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Análisis

El 15M de los tractores, o la ficción neorrural que nos aleja del campo

Tractoristas participando en una marcha hacia Madrid a finales de febrero

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Las cosas a veces resultan incomprensibles. No por su propia naturaleza, sino porque forman parte de una realidad que, aunque cercana, nos puede llegar a resultar ajena. Cuando los hechos parecen incomprensibles, se inscriben en un relato que les dan orden, forma e incluso coherencia. Acudimos al relato para organizar la complejidad de una realidad que se nos escapa.

La tractorada, que ha recorrido la España vaciada hasta darse cita en Madrid, contiene una potencia disruptiva precisamente por su capacidad de generar desconcierto. Constituye un acontecimiento en la medida en que ha interrumpido la linealidad de un relato que hasta el momento había tenido una dirección única. De la ciudad al campo. El de las clases medias acomodadas que se desplazan al campo para buscar su retiro espiritual, para pausar la temporalidad acelerada de una ciudad que siempre anda con prisas, para escapar del hormigón y el cemento y reencontrarse con una naturaleza perdida y añorada.

Pero en su reverso está también el relato de las clases medias precarizadas por la crisis que, expulsadas de una ciudad que ya no les ofrece más que alquileres inaccesibles, buscan reiniciar su vida trabajando en el campo o teletrabajando desde una casa rural con conexión a internet. Movimientos en los que se encarna el síntoma de un malestar producido por la crisis y la alienación urbana, pero que a su vez petrifican la noción de campo construida desde y por la ciudad como un espacio radicalmente separado y ajeno.

En su ya clásico ensayo El campo y la ciudad, Raymond Williams discute la manera en que se ha representado la sociedad a partir de la dicotomía campo/ciudad. Williams describe las dicotomías tradicionales que han convertido el campo en naturaleza pura en oposición a lo artificial de la ciudad, en sostén de las tradiciones que se diluyen en el espacio urbano y la cultura moderna. Williams discute tales dicotomías, que presentan el campo y la ciudad como espacios separados, para proponer una relación dialéctica desde la que explorar la compleja interconexión entre el campo y la ciudad.

La tractorada desvela la complejidad de la relación dialéctica entre el campo y la ciudad. Con la tractorada se recorre el camino inverso que habían recorrido las clases medias y se recupera la trayectoria que nos permite reconstruir la interrelación borrada. El campo regresa a la ciudad para devolverle lo real de su compleja interconexión: sin el campo la ciudad se muere de hambre, como puede leerse en algunas de las pancartas que portan los tractores. Sin embargo, la simbolización de lo real encuentra resistencia por parte de la ideología/relato que ha construido sobre la dicotomía campo/ciudad.

No es de extrañar que las primeras lecturas que se hicieron de las protestas de los tractores subrayaran lo que podríamos denominar su naturaleza presimbólica, representando a sus protagonistas como prácticamente bárbaros que cruzan la frontera de la civilización y la cultura para desestabilizar el orden y el progreso que estarían representados en la agenda 2030, como conservadores enrocados en una tradición en riesgo de extinción a causa de las decisiones políticas que provienen de la ciudad, como reaccionarios enemigos de la sostenibilidad y el cuidado del planeta enfrentados a un discurso ecologista y urbano que hace peligrar las formas de vida de su comunidad.

En definitiva, campo y ciudad como dos espacios enfrentados, sin interrelación alguna, imposibles de encontrarse. La presencia de algunas banderas fascistas o de España (tanto monta, monta tanto) y el intento de apropiación de la tractorada por parte de la extrema derecha –relato que desde parte de la izquierda se asumió– no hizo más que reforzar esta visión dicotómica entre la ciudad y el campo.

Pero no hay nada original en esta narración de la tractorada y en la distribución binaria de roles. Esta visión del campo está arraigada en la cultura contemporánea. Películas tan aclamadas como As bestas o Alcarràs retratan el rural como un sector efectivamente en crisis que, sin embargo, se resiste a ser colonizado en nombre de políticas y prácticas ecológicas, por mucho que estas puedan contribuir a reflotar el sector.

En ambos filmes se establece una oposición entre el campo y el ecologismo, funcionando este último como un elemento externo que, de un modo u otro, interviene y modifica la vida en el campo. En Alcarràs se debate la conveniencia de sustituir la recolecta de los melocotones, actividad en crisis, por la instalación de placas solares. La entrada de las energías renovables en el sector rural supone la definitiva acta de defunción de un mundo que agoniza. Los discursos del progreso de la ciudad llegan al campo para salvarlo, o acaso para destruirlo. La compleja interrelación entre el campo y la ciudad de la que nos hablaba Williams aparece aquí representada como espacios diferenciados donde uno se termina imponiendo al otro.

En As bestas, por su parte, la instalación de un parque eólico en las tierras de los habitantes de una aldea gallega pauperizada es vista como la solución a sus problemas. La venta de las tierras les puede permitir escapar de un mundo que les asfixia y atrapa, reforzando lo rural como lugar presimbólico del que hay que salir para acceder a la civilización. La encarnación de sus habitantes como bestias consolida el prototipo del hombre de campo como bruto y violento que se diferencia de los delicados y sensibles franceses que han llegado al campo para reconstruirlo y repoblarlo. La película nos aleja del campo, refuerza la idea de que nos es ajeno, por medio de una distribución binaria de roles que coincide con la que ha operado en el relato de la tractorada.

