CRÍTICA

Dumbledore confiesa su homosexualidad en una película aburrida y ridícula

Javier Zurro

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En uno de los momentos más emblemáticos de la serie Paquita Salas, la representante de actores cuenta que han rechazado a uno de sus clientes en El secreto de Puente Viejo por tener “demasiada pluma”. Con ironía, el personaje que interpreta Brays Efe decía que “ese era 'el secreto de Puente Viejo'”, la homosexualidad. Es curioso que J.K. Rowling haya decidido titular la nueva entrega de Animales Fantásticos como Los secretos de Dumbledore, precisamente cuando mucha expectativa se centraba en ver si finalmente el poderoso mago contaba su homosexualidad. 

La escritora ha contado en diversas entrevistas que el personaje es gay, pero ni en todas las películas de Harry Potter ni en las dos primeras entregas de Animales fantásticos había existido mención alguna a su condición sexual. Cuatro años después llega esta nueva película que confirma que Paquita Salas siempre tiene razón, porque uno de esos secretos de Dumbledore era su homosexualidad y su relación sentimental con Grindelwald, el villano que cambia de rostro. La polémica hizo que Warner Bros decidiera eliminar a Johnny Depp y fichar a Mads Mikkelsen, una elección acertada ya que el actor es una de las pocas cosas que se salvan de la película.

El Dumbledore que interpreta Jude Law —sin duda lo mejor de todo el filme— es el protagonista absoluto de esta entrega, y su pasado, uno de los misterios que se van desvelando. Su identidad sexual se aborda desde la primera escena, un encuentro entre los dos magos donde hablan de su relación sentimental abiertamente. Este asunto se abordará en varias ocasiones más, y el enfrentamiento final dará lugar a una de las pocas escenas visualmente imaginativas y emocionantes en la que ambos escuchan sus corazones mientras pelean.

Es de lo poco rescatable de una película larga (casi dos horas y media), aburrida y, sobre todo, ridícula. No hay ninguna lógica narrativa en el guion. Las cosas ocurren de forma atropellada, sin sentido. Las escenas se suceden sin ningún orden, sin que una lleve a la otra, sin que haya construcción dramática, sin generar tensión. Es confusa. Los personajes aparecen y desaparecen sin ton ni son. A este caos se intenta dar una explicación que resulta sonrojante: como el villano puede ver fragmentos del futuro hay que desconcertarle. A quienes desconciertan es a los espectadores, ya que los protagonistas se pasan más de media película tomando decisiones que nadie entiende. Apareciendo en sitios donde saben que les van a tender una emboscada.

Los giros de guion son arbitrarios. En una de las 'aventuras' de los protagonistas, cuatro de ellos acuden a una cena donde las autoridades deciden detener a uno de ellos dejando a los otros libres sin ninguna explicación. En otra, un montón de enemigos hacen rendirse a dos personajes, pero 15 minutos después se les ve empuñando su varita y luchando como si nada hubiera pasado. Todo para encadenar una sucesión de set pieces de acción que supuestamente son espectaculares, pero que ocurren entre tanto caos que es imposible sentir algo de emoción. La épica no está solo en una gran factura o en un diseño de producción fastuoso. La épica se construye, y aquí no existe. Es significativo que el momento más emotivo del filme sea cuando suena la música de John Williams para la saga de Harry Potter. 

Hay un momento, pasado la mitad de metraje, que es el resumen perfecto de la película. Después de mil aventurillas, de viajar a mil sitios, de que pierdan por el camino a varios aliados y de que nadie entienda por qué han hecho nada, todos se reúnen en Hogwarts y preguntan en qué punto se encuentra su plan. “Peor que al principio”, dice Dumbledore. Y ahí comienza realmente la película. Todo lo ocurrido hasta ese momento es prescindible y una excusa para alargar la duración y rellenar una historia que no tiene consistencia, escrita por la mismísima J.K. Rowling.

La saga de Harry Potter funcionaba como un reloj por su capacidad de crear un mundo original, una aventura para toda la familia llena de magia, humor y mucha diversión. Hasta las peores entregas se veían con una sonrisa y siempre había imágenes sorprendentes. En cambio, aquí todo huele a fórmula repetida. A criaturas hechas con piloto automático. El humor suena demasiado infantil, ya no hay conjuros, ni personajes carismáticos (Eddie Redmayne sigue estando afectadísimo como Newt Scamander). Hay una escena donde Scamander y su hermano bailan para encantar a unos escorpiones que roza el absurdo, parece concebida para niños de cinco años (como mucho).

Una infantilización que contrasta con el trasfondo de la historia, que alerta sobre los populismos, los líderes de extrema derecha y la responsabilidad de todos para no dejar que calen y se extiendan. Una pena que todo eso quede enterrado y que no se dedique el tiempo necesario a desarrollar esta idea y a profundizar en esa relación amorosa entre Dumbledore y Grindelwald, que en sus dos apuntes despierta más emoción y entusiasmo que el resto de la película.