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Cinco cómics excepcionales para llevar a la playa

Aquel verano de Mariko y Jillian Tamaki

Rubén Lardín

Los anuncios de cerveza se resisten a reflejar que la lectura es también un placer del cuerpo, pero los anuncios sólo tienen credibilidad para quienes los llaman spots. El resto no duda que las jornadas de vacaciones contienen recodos donde la única actividad física que se puede practicar con fundamento es la lectura. Entre esos, unos pocos saben que la de un tebeo es una experiencia espléndida porque, a diferencia de la de un libro, sucede no solo en el tiempo sino también en el espacio. Ahora es cuestión de escoger el título adecuado.

Lo primero es sacudirse los problemas, que es lo que pretende Javier de Isusi en He visto ballenas (Astiberri), drama social en el sentido más digno del término, lejos de los panfletos y clasismos que suelen devaluar el género. La colisión de las ideologías, deporte nacional español, se reformula como reconciliación en estas páginas por las que transitan un exterrorista, un antiguo mercenario de los GAL y el hijo de una víctima de ETA dispuestos a la humildad.

De Isusi trabaja en azules desvaídos y amarillos tuberculosos tratando de evocar en el revuelto el verde sedoso que se dice de la esperanza, y la propuesta, pese a su naturaleza idealista y los lamentos que la alientan, triunfa sobre sentimentalismos y sermones.

Julio, el mes del año más generoso en horas de luz y por tanto ideal para leer en color, discurre todavía bajo el influjo de Hechizo total (Fulgencio Pimentel), un encantamiento venido de

Australia donde Simon Hanselmann desgrana más las circunstancias que las aventuras de una bruja, su gato y un búho pusilánime.

El reparto suena a fantasía pocha pero el lector adulto sabe que cuando se trata de animales antropomorfos nada va a ser lo que parece, y así, este tebeo que convoca el entusiasmo por la vía del tedio y la toxicomanía, oscila entre la astracanada existencial venida de los tiempos del underground y los sopetones de violencia gratuita con que el trío de haraganes solaza sus rutinas. Hanselmann, que usa la misma vara para medir el júbilo y la melancolía, comparte sus caprichosos dolores de juventud con la generación desahuciada que le corresponde y su sátira del alma cuaja en una carcajada demente muy parecida a la histeria.

Mucho más formal y académico es Sin título (Astiberri), que parte como una trama de serie negra muy próxima a esa perversión de la bande dessinée clásica que, desde hace al menos veinte años, se ejerce al otro lado del Atlántico entendiéndola por cómic adulto. La historia, que tal vez funcionó mejor en su naturaleza inicial de webcómic por entregas, es la de un joven que a la muerte de su abuelo percibe la posibilidad de una doble vida, una sospecha que desbaratará su realidad y dará en fugas fantásticas.

Cameron Stewart, dibujante curtido en los superhéroes, acaba incurriendo en la tentación de no respetar los misterios que plantea y cede a revelarlos como peaje a lectores de imaginación breve en una maniobra que desluce el conjunto pero que no quita lo valiente: sería injusto negar que su trazo crujiente y su narración limpia, muy hábil a la hora de vestir los tics prestados que maneja, nos ha llevado de la mano durante un buen tiempo de lectura grata y ligera.

El verdadero tiempo del abandono cristaliza del todo en Aquel verano (Ediciones La Cúpula), el nuevo trabajo de las primas Mariko y Jillian Tamaki, dos canadienses con ascendencia japonesa de quienes no teníamos noticia desde Skim, su debut en 2008. Jillian, dibujante de nivel e ilustradora funcional, se muestra dócil y gana enteros cuando obedece a los textos de Mariko, logrando el tándem una historia canónica de aprendizaje y consecuente desengaño protagonizada por dos amigas que frisan el colmo de la adolescencia.

El relato, con dejes de manga en su confección, nos vence por su honesta rendición al subgénero estival, del que contempla tópicos y atiende minucias, componiendo un tebeo emotivo, dulce, tibio en los afectos y que volveremos a leer porque es inofensivo, algo que nunca debe entenderse como virtud pero que está tolerado en la lasitud de estos días.

Manga genuino es el de Junji Ito, maestro del bucle y de la pesadilla pertinaz todavía poco honrado por nuestro mercado editorial. Black Paradox (ECC Ediciones) no es la obra de más altura de su autor, pero su premisa no deja de ser irresistible: un grupo de jóvenes sella un pacto suicida que se complicará con la aparición de sus dobles y el descubrimiento de que una puerta al Más Allá se localiza –atención- en el píloro de un señor.

Leer al autor de Uzumaki o Tomie, incluso en sus trabajos menores, vuelve a certificarle como auténtica fiera descomulgada, un contorsionista del horror cósmico, gélido y abrasador, empeñado en excavar en nosotros un depósito para la aberración. Black Paradox es una fantasía siniestra que en su audacia es capaz de zamparse toda verosimilitud, seguir avanzando con la agilidad de un flipbook y al final escupirnos un mapa no ya del infierno sino del paraíso, que como era de temer es mucho peor lugar porque allí todos somos viejos y a los tebeos hemos pasado a llamarlos novelas gráficas.

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