Pero la descripción de lo rural como territorio asfixiante no tiene por qué funcionar siempre como una representación ancestral y ahistórica del campo, esencialista. En Panza de burro, la excepcional novela de Andrea Abreu, se describe un clima marcado por la violencia simbólica, pero también física, en una Canarias rural alejada de las playas y el turismo, a través de la amistad de dos niñas en su infancia. Se respira un aire opresor en la novela. Pero este no es consustancial al campo. Las experiencias vitales de las protagonistas, narradas de manera tan inocente como salvaje, están ancladas en un orden social que admite y legitima la violencia sobre el cuerpo de esas niñas que viven en la cara b de las imágenes paradisiacas de las postales de Canarias. La violencia en el campo no se explica por su diferencia atávica respecto a la ciudad, como un residuo de una modernidad no alcanzada, sino por su compleja interrelación, por la manera en que la ciudad produce márgenes, se deshace de un exceso que no puede admitir dentro de sus confines. El campo, en Panza de burro, no constituye la barbarie en sí, más bien es una realidad histórica donde las fuerzas opresoras están radicalmente inscritas en la clase y el género.

Las violencias de lo rural en Abreu se narran desde dentro, pero hay otras historias contadas por las recién llegados al campo. Es el caso de Un amor de Sara Mesa o la película Suro. En ellas hay un desplazamiento de la ciudad al campo. En la novela de Mesa el motivo del traslado se debe a un robo poco aclarado en la empresa de traducción en la que la protagonista trabajaba (en la excelente adaptación cinematográfica de Isabel Coixet, acaso para darle mayor dignidad al personaje, esta abandona la ciudad porque no puede soportar el peso del violento relato de las refugiadas africanas de las que es intérprete).

El primer encuentro con la casa rural rompe con la imagen idílica que desde la ciudad se puede tener del campo. Pero lo interesante de Un amor es la manera en que el texto se relaciona con lo presimbólico, no para rechazarlo o tacharlo de barbarie, como hemos visto hasta ahora, sino para explorar desde allí una nueva forma de vida. No es casualidad que la protagonista sea traductora y que su herramienta de trabajo sea el lenguaje. Si quiere escapar del mundo que detesta lo primero que deberá hacer es atravesar el muro del lenguaje para acceder a lo real, para inaugurar experiencias y prácticas vitales otras, fuera del orden simbólico y social que repudia y la repudia. Desaparece el dinero y se fundan relaciones de intercambio. El lenguaje se suspende en esa relación sexual que mantiene con un vecino poco atractivo que le arregla las goteras a cambio de “entrar en ti un rato”. Pero no es narrado como sumisión o violencia, sino como fundación de una práctica nueva conectada con el goce más allá de la norma, la moral, los dispositivos románticos de la seducción y los cuerpos normativos.

En Suro un joven matrimonio de arquitectos de Barcelona se instala en una casa rural que ha heredado. Pueden reformarla como arquitectos que son y vivir en ella holgadamente, teletrabajando, pero también gracias a la saca del corcho (“suro”, en catalán) de los alcornoques que se encuentran dentro de las hectáreas de la propiedad. La contratación de una cuadrilla formada por inmigrantes marroquíes sin papeles, que les permite extraer mayor beneficio que contratando a una cooperativa formada con gente del pueblo experimentada, les conecta con lo real de la explotación capitalista, les hace cómplices de un mundo que produce miseria y violencia. El bienestar de la familia –un matrimonio feliz con piscina y barbacoa, que celebra fiestas en el campo con amigos urbanitas que van a pasar el fin de semana con ellos al campo para alejarse del mundanal ruido– depende de la explotación de sus trabajadores ilegales. Lo real no se puede simbolizar ni puede verse más que en sus síntomas. Y en Suro se leen en el cuerpo de la protagonista, donde se manifiesta la ansiedad que le provoca ser feliz a cambio de la explotación de unos seres humanos que trata como ganado.

La tractorada se ha narrado como una ficción neorrural. Escrita desde una ciudad que no la comprende, o no termina de captar su complejidad, la describe insertándola en un relato. Aunque su eclosión recuerda al 15M, en la medida en que se organiza al margen de las organizaciones políticas tradicionales, y claman contra políticas en las que no se encuentran representados, así como también protestan contra un sistema de distribución y comercialización de sus productos que les convierte en el eslabón más débil (y peor pagado) de la cadena, la manera en que se cuenta su lucha –legítima lucha– coincide en buena medida con esa narración tradicional dicotómica, descrita por Raymond Williams, que presenta el campo y la ciudad como espacios diferenciados y alejados entre sí, en un juego de oposiciones entre naturaleza y cultura, tradición y modernidad. Pero también existe otra narración neorrural que nos conecta con lo real, con una realidad radicalmente histórica, que nos permite ver la estrecha relación que existe entre esos dos mundos que no están tan alejados ni están tan opuestos.

Leer la tractorada desde esta otra óptica permitiría disputarle a la extrema derecha y a sus discursos esencialistas la narración de esta historia, impedirles que se apropien de una realidad que, aunque descrita como lejana, es también la nuestra y dependemos de ella como el comer. Nunca mejor dicho.  

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