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'Aquí', en busca del tiempo simultáneo

'Aquí', de Richard McGuire

Rubén Lardín

Una mujer tiene un déjà-vu en 2014. Dos operarios retiran lo que parece un cadáver en 1777. Una copa se hace añicos en 1982 y un bisonte pace diez mil años antes de la Era Común. Todo a la vez. En el mismo lugar en que una niña de 1936 se esconde detrás de la cortina, un plantígrado del que todavía no tenemos noticia deambula el extraño calendario de 10.175. Hay más de ocho mil años de diferencia entre ellos pero todo ocurre en las mismas coordenadas espaciales, aquí mismo.

Ediciones Salamandra acaba de publicar en castellano el revolucionario tebeo de Richard McGuire (Nueva Jersey, 1957), un milhojas de estratos temporales que condensa la historia de la humanidad en apenas unos metros cuadrados.

Si las paredes hablasen

La confección de Aquí esta fechada hace un par de años, pero en consonancia con su naturaleza, este libro ya portaba la condición de pionero mucho antes de existir. La explicación es que se trata de una versión expandida de una historieta de seis páginas que su autor publicó en 1989 en Raw, la estimulante revista dirigida por Art Spiegelman y François Mouly que fue mascarón de proa del cómic independiente y de vanguardia durante el ocaso del siglo XX.

Ilustrador habitual en The New Yorker, autor de libros infantiles, cineasta ocasional en antologías animadas como Peur(s) du noir y bajista y miembro fundador de Liquid Liquid, la banda que a principios de los 80 anegó de groove la escena no wave neoyorquina, McGuire es uno de esos perros verdes que de vez en cuando asoman el hocico al mundo del cómic para desbrozarlo, para contribuir con algo especial que ensanche el camino y lo emboque a nuevos horizontes. La aportación es en este caso una anomalía que de ninguna manera se podría adaptar al cine, lo cual ya dice mucho de su compromiso con los utensilios de la historieta.

Tampoco lo tendría fácil para escenificarse en teatro, relatarse como novela o tomar forma de canción, aunque es una obra de aspiración casi musical y guarda parentelas con todos esos lenguajes. En realidad, se le podrían encontrar afinidades en todos los ámbitos, de Cortázar a Velázquez, de Chris Marker a Robert Altman o de Alan Moore a Jerry Moriarty pasando por Chris Ware, cuyo discurso, por cierto, se explica mejor cuando se entiende lo profundamente afectado que quedó por la historieta original de McGuire. Ware, de hecho, sería uno de los principales promotores de que su colega se decidiera a retomar el proyecto, para cuya ampliación había firmado un contrato editorial en el año 2000. Hoy, con el libro resultante entre las manos, el diagnóstico del autor de Fabricar historias es una de las mejores garantías de su logro: “Os aseguro que recordaréis siempre dónde estabais cuando lo leísteis por primera vez”.

Continuidad de los parques

Aquí se empieza a leer con el escepticismo con que se enfrentan los ejercicios de estilo, donde la ingeniería y la métrica a veces se quieren por encima de la revelación, pero su maestría rítmica y de recursos y la originalidad de algunos hallazgos dramáticos pronto se demuestran al servicio de una historia múltiple, infinita, casi eterna, que, sin dejar de ser puro espectáculo para la semiótica, se acerca mucho a los dominios luminosos de la poesía en sus reverberaciones emocionales.

Sin necesidad de ir más lejos, con la mirada estática en el somero rincón de una habitación, McGuire suelta la plomada, deposita su nivel de burbuja y espera a que algo ocurra. Cuando aquello arranca, el lector, sin moverse del sitio, se va a encontrar implicado en un viaje supersónico de cientos de miles de años en lo que duran trescientas páginas. Menos. La mitad si tenemos en cuenta que su unidad es la doble apaisada, porque no hay que olvidar que nos encontramos ante un cómic que hace esquina.

Aquí es un ejercicio de psicogeografía, lisérgico por momentos, donde la percepción es el vehículo y la deslocalización dimensional el norte. El libro está lleno de correspondencias y es todo ecos de sí mismo. McGuire, que no en vano también ha sido diseñador de juguetes, hace emerger el humor cuando pone a unos personajes a jugar al Enredos venciendo el lapso que va de 1966 a 20.150. De pronto, al pasar otra página, una fiesta de disfraces nos somete a una turbación que en la realidad casi no recordábamos de qué manera se experimentaba. McGuire, que parte de su árbol genealógico y lleva el ejercicio de memoria hasta lo sobrenatural, recobra el sentido para muchas cosas que lo habían perdido, y en esos rizos y acrobacias construye un fabuloso diagrama de hechos y sucedidos que se nos revelan del mismo modo que en algunos cuadros pueden intuirse el sedimento y los arrepentimientos del artista, todo ello como inmanencias de la ganancia final.

Aquí es una pieza única que en su germen, hace tres décadas, abonó la renovación de un lenguaje que muchos consideramos el más distinguido, esotérico y capaz de nuestro tiempo. La bibliografía de su autor desde entonces se ha limitado a un puñado de historietas cortas y a este remedo apabullante, pero Richard McGuire, cuyo nombre no aparece en la cubierta del libro porque ni falta le hace, no ha necesitado más para convertir su incursión en parada de referencia. Ni más ni menos que una íntima historia de fantasmas que tiene la audacia de ponernos a cada uno en el lugar exacto que nos corresponde.

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