimientos a principios de los 90, cuando el arriesgar era sinónimo de comerle la tostada a Hollywood y de perder millones.

Todo parecía en orden hasta que llegó la joven de ojos grandes y oscuros, extrañas manías y un trastorno obsesivo compulsivo disfrazado de encanto. El impacto final tenía nombre: Amélie. Jeunet pasó de ser laureado en círculos gafapastas del cine francés a convertirse en un fenómeno mundial que parecía orbitar en otra galaxia. Los lamentos que siempre había irradiado el cineasta en entrevistas sobre lo infeliz y maltratado que sería en la Meca del cine perdieron toda verosimilitud de un plumazo. A nadie le amarga un dulce, y menos si viene en forma de enormes fajos de dólares.

La contradicción que supuso Amélie rasgó las vestiduras de quienes se habían afiliado a su estilo una década atrás. Y es que Jeunet es fetichista de la forma, pero no del fondo. Se pierde en el gran angular, los colores chillones y la música extenuante -y deliciosa-, pero no tiene problema en sacrificar sus alborotadas fantasías. Esto no sería malo, pues muchos cineastas rechazan lícitamente la continuidad en sus carreras, si no fuese por las comparaciones con el imaginario de Fincher, Michel Gondry o Wes Anderson. Todos ellos crean un universo de bola de nieve del que no salen jamás, y Amélie, aunque fresca, profunda y preciosa, fue una puñalada a traición para gran parte de sus seguidores.

Después de 2001, llegaron 2005 y 2011 con Largo domingo de noviazgo y Micmacs, pero ninguna de estas alcanzó la euforia internacional de su gran obra. Daba la sensación de que el director andaba como pollo sin cabeza por los sets parisinos sin encontrar de nuevo esa fórmula mágica comercial. Lo intentó repitiendo con su musa y más tarde con un trasfondo pacifista muy parecido al de la turbadora Amélie; pero no fue suficiente. Por suerte, la persona que se dedica a leer novelas susceptibles de convertirse en un gran éxito por Jeunet afinó el tiro con la obra del norteamericano Reif Larsen.

Miradas limpias

Un niño prodigio, de la Montana más profunda de EEUU, se escapa a la capital para recibir uno de los premios más importantes del mundo. En ese paraíso científico, T.S. Spivet busca cumplir su sueño y escapar de su desestructurada familia, formada por un cowboy taciturno y una taxidermista de insectos. ¿En qué se parece esta sinopsis a la de Amélie? En nada, en apariencia, y en todo cuando te descubres buscando -y encontrando- similitudes entre los dos filmes.

Jeunet parte de una cursilada mucho mayor que las anteriores, en parte debido al fantástico y virginal libro en que se basa. Coincide en que sus dos protagonistas principales poseen esa mirada limpia, que no ingenua, que parece transportarnos por un mundo mejor. Sin embargo, el trasfondo perturbador de la personalidad de Amélie ha desaparecido por completo en Spivet, que no tiene apenas aristas en su edulcorado relato. Y aunque la estética sea reconocible y nos haga emocionarnos con su olor añejo, la normalidad es algo que no se le puede perdonar a un maestro de lo 'raruno'.

“Lo mejor de Jeunet en años”, dicen muchos. Pero puede ser que el hartazgo que provocó Amélie en esos muchos, salpicase con pereza a sus cintas posteriores. Puede también que ahora, como redimido con el tiempo, Jeunet haya regresado haciendo un ruido excesivo. Pero de lo que no cabe duda es que es que la cinta que nos ocupa es la liberación de su autor, que se desembaraza de lo artificioso y ofrece un producto maduro y comedido. Igual esto es sólo el comienzo de una hermosa nueva etapa Jeunet.

